Recep
Tayyip Erdogan ha venido realizando una abierta campaña de provocación en
contra de Europa y particularmente en contra de Alemania.
Desde que los gobiernos de Holanda y Alemania se opusieron a que Erdogan y sus ministros realizaran manifestaciones electorales ante la ciudadanía turca residente y por ello fueran insultados por el autócrata con el amable epíteto de fascistas, pareciera que cada nuevo ataque será la gota que colmará el vaso de agua. Pero el vaso no termina de llenarse. La paciencia de Merkel parece ser infinita.
Desde que los gobiernos de Holanda y Alemania se opusieron a que Erdogan y sus ministros realizaran manifestaciones electorales ante la ciudadanía turca residente y por ello fueran insultados por el autócrata con el amable epíteto de fascistas, pareciera que cada nuevo ataque será la gota que colmará el vaso de agua. Pero el vaso no termina de llenarse. La paciencia de Merkel parece ser infinita.
Las
agresiones al gobierno alemán han aumentado su intensidad. La prisión y condena
al periodista alemán turco Deniz Yücel, acusado de agente del
golpismo, ha provocado en Alemania sobresaltos. La persecución y detención en
España por INTERPOL del escritor y periodista turco-alemán Hamza Yalçin
ha
suscitado escándalo. Pero el hecho que mayor indignación ha causado fue la
intervención de Erdogan en las elecciones parlamentarias alemanas. Para muchos,
un atentado a la soberanía política de una nación.
Erdogan
ha llamado a los ciudadanos turcos de Alemania a no votar por los partidos que,
según él, han ofendido a Turquía, a saber, los socialcristianos, los
socialdemócratas y los Verdes. Aparte de que los turcos a los que llama a no
votar son ciudadanos de origen turco que han adquirido la nacionalidad alemana
(con lo cual Erdogan delata que para él nacionalidad y ciudadanía son conceptos
sanguíneos) queda claro por quienes llamó Erdogan a votar: por La izquierda
(Die Linke) y, sobre todo, por la ultraderecha representada en Alternativa para
Alemania (AfD)
No
se necesita imaginación para entender que el llamado tácito de Erdogan a votar
por los partidos extremos de Alemania no obedece a razones ideológicas sino
estratégicas. A Erdogan interesa desestabilizar a la política alemana. De
eso no es difícil darse cuenta. Más difícil es saber el porqué. La
respuesta la podemos tener si a su vez conocemos los objetivos inmediatos y
lejanos de la estrategia del autócrata. En este caso, como suele suceder, los
segundos objetivos, los lejanos, parecen determinar a los primeros, los
inmediatos.
El proyecto Erdogan es convertir a Turquía en potencia hegemónica del mundo
islámico. Como sucede con su equivalente ruso, Putin, cuyo objetivo es recuperar la
carta geográfica del imperio zarista, el de Erdogan es recuperar los
lineamientos geográficos y políticos del antiguo imperio otomano. Pero ese
objetivo solo puede ser asegurado si Erdogan logra consolidar el frente interno
pues nunca podrá ser un líder regional sin ser un líder nacional. Para lograr
sus objetivos externos requiere, por lo tanto, acentuar su liderazgo. Esa era
la función que había encomendado al plebiscito de abril del 2017
No
obstante, ese 51% que obtuvo teniendo todos los medios, después de haber
desatado una intensa represión, y en elecciones donde hubo visibles fraudes, no
fue precisamente el resultado que necesitaba Erdogan para consolidar su poder.
De ahí que para alcanzar una de sus metas, la de desactivar al Parlamento y
apoderarse de los tres poderes del Estado, necesita urgentemente de un objeto
de agresión externo que le permita movilizar emociones agresivas en contra de
un enemigo común. Ese enemigo externo es, por el momento -tanto por lo que
representa (baluarte de la UE) tanto por lo que es (una democracia avanzada)-
la Alemania de Angela Merkel.
Erdogan está jugando la carta ultra-nacionalista. Y, como está visto, ha
decidido jugarla en contra de lo que para muchos turcos aparece como la
negación histórica y cultural de Turquía: la Europa moderna y los derechos y
valores que representa, que son a la vez los derechos y valores de gran parte
de la oposición democrática turca.
En
fin, como ocurrió con los movimientos fascistas del pasado, Erdogan intenta
encabezar una rebelión en contra del legado de la Ilustración, incluyendo
el principio de la secularización, la división de los tres poderes, y la
declaración de los derechos humanos. En ese sentido las provocaciones de
Erdogan a Alemania pueden ser consideradas como el comienzo de una campaña
antieuropea.
El
“pequeño” problema es que Alemania es el principal socio económico de Turquía.
De ahí que el objetivo de Erdogan, por el momento, sea disociarse políticamente
de Alemania y Europa pero preservando su asociación económica. El autócrata
quiere el pan pero también el pedazo.
Lo
mismo ocurre en el plano militar. Turquía es una de las piezas claves de la
OTAN y por lo mismo los gobiernos occidentales harán lo imposible para
mantenerla dentro de esa órbita. Turquía, a su vez, necesita de la OTAN.
La pertenencia a la OTAN es para Turquía una carta de presentación para
imponer condiciones a sus potenciales aliados anti-europeos: Rusia e Irán. Esa es la razón que
explica por qué Putin se encuentra empeñado en buscar un mayor acercamiento con
Erdogan. El mandatario ruso persigue el objetivo de alejar la presencia de
Turquía de la OTAN mediante pactos unilaterales de no-agresión. Naturalmente
Erdogan exigirá incluir a Siria en la mesa de negociaciones. Para Putin puede
que ese no sea el problema más grande. Si logra extraer a Turquía de la NATO a
cambio de concesiones a Erdogan en el tema sirio, téngase por seguro, lo hará.
De fiel aliado, Erdogan ha pasado a ser un peligro para Europa. Si ese
peligro no es reconocido por los gobiernos europeos, mañana podrá ser demasiado
tarde,
más todavía si se tiene en cuenta que el aliado histórico de Europa, EE UU, ya
no es tan confiable como una vez lo fue. Ya desde antes de Trump, durante el
mismo Obama, Europa ha dejado de ser un protectorado militar de los EE UU.
Eso significa: Europa está obligada a protegerse a sí misma.
Una de las tareas del eje político franco-alemán formado como resultado de
las elecciones del 2017 será, entre otras, señalar límites a la Turquía de
Erdogan. Pero para que eso sea posible se necesita, antes que nada, de una Europa
consciente de los peligros que la amenazan. Lamentablemente ese no parece ser
el caso.
PS.
Justo después de haber escrito este artículo (07.09), me entero por la prensa
de que Alemania presentó, en el encuentro que tuvo lugar en Taillin (Estonia),
una moción orientada a bloquear el ingreso de Turquía a la UE. Alemania, a
través de su ministro socialdemócrata Sigmar Gabriel propuso dicha medida
cediendo a las presiones del candidato a canciller, el también socialdemócrata
Martin Schulz, con la desaprobación de Angela Merkel quien al final cedió,
quizás sabiendo que la propuesta no iba a ser aceptada sin discusión previa.
De
este modo la UE convirtió el tema de Turquía en un problema bilateral (Turquía
versus Alemania) sabiendo de que se trata de un problema continental.
Naturalmente, tiene ciertas razones cuando intenta evitar que Turquía caiga en
los brazos de Putin. Pero a la vez no debería callar sobre el hecho de que las
agresiones de Erdogan no son solo contra Alemania y, por lo mismo, hay que
fijar límites. Si no una tarjeta roja, Erdogan merecía, por lo menos, una
amarilla.
No
sería mala idea que los políticos europeos echaran una mirada a la historia
reciente de América Latina. En el subcontinente no pocos gobiernos hundían sus
cabezas en la arena cuando Hugo Chávez comenzaba a cometer las primeras
tropelías anti-democráticas. Hoy tienen a la dictadura militar de Nicolás
Maduro en el poder, y ninguno sabe como sacársela de encima.
Al
final, en Taillin todos quedaron mal parados. Gabriel, porque en contra de sus
convicciones, intentó hacer política electoral sirviendose de un sensible
asunto de la política internacional. Merkel, por no haber desarrollado
conversaciones previas con sus colegas europeos, y la UE, por no haber sido
capaz de mostrar la más mínima solidaridad –Austria fue la excepción- con la
nación que precisamente más la sostiene. Al fin solo hubo un ganador. Ese
ganador se llama Erdogan.
La
Europa de hoy es como el Titanic de ayer: el barco se hunde pero los pasajeros
quieren continuar bailando.