No se sabe si es
ironía o paradoja. El premio Sajárov fue
otorgado a la oposición venezolana justo en uno de los peores momentos de su
historia: una crisis política de enorme magnitud. Crisis aparentemente
derivada de los resultados de las fraudulentas elecciones del 15-O pero
agravada por la decisión de uno de sus partidos más tradicionales, AD, al hacer
juramentar a sus cuatro gobernadores elegidos frente a una constituyente
inconstitucional.
Pero seamos claros: la juramentación no produjo a
la crisis. Solo fue su detonante.
La crisis venía gestándose antes de las regionales. Para ser más precisos, fue evidente
cuando desde la MUD se desprendió una organización autodenominada SoyVenezuela cuyo objetivo, concordante
con el de Maduro, era dinamitar las elecciones, llamando abiertamente a la
abstención. Pero aún antes de esa evidencia, la crisis, como si fuera un virus
que aguarda el instante para aparecer en la piel, comenzó a tomar formas en las
postrimerías de las grandes protestas comenzadas en abril, convocadas para
defender a la AN y a la Constitución. Ese fue el momento cuando las festivas
manifestaciones comenzaron a ser sustituidas por jóvenes que ya no exigían la
restitución de las libertades constitucionales sino simplemente la caída de la
dictadura sin que nadie les dijera como iba a ser posible realizar tamaña
empresa. Ante esa espectativa, la
participción en las elecciones regionales -una de las exigencias primarias de
la oposición- fue presentada por los más extremistas como traición a una
supuesta resistencia. Con ese estigma, del cual la oposición democrática no
supo liberarse, era difícil ganar cualquiera elección. Menos frente a una
dictadura, por definición tramposa.
No vamos a hablar aquí
de las CLAP, del carné de la patria, de las firmas chimbas, de los votos
asistidos, de los traslados de centro de votación y de los resultados
alterados. Todo eso se sabía con anticipación y con eso había que contar.
El hecho inobjetable es que el resultado anunciado
por el CNE tuvo el efecto de desmoralizar a la ciudadanía democrática. ¿Cómo podía ser posible que un régimen
cuyas propias encuestas no le daban más del 20 % de popularidad haya arrasado
en casi todas las gobernaciones? A través de una primera mirada parecía que con
esa “máquina de manipular elecciones” (Héctor Briceño) nadie podía competir.
Pocos fueron los que pensaron en que competir con las propias fuerzas divididas
es imposible vencer a una dictadura. El
15-O hubo mega-fraude, claro que sí, pero también hubo una mega-derrota.
Al marchar hacia las elecciones arrastrando una
profunda división endógena, la oposición debió bregar con dos enemigos: el
régimen y los abstencionistas, cuyo débil poder numérico es inversamente
proporcional a su fuerte poder agitativo. Ello llevó a su paralización interna, hecho que
condujo, a su vez, a la incapacidad para levantar una alternativa unitaria en
el camino hacia las regionales. Esa alternativa unitaria, ya inscrita durante
las grandes protestas, no podía ser sino la defensa de la Constitución en
contra de la falsa constituyente.
Precisamente, al no
haber sabido delimitar la contradicción fundamental (Constitución vs.
constituyente) los cuatro candidatos
adecos creyeron que su deber era asegurar las gobernaciones y para lograrlo no
solo se sentaron sobre la Constitución sino, además, hicieron sus necesidades
básicas sobre ella.
Al igual que para una fracción de los
abstencionistas cuyo objetivo es facilitar la aparición de generales golpistas,
la de los constituyentistas adecos fue poner sus propias gobernaciones por
sobre la Constitución. No
se dieron cuenta de que sin esa Constitución la oposición no es nada. Sin Constitución, en efecto, no habría nada
que defender, y sin nada que defender, no puede haber oposición. Tampoco se
dieron cuenta de que la política no solo se deja regir por los criterios de la
pura razón práctica.
La acción política
comporta una enorme fuerza simbólica. Si
los cinco gobernadores hubieran planteado un decidido “no” a la juramentación,
habrían reactivado la ruta constitucionalista de la que cuatro de ellos se
apartaron. El problema, por lo tanto, no fue humillarse o no humillarse. El
problema fue romper con la línea política que se había dado la oposición:
electoral, pacífica, democrática y constitucional.
Cuatro puntos cardinales complementarios e interdependientes. Pues así como lo
constitucional no puede prescindir de lo electoral, lo electoral, tampoco – y
mucho menos- puede prescindir de lo constitucional.
¿Ir a las elecciones
y luego no juramentarse ante la falsa constituyente? Exacto, de eso se trata:
no renunciar ni a la legitimidad del voto ni a la legitimidad de la
Constitución. O en otras palabras: unir
la opción política-electoral con la desobediencia civil parece ser la única
salida a la profunda crisis que vive la oposición venezolana.
Pero no nos
engañemos: la crisis de la oposición
había existido siempre en estado latente. El secreto a voces era que en su
interior coexistían tendencias que se repelen entre sí. Esas tendencias son
tres, dicho en líneas gruesas. Ellas son la tendencia anti-electoral, la
tendencia conciliadora y la tendencia constitucionalista.
La tendencia antielectoral puede ser también
definida como insurreccional. Parte de la base de que toda elección legitima al régimen. Cultiva
visiones apocalípticas y apoteósicas. Al llamado de sus líderes, imaginan que
el pueblo avanzará triunfante sobre las ruinas de la dictadura. Las FANB se
partirán en dos y la comunidad democrática reconocerá de inmediato al nuevo
gobierno. Son los de la Salida, los del Maduro Vete Ya, los de la Marcha sin
Retorno, los de la Hora Cero, los del Gobierno Paralelo, los de la Unidad
Superior, y otras aberraciones.
Curiosa ironía: a pesar de que los adalides del anti-electoralismo
militante se declaran anticomunistas y anticastristas, su visión de la política
es similar a la de los comunistas y castristas de los años sesenta del pasado siglo (Tupamaros, MIR, Montoneros, ERP, entre otros.) Al igual que
ellos, los abstencionistas creen en un pueblo irredento, en el poder de la
voluntad, en el líder iluminado y en el derribamiento de dictaduras mediante
vías no electorales. Corina Machado, Diego Arria y hasta Luis Almagro podrían
sorprenderse con esta afirmación. Pero para quienes hemos dedicado tiempo al
estudio de la moderna historia latinoamericana, el discurso que ellos
representan no nos es desconocido. En gran medida refleja, bajo nuevas formas,
la quinta esencia del ultrismo jacobino de los años sesenta.
La segunda tendencia, la conciliadora, se
autodefine como pragmática. Sus visiones apuntan a lograr acuerdos parciales con la dictadura, a
sobrevalorar el diálogo –aún sin materias concretas a dialogar- y sobre todo,
el de la negociación, aunque tengan poco o nada que ofrecer. Las movilizaciones
de masa y las acciones callejeras les parecen absolutamente inútiles. Sienten
predilección por reuniones a puertas cerradas, casi clandestinas, ojalá lo más
lejos posible de las manifestaciones políticas (bajo las palmeras de la República
Dominicana, por ejemplo.) En general, son políticos de viejo cuño, adaptables a
las normas de un régimen liberal, pero sin vitalidad para enfrentar a una
dictadura. Mucho menos a una dictadura tipo Maduro, nuevo especímen histórico
que combina formas arcaicas de dominación con los más diabólicos métodos de las
tiranías post-modernas.
La dictadura, con ese instinto animal que la
caracteriza, ha sabido manejar las diferencias de la oposición. Por ejemplo, durante el curso de la
campaña hacia las regionales, Maduro no se cansó de afirmar que paralelamente
mantenía un diálogo con representantes de la oposición. El ultrismo
abstencionista le creía a pies juntillas –necesitaba creérle- y llamaba a no
votar por los “cohabitadores” de la MUD. Siguiendo el juego, el madurismo
inundaba las redes e incluso las murallas citadinas con letreros llamando a “no
votar.”
La prescripción anticonstitucional que obliga a
los gobernadores elegidos a jurar frente a una constituyente cubana fue, sin
duda, una muestra de astucia criminal y sadismo político. Algún día la dictadura de Maduro será
juzgada por sus crímenes materiales a la nación. No hay, desgraciadamente,
leyes que castiguen los crímenes morales perpetrados contra un pueblo: la
siembra de desconfianza en el voto, y no por último, la humillación permanente
a que son sometidos dirigentes y candidatos de la oposición. Hechos que no
encuentran parangón en la historia del siglo XXl. La supresión de la inmunidad
parlamentaria a Freddy Guevara, destacado dirigente de la oposición
democrática, es el nuevo acto delictivo cometido por ese grupo de mercenarios
llamado TSJ, nombrados a dedo: gente sin pueblo y sin ley.
El problema adicional, quizás el más grave de
todos, fue que entre la dictadura, los divisionistas y los conciliadores,
terminaron por afectar al nervio central de la oposición. Nos referimos a su
tercera tendencia.
La tercera tendencia, la de los constitucionalistas, combinando
manifestaciones de masas y línea constitucional, logró durante largo tiempo
mantener su hegemonía sobre el bloque unitario. Aliándose con uno u otro
sector, supo manejar las crisis con cierta solvencia. Pero, cuando después de
las juramentaciones sus principales dirigentes se desataron en
descalificaciones personales, peor aún, sin defender la línea política que
había dado continuidad a la oposición, la crisis dejó de ser circunstancial y
se convirtió en una crisis de identidad
política. Algunos, llevados por la emoción, abjuraron de la línea electoral
sin especificar cual iba a ser la otra línea. Al “craso error” (Trino Márquez)
de no participar en las elecciones municipales, argumentando de que estaban
viciadas por la existencia de “ese CNE”, agregaron la inconsecuencia de
participar en las presidenciales con “ese CNE”.
Sacar el cuerpo a las municipales no fue una
retirada táctica. Fue una desordenada fuga. Una estampida cuyo resultado no puede ser otro
que abandonar a su suerte a la pobre gente que vive en los municipios. Peor
todavía: esa decisión rompió con la línea opositora sin ofrecer otra.
¿Terminará
imponiéndose en la oposición la retórica hueca del abstencionismo militante?
¿Llamarán también a una “unidad superior” que nadie sabe con qué se come? ¿O
acudirán a tribunales de justicia aposentados en la OEA? ¿O formarán gobiernos
en el exilio (al estilo Puigdemont)? ¿O exigirán a Maduro que forme otro CNE
amenazándolo con no votar? (precisamente, lo que más desea la dictadura) ¿O
simplemente llamarán a los jóvenes a enfrentar otra vez a un ejército dirigido
por asesinos profesionales?
En tres sentidos, aun perdiéndose, las municipales son
importantes. Primero: tienen lugar en comunidades donde todos se conocen y en donde es posible realizar una
agitación sin recurrencia a grandes medios de comunicación. Segundo: permiten
mantener la continuidad de la lucha por la Constitución, en contra de la
constituyente. Tercero: tienen lugar en el espacio donde comienza toda
ciudadanía: en la vecindad, allí donde todos padecen los mismos problemas.
Quien no entiende los problemas de su comunidad nunca va a entender los del
mundo.
La razón por la
cual los principales partidos de la oposición –excepción sea hecha a UNT y AD-
no concurren a las municipales, aunque no explicitada, parece ser la siguiente:
concurrir significaría romper la unidad
de la MUD. Si ese fue el argumento, fue otro error. Por una parte, la
unidad de la MUD ya está rota, se quiera o no. Por otra, la unidad política no
es un fin en sí sino un medio para alcanzar un objetivo común. Y no por último, las municipales habrían permitido
clarificar frente a problemas concretos y reales, y de una vez por todas, las
diferentes líneas que dividen al conjunto opositor. Al fin y al cabo la división es normal en la política. En algunos casos, necesaria. La desintegración, en cambio, no. La desintegración, eso es lo que hay que evitar.
Luego de saltarse las municipales, los destacamentos
opositores (incluyendo a los abstencionistas) planifican concurrir a las
presidenciales. Tal vez
las primarias –si es que tienen lugar-
permitirán percibir las diversas políticas que los separan, aunque sea al
precio de aceptar divisiones insoslayables. Puede ser también que las
presidenciales sean el catalizador que requiere la oposición para marchar, si
no unida, por lo menos de un modo relativamente convergente. Hay dudas de que
que eso sea así. Pero ojalá sea así. Porque si no es así, más vale la pena
rezar.