La
principal objeción en contra del plebiscito al cual una fracción del parlamento
catalán quiere forzar hacia la ruta independentista, es la ilegalidad. El
plebiscito a ser realizado el 1-10 no puede, en efecto, ser más ilegal de lo
que es. Simplemente pasa por alto la letra, el sentido, y la forma de la
Constitución.
Dicho
sin sorna, hasta los movimientos de independencia de las naciones
hispanoamericanas tuvieron un sustrato más legal que la decisión de la Generalitat
catalana. Las juntas de gobierno del continente sudamericano surgieron en
defensa de “nuestro muy amado Fernando Vll” en contra de la ocupación
napoleónica, vale decir, en defensa y no en contra del estado español.
La
declaración de independencia catalana que voluntariza al plebiscito surgió en
cambio, y desde el primer momento, en contra del estado. Con eso, el llamado a
plebiscito impulsado por el trío formado por Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Carme Forcadell ha perdido su legitimidad de
origen. Ha terminado por ser un motín inter-parlamentario llevado a cabo por un
grupo heterogéneo donde caben ultra-conservadores, nacionalistas sin remedio
(Ezquerra Republicana) hasta llegar a los más radicales de la CUP, cuyo
objetivo es instaurar en Cataluña el socialismo del siglo XXl, fracasado en
Latinoamérica.
Legitimidad
-se ha dicho un millón de veces- no es lo mismo que legalidad, pero sin ajuste
a una legalidad que no sea la de una dictadura, es difícil alcanzar cierta
legitimidad. Esa es la razón que explica por qué las grandes rupturas
históricas de la modernidad han sido realizadas en nombre y en defensa de la
Constitución.
No
hay movimiento más legítimo que el que se levanta en contra de regímenes que
han violado la Constitución de todos. Por eso los escisionistas catalanes –más
allá del resultado que obtengan en el ilegal plebiscito- han terminado por
provocar lo contrario de lo que imaginaron: la unidad de los principales
partidos de España en contra de la violación constitucional perpetrada en el
Parlament. Incluso el PSOE, hasta hace poco maniobrado por Podemos, ha
recobrado su identidad nacional gracias a un ataque de cordura sufrido por
Pedro Sánchez. La ciudadanía, la catalana y la del resto del país, ha honorado
al PSOE con un alza repentina en las encuestas. Hasta Susana Díaz, la andaluza,
decidió apoyar a Sánchez.
Rápidamente
la UE tomó partido en contra del independentismo catalán. La declaración
emitida por el Parlamento Europeo (7.09) no pudo ser más terminante:
“cualquiera acción contra la Constitución de un estado miembro es una acción en
contra del marco legal de la UE”. Y es explicable: una Europa que enfrenta el
peligro de las repúblicas plebiscitarias en Europa del Este no puede aceptarlas
en Europa del Sur.
Europa
necesita de una España unida. Eso no quiere decir que, después del nuevo
intento separatista, sea cual sea su resultado, la política española no deba
tomar en serio algunas aspiraciones de sectores cobijados bajo el emblema
independentista. Allí hay de todo. Desde descontentos por el monto (de verdad,
muy alto) de transferencias, pasando por quienes creen pertenecer a una cultura
superior, hasta llegar a una ultraizquierda cuyo objetivo es convertir a
Cataluña en una republiqueta soviética. Pero hay, además, catalanes que, tal
vez con buenas razones, piensan que Cataluña, así como otras autonomías,
debería ser menos dependiente de un Estado excesivamente centralizado y
burocrático. Como en toda locura, en la separatista también, existe un
trasfondo de verdad.
Las palabras confederación, federalismo, estado plurinacional, entre
otras, suenan fuerte. Quizás ha llegado el momento de escucharlas e integrarlas
en proyectos políticos nacionales. España –lo dijo Ortega- no debe ser un país
invertebrado