Es solo una constatación. Putin ejerce
a nivel mundial cierta paternidad política del mismo modo como los EE UU la
ejercieron sobre gran parte del hemisferio occidental hasta el día en que se
les ocurrió elegir a un presidente aislacionista. Por cierto, muchos prefieren
seguir usando el concepto clásico de “hegemonía”, pero según mi opinión el de
paternidad calza mejor para entender el tipo de relaciones establecido por
Putin con diversos gobiernos, en particular con algunos latinoamericanos
Hegemonía supone, de acuerdo al
politólogo Joseph Nye, jugar un rol directriz sobre otros países mediante una
superioridad militar o económica, o mediante una ideología carismática como la
que ejerce (¿o ejercía?) el Vaticano
hacia las naciones cristianas o como la que ejerció el Kremlin con respecto a
las naciones comunistas antes del cisma chino. En cambio, paternidad, el nombre
lo dice, sigue las líneas impuestas por una relación de parentesco.
Ahora, lo que menos puede ejercer
Putin, sobre todo si se toma en cuenta que Rusia sigue siendo una enorme nación
empobrecida, es hegemonía económica, como de hecho la ejerce China en Asia.
Basta anotar que entre las grandes migraciones de fuerza de trabajo hacia
Europa Occidental no solo se cuentan las islámicas sino también las que
provienen masivamente de Rusia.
Su hegemonía militar la ejerce Rusia
solo en países periféricos y, si se dan las condiciones, en los huecos que
abren las torpezas de los EE UU de Trump (particularmente en el Medio Oriente)
Sin embargo, Rusia, pese a sus demostraciones de poderío frente a naciones
militarmente débiles, no está en condiciones de medir su tecnología bélica, no
hablemos con los EE UU, sino con la mayoría de los países europeos.
En cuanto a la hegemonía ideológica,
esta no puede ser ejercida por un gobernante cuya característica fundamental es
carecer de ideología (hecho que lo hace muy imprevisible) Incluso la
manipulación ideológica que practica Putin con respecto a la religión ortodoxa
es solo para el consumo interno. Por otra parte es evidente que millones de
jóvenes rusos se siente atraídos por la cultura occidental en todas sus formas,
desde las literarias, pasando por las musicales y cinematográficas, hasta
llegar a modos de vida e incluso al consumo barato. Los jóvenes occidentales
que en cambio se sienten atraídos por la cultura rusa pueden ser contados con
los dedos de la mano.
No: Rusia no puede ejercer hegemonía
económica, ni militar, ni cultural, ni ideológica hacia Occidente. Pero eso,
sin embargo, no le impide crear zonas políticas de influencia, sobre todo en
Europa del Este y del Sur. Además, y ahí vamos, puede establecer con diversos
gobiernos relaciones de parentesco. De ese parentesco deriva el punto al cual
me estoy refiriendo: su rol paternal. Putin puede ser considerado,
efectivamente, como el padre político de diversas neo-dictaduras del siglo XXl,
entre ellas las que pululan en el espacio latinoamericano.
Para ser más preciso, la forma
primordial de relación política que mantiene Rusia con “sus” países periféricos
(ex miembros de la URSS) es la dominación militar en su más brutal expresión
(Bielorrusia, Chechenia entre otros). La que mantiene con la mayoría de los
gobiernos del Este y del sur europeo (Hungría, República Checa, Eslovaquia o
Turquía) busca expandir zonas de
influencia. En cambio, las que comienza a establecer con algunos países
latinoamericanos (Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia) están basadas en
relaciones de parentesco, vale decir, en sincronías que se generan entre sistemas
de dominación organizados de modo idéntico o similar. Los gobernantes de esos
países, si los agrupamos en familias politológicas, serían efectivamente los
verdaderos hijos de Putin.
¿Pueden ser los regímenes políticos
agrupados en familias como ocurre con los entes bio y zoológicos? De hecho lo
son, pero bajo el denominador de “tipos”. Las tipologías socio y politológicas
son equivalentes a las “familias” en las ciencias naturales. Y lo son en dos
sentidos. Por una parte, la similitud y, por otra, el reconocimiento empático
que se establece entre ellas. En el caso de los regímenes autocráticos de
Latinoamérica, todos, sin excepción, pueden ser considerados hijos de Putin.
Autocráticos, dicho en el exacto
sentido de la palabra. La identificación entre poder, pueblo, gobierno y estado
es tan propia al sistema político ruso como lo es al cubano, boliviano,
nicaragüense y, si las cosas se dan como se están dando, al hondureño. Por de
pronto, al igual que el de Putin, el de sus nuevos hijos ha emergido la mayor
de las veces desde estructuras democráticas (deficitarias, pero democráticas)
Por lo mismo, conservan y se sirven de elementos propios a la formación
política de donde provienen, entre ellos, la celebración de periódicas
elecciones. No obstante, se trata solo de una mascarada. Las elecciones libres
y secretas han sido pervertidas en los países mencionados hasta el punto de
convertirse en rituales destinados a perpetuar el poder de los neo-dictadores.
En ninguno de esos países la oposición
puede oponerse. En casi todos el detentor del poder se reserva el derecho a
vetar candidatos. En el caso del régimen de Putin, sus principales desafiantes,
o son periódicamente encarcelados como sucede con el líder Alexi Navalni o
aparecen muertos, incluso muy cerca del Kremlin, como ocurrió al político
disidente Boris Mentsov (hecho que hizo recordar la muerte del cubano Oswaldo
Payá) Maduro, siguiendo el ejemplo de su padre político, ha inhabilitado a sus
principales contrincantes: el prisionero Leopoldo López y Enrique Capriles. Lo
importante es que nadie en condiciones de desafiar al poder establecido pueda
hacer política activa.
Las elecciones han llegado a ser en los
sistemas putinescos meros actos de consagración del poder infinito del
autócrata. Los tribunales electorales, simples ministerios al servicio del
ejecutivo. El poder judicial cumple la función de bloquear al poder
parlamentario.Y no por último, el rasgo común a todos, los altos mandos del
ejército son miembros de la nueva clase dominante establecida en el poder.
El ex presidente de Bolivia, Carlos D.
Mesa Gisbert, ha calificado los actos de Evo Morales en aras de su reelección
perpetua como una vía hacia el totalitarismo (Los Tiempos, 03.12.2017) Pero
quizás el término no es el más apropiado. No permite, entre otras cosas,
percibir “lo nuevo” que traen consigo esos regímenes. Calificarlos como
fascistas o estalinistas puede servir como invectiva, pero para dar cuenta de
las características comunes a todos ellos, es insuficiente. Estamos, definitivamente,
frente a un nuevo fenómeno. Ya llegará la hora de denominarlo con términos más
adecuados. Por ahora, contentémonos con afirmar que todos sus representantes,
de una manera u otra, son hijos de Putin. Y lo son en el más exacto sentido del
término.
En medio del putinismo latinoamericano
(de derecha o de izquierda, es lo que menos importa) ha aparecido, sin embargo,
una voz disidente: El ecuatoriano Lenín Moreno. Enfrentado a la alternativa de
ser un nuevo hijo de Putin, o el refundador de la democracia ecuatoriana, ha
optado por convocar al soberano, al pueblo, en contra del putinismo
re-eleccionista de Correa.
Moreno merece ser apoyado por todos los
demócratas latinoamericanos. Su gesta muestra, una vez más, como esa luz
aparecida una vez en Atenas puede reaparecer en cualquier momento y en los
lugares menos imaginados. Lenín Moreno, en el exacto sentido acordado por
Hannah Arendt al término, es un milagro político.Y, sobre todo, no es un hijo de Putin