Si leemos noticias
acerca de otras elecciones en las cuales la oposición venezolana ha obtenido
derrotas –no son pocas- veremos que en general se parecen demasiado a las que
hoy inundan las redes comunicacionales. Amenazas, conversión de las misiones en
centros de reclutamiento electoral, desfalcos en centros electorales,
ocultamiento de cuadernos, dakazos (hoy formalizados en bolsitas claps), votos
asistidos, irregularidades en el conteo, acarreo forzado de votantes, cambio de
centros de votación y mucho más. Nadie va a descubrir recién hoy que la CNE es
una institución mercenaria y tramposa.
Nadie tampoco va a
pensar que alguna vez el chavo-madurismo va a actuar de modo limpio. Ni nadie
puede pasar por alto el hecho de que estamos frente a uno de los sistemas
clientelistas más sofisticados de los que se tiene noticia, uno al mismo nivel
del ruso o del iraní. Nunca, en ninguna elección venezolana, la dictadura ha
dado garantías ni nunca, en ningún país del mundo, una dictadura que no se
encuentre al borde de su caída, las dará. Y, así y todo, la oposición
venezolana ha logrado, en no pocas ocasiones, derrotar local y nacionalmente a
la dictadura en las lides electorales.
Hay que aprender de
las derrotas, no cabe duda; y todo el mundo lo repite. Pero también hay que
aprender de las victorias, y eso no se ha hecho casi nunca.
Tomemos como
referencia las elecciones del 6-D y
comparémoslas con las del 15-O. Naturalmente, la observación inmediata es que
el 15-O el fraude fue colosal. Aceptado. Pero también hay que agregar que la
derrota fue aún más colosal que el fraude. No aceptar esta última afirmación es
esconder las cartas debajo de la manga. El
fraude fue colosal pero no todo se explica por el fraude. Hay que indagar
pues acerca de las razones endógenas que llevaron a la mega-derrota de la
oposición.
Volvamos entonces
nuevamente al 6-D del 2015. ¿Por qué el 6-D la oposición, a pesar de todas las
trampas obtuvo un triunfo abrumador? Esa pregunta es clave y la respuesta no es
difícil. Esas elecciones apuntaban a un objetivo muy definido: conquistar una
parte del Estado para, desde ahí, crear un doble poder en contra de la otra
parte, representada por el ejecutivo. Una AN en manos de la oposición
democrática parecía anunciar el comienzo del fin de la dictadura. El pueblo
democrático captando esa posibilidad, se volcó entero, con fuerza y entusiasmo,
a obtener la victoria.
Dicho en breve: las elecciones del 6-D tenían un objetivo
preciso y claramente definido. Por eso mismo fueron impulsadas con fuerza y
decisión. Ese, lamentablemente, no fue el caso que se dio en las elecciones
regionales del 15-O. En estas, el sentimiento general era que, después de
las elecciones, aun si hubieran sido ganadas por la oposición, nada podía cambiar.
El 6-D la gente concurrió a las urnas
para ganar. El 15-D, en cambio, concurrió solo para no perder. Y así, no se
puede ganar.
La AN fue concebida
como un medio para poner fin, vía constitucional, a la dictadura. Fue esa
la razón por la cual –muy hábilmente,
hay que reconocerlo– la dictadura inventó un TSJ destinado a blindar al
ejecutivo de todo cuestionamiento que viniera de la asamblea. Se produjo así
una contradicción fundamental: Asamblea o gobierno. A fin de dirimir esa
contradicción, la oposición, como es sabido, barajó diversas alternativas
constitucionales a favor de la destitución de Maduro, imponiéndose finalmente
la del Revocatorio.
Las jornadas por el
RR 16 revivieron momentos grandiosos de la lucha opositora. Sin embargo –visto
en retrospectiva, había que esperarlo– la CNE cerró con candado la puerta
revocatoria. Más aún, el gobierno procedió a clausurar la vía electoral
posponiendo hacia fecha indeterminada las elecciones regionales pautadas para
fines del 2016 y procediendo a eliminar a la AN sustituyéndola por el TSJ
(función después traspasada a la fraudulenta constituyente de 2017.) En otras
palabras, el régimen apeló a todos los recursos, incluyendo a los más ilegales,
para enfrentar a la AN.
Justamente en
defensa de la AN surgieron las grandes
movilizaciones de masas en contra del gobierno, exigiendo la rehabilitación de
la potestad parlamentaria, la libertad de los presos políticos, la apertura de
un canal humanitario y, no por último, un cronograma electoral claramente
definido. Así, presionado desde las calles, el ejecutivo decidió oponer al
movimiento de masas, la fuerza militar. O lo que es lo mismo, intentó otorgar
un carácter militar al enfrentamiento político. Y en gran medida, lo logró.
Las demostraciones ciudadanas, en sus orígenes
festivas, plenas de imaginación y alegría, fueron transformadas por Maduro y
Padrino López en campos de batallas en los cuales un ejército armado hasta los
dientes disparaba a matar en contra de jóvenes indefensos.
En el curso de la
radicalización no faltaron quienes abrigaban la esperanza de que, con el
aumento de la presión callejera, las FANB terminarían dividiéndose, así como
había ocurrido en regiones remotas como Ucrania o Egipto. Vanas esperanzas. Las
jornadas iniciadas en abril demostraron que el ejército no solo es un brazo
militar de la dictadura; es la dictadura. La
dictadura es militar y el mismo Maduro no es más que una parte de su fachada
civil. No de otra manera se explica por qué la imposición de la asamblea
constituyente, una de las farsas más grotescas de la historia política, fue
aceptada de inmediato por el Alto Mando como legítima y constitucional.
Vista desde esa
perspectiva, la derrota electoral del
15-O no fue sino la continuación de la derrota militar experimentada por la oposición
en las calles. ¿Militar? Sí; para la dictadura lo fue. El movimiento de
masas venezolano, uno de los más persistentes en la historia de las luchas
políticas latinoamericanas, fue militarmente destrozado. El plebiscito opositor
del 16-J fue su último gran acto. Testimonial y simbólico a la vez. Al final no
quedaban sino pequeños grupos de muchachos dispuestos a inmolarse en las
calles. Pero ese no podía ser el objetivo de la oposición. De este modo las
calles comenzaron a enfriarse lentamente. No obstante, de pronto apareció un
nuevo enemigo con el cual la dictadura no contaba: una creciente oposición internacional.
Fue la oposición
internacional, formada por todos los países democráticos de América Latina,
representados en la OEA bajo la conducción de Luis Almagro (sí, Almagro) la
fuerza que obligó a Maduro a reabrir la brecha electoral. Las elecciones del
15-D no fueron, en consecuencia, ninguna concesión, ninguna dádiva del régimen.
Fueron, si se quiere, una conquista del movimiento democrático, nacional e
internacional. El hecho de que no haya sido vista así por gran parte de la
oposición debe ser agregado a sus déficits políticos, entre ellos, el no haber
sabido evaluar los logros por ella misma alcanzados.
En otras palabras, la oposición no acudió a las elecciones con
las banderas en alto, continuando la ruta constitucional por ella misma trazada
desde sus propios orígenes. Fue más bien como pidiendo disculpas,
reiterando que se trataba de un tablero en una lucha con muchos tableros, sin
decir que las elecciones eran y son su único tablero, entre otras cosas porque
las elecciones son parte de la Constitución e ir a las elecciones significaba
ni más ni menos defender a esa Constitución frente a una asamblea constituyente
radicalmente anti-constitucional.
Ir a las elecciones
presupone para toda fuerza política, atravesar tres momentos. El primero, como ha sido dicho, es el de otorgar una direccionalidad a la ciudadanía;
en el caso venezolano, decir claramente cuales son los objetivos a alcanzar, cono
se hizo el 6-D y no se hizo el 15-O. El segundo tiene lugar el día de las
elecciones, cuando es necesario implementar
la logística electoral acumulada. El tercer momento es el de defender los votos, con actas
electorales en la mano. De esos tres momentos, el primero es fundamental. Si no
es llevado a cabo con mística y entusiasmo, los dos siguientes casi no cuentan.
¿Por qué falló la oposición en ese momento tan clave? En gran parte, por las
aplastantes acciones del gobierno. Pero tampoco hay que olvidar que ese gobierno recibió, como regalo del cielo
(o del infierno) un aliado inesperado: el abstencionismo opositor.
Hay que precisar: abstención no es abstencionismo. En
toda elección hay abstención. El abstencionismo, en cambio, es la abstención
políticamente organizada, dirigida específicamente en contra de partidos
políticos que acuden a una elección. Ese abstencionismo militante ha existido
siempre en Venezuela. Antes aún de Chávez. Pero nunca llegó a alcanzar el grado
de organización y agresividad que lo caracterizó durante las semanas
preliminares al 15-O.
Hay quienes
argumentan que el abstencionismo proviene solo de una exigua minoría. Por
cierto, así es. Pero su fuerza cualitativa es inmensamente superior a su fuerza
cuantitativa. Sus activistas poseen medios, dineros, influencias. Hicieron del “no votar” una campaña en
contra de toda la MUD, la que quedó encerrada entre dos fuegos: el del gobierno
y el del abstencionismo. Crearon resentimientos, obligaron a los líderes y
candidatos a concentrarse en discusiones inútiles y, sobre todo, desconcertaron
e incluso desmovilizaron a muchos electores.
Una parte de los
decididos a no votar, es cierto, optó por dar su voto pocos días antes de las
elecciones. Pero eran electores apáticos, sin energía y sin capacidad
comunicacional, tan decisiva cuando se trata de ganar a los amigos, a los
vecinos, a los familiares. El daño que
hicieron los abstencionistas a la oposición fue muy grande. No tienen perdón.
Hubo un mega-fraude y hubo una mega-derrota. Pero
sobre todo hubo un gran retroceso histórico. ¿Cómo podrá salir la oposición de ahí? Ese es el
problema que deberán afrontar sus dirigentes. En todo caso no lo podrán hacer
con formulaciones como “hay que comenzar de nuevo” o “hay que reinventar a la
MUD” y otras tonterías parecidas. Mucho menos pidiendo las cabezas de
dirigentes comprometidos con el proceso electoral. No faltarán seguramente
quienes darán por finiquitada la vía electoral (como si las vías se eligieran
en un bazar) y podrán como condición que la dictadura disuelva a la CNE,
imaginando que tienen regimientos detrás de sí para imponerlo. El problema es que toda alternativa que no
pasa por la vía electoral no pasa por la Constitución, así como todo camino que
no sea constitucional y electoral a la vez, pasa por un enfrentamiento con las
FANB.
El régimen,
entusiasmado, intentará adelantar las elecciones comunales y propinar a la
oposición otra fuerte derrota, ya sea con votos, ya sea por abstención. Todo
indica -aunque siempre hay que pensar que la historia es una caja de sorpresas
– que lo conseguirá. Luego viene el fin de año. Y ya hacia el 2018, asoman en el horizonte las elecciones
presidenciales. Poco tiempo falta.
Muy poco tiempo para que la oposición decida si en
el futuro va a ser una mera oposición testimonial o una verdadera oposición
política. Los
abstencionistas, ya se sabe, optarán por la primera opción. El reto es asumir
la segunda, aunque sea al precio de sufrir rupturas y divisiones. Pues en la
política, como escribió una vez Michael Walzer, hay que dominar dos artes: el
arte de separar y el arte de unir. Pero, como solo es posible unir lo que está
separado –se agrega aquí- esa oposición estará obligada a trazar una línea
entre los que están a su favor y los que están en su contra. No hay otra
alternativa. El despelote del 15-O no
puede ni debe volver a repetirse.