Somos torpes los transeúntes, nos atropellamos de codos,
de pies, de pantalones, de maletas,
bajamos del tren, del jet, de la nave, bajamos
con arrugados trajes y sombreros funestos.
Somos culpables, somos pecadores,
llegamos de hoteles estancados o de la paz industrial,
ésta es tal vez la última camisa limpia,
perdimos la corbata,
pero aun así, desquiciados, solemnes,
hijos de puta considerados en los mejores ambientes,
o simples taciturnos que no debemos nada a nadie,
somos los mismos y lo mismo frente al tiempo,
frente a la soledad: los pobres hombres
que se ganaron la vida y la muerte trabajando
de manera normal o burotrágica,
sentados o hacinados en las estaciones del metro,
en los barcos, las minas, los centros de estudio, las cárceles,
las universidades, las fábricas de cerveza
(debajo de la ropa la misma piel sedienta)
(el pelo, el mismo pelo, repartido en colores).