Últimamente
he dedicado a perder mi tiempo gozando los poemas póstumos de Pablo Neruda.
Otro Neruda, como afirma Jorge Edwards: un Neruda si no maduro, reflexivo ante
los ojos de la muerte que lo mira. Un Neruda sin épica ni furor, metafísico,
sin delirios ni espantos, casi filosófico. “El hombre que va hacia la muerte”
(Heidegger) hace más sabio al hombre cuando el hombre sabe que va hacia la
muerte. Pero sobre ese tema escribiré otro día.
El
hecho es que leyendo y tratando de entender al último Neruda, acudí al Neruda
de Larraín, digamos al Neruda del medio, no al joven melancólico de la pensión
de la calle Maruri, pero sí al cuarentón (Luis Gnecco) quien, como tantos,
tocados por la romántica de la guerra civil española, llegó al comunismo, al
peor de todos: al de Stalin.
El
de Chile, quizás valga anotar, era a la vez otro comunismo: un comunismo a la
chilena, es decir, superficial, poco serio. O para ser más justo, a la
latinoamericana. Baste recordar el filme sobre Frida Kahlo, Naturaleza Viva
(dirigida por Paul
Leduc)
en donde nos es presentado al pintor Diego Rivera, secretario general del PC,
profesando con los suyos un comunismo más etílico que el alcohol. El comunismo
de los intelectuales y artistas parisinos no le iba a la zaga. El comunismo, en
fin, no solo fue una ideología de dominación estatal. Tampoco fue solo el medio
que encontraron los sindicatos de trabajadores para adquirir formato político
en algunos países, entre ellos, Chile. Fue también una moda de la burguesía
intelectual de la izquierda occidental.
El
único comunismo serio de ese tiempo era el del Gulag. Pero Chile estaba muy
lejos. En el culo del mundo.
“Tu
país no es serio”, dijo una vez el escritor ruso Ylia Ehremburg a Neruda. Y es
(era) cierto. Los chilenos de entonces, al menos los políticos, usaban gomina y
no eran serios. El comunismo de los comunistas chilenos, sobre todo el de sus
intelectuales (hubo un tiempo en que ser comunista e intelectual eran
sinónimos), no era tomado en serio ni por los comunistas. Más bien se trataba
de cultivar un mito o, si se prefiere, una forma exclusiva (y exclusivista) de
ser. Y así fue cuando Larraín, al comenzar la película hizo enfocar el virtuoso
lente de Sergio Amstrong en una fiesta de intelectuales comunistas con Neruda
disfrazado de Lawrence de Arabia, “chacoteando” con su poema 20; muy a “la
chilena”.
Eran
otros tiempos aquellos. Senadores y diputados discutían a muerte, o hacían como
que lo hacían. Y después en los lavabos la discusión continuaba, o simplemente
hablaban de otras cosas. Larraín no inventó nada al presentarnos esas imágenes
político-urinarias. Muchas decisiones históricas, alianzas, pactos decisivos,
fueron tomados en Chile con la pichula al aire como comentó una vez ese
cronista de la política criolla a quien casi todo Chile escuchaba: Luis
Hernández Párker.
Cierto:
algunos comunistas lo pasaron muy mal en Pisagua. Pero fue un tiempo corto,
solo destinado a cumplir formalmente el dictamen de Truman, quien con su “ni un
paso atrás” trazó una raya –la de la guerra fría- que llegó hasta el polo sur.
Pero no hubo torturas infrahumanas, ni maltratos, ni violaciones, ni asesinatos
a granel. Aunque si seguimos el ritmo de la película de Larraín, todo eso ya
estaba latente.
Genial
idea la de Larraín al hacer aparecer al tenientucho Augusto Pinochet como
custodio de las prisiones de Pisagua. Como diciéndonos: lo del 73 no vino de la
nada. El 73 fue el resultado de un largo proceso de gestación cuartelera. Pero
eso no lo podía saber nadie a fines de los años cuarenta. El senador-poeta
Neruda, tampoco.
La
conversación entre Neruda y el ex presidente liberal-populista de Chile Arturo
Alessandri Palma (Jaime Vadell), sentados ambos a la salida de los lavabos del
Congreso, si no existió, pudo haber sido posible. Eso es al fin lo que importa.
Alessandri podía conversar con un senador comunista.
Un
hijo de Alessandri Palma, Jorge, fue, además, el primer presidente gay de
Chile, y tal vez de Latinoamérica, y quien sabe si del mundo. El mismo quien,
cuando fue presidente, caminaba a pie desde su departamento de la calle
Philips, número 16, con su portadocumentos bajo el brazo, hasta llegar a la
Casa de la Moneda a ejercer su trabajo, como cualquier oficinista.
No,
no idealizo: la de Chile no era una democracia ideal. Aunque a veces, a pesar
de sus horrendas injusticias sociales, parecía serlo. Olaf Palme, el sueco,
también iba a ejercer su trabajo de mandatario, sin custodia; y en bicicleta.
Pero un día lo mataron. Alessandri, Jorge, el chileno, el conservador, el gay. “el paleta”, en cambio,
murió en su cama a diferencia de su padre Arturo, quien, según cuentan las
buenas lenguas, murió en un prostíbulo (el de “la turca Yusuf”, para ser más
preciso.) No sé si era el mismo que frecuentaba Neruda, pero pudo haberlo sido.
Pablo
Larraín se hizo informar. El retrato de fines de los cuarenta es casi perfecto.
Lo sé, lo llevo grabado desde mi primera infancia. Las vestimentas, los
sombreros con cinta, y esos bigotillos afirulados a lo leo marini que le
endilgó al mexicano Gael García, todo eso realizado con la más pulcra
exactitud. Hasta el peinado de Delia del Carril (Mercedes Morán) la mujer de
Neruda, me hizo recordar a una tía que se peinaba igualito. Pero, naturalmente,
Larraín quería avanzar más allá de una presentación documental. El centro de la
película, digamos, su segunda dimensión, reside en la trama. Una trama nada de
chilena; mas bien, universal.
La
trama surge de una relación interpersonal: la del policía perseguidor y el
poeta perseguido. En sí no es novedosa. Desde Crimen y Castigo de
Dostoyevski es y será materia de muchos krimis. La identificación
tortuosa del psicópata con el comisario ha sido llevada hoy por el noruego Jo Nesbø al nivel de la maestría. La encontramos, además, en
diversos filmes. La figura del policía Peluchonneau, hijo no reconocido de un
gran policía fundacional, hace recordar al perseguidor de La Muerte y la
Doncella (nada menos que Ben Kingsley) filmada por Roman Polanski de
acuerdo a la pieza teatral de Ariel Dorfman. La diferencia es que en la
película de Larraín, el perseguido juega con el perseguidor, dejando pistas,
poemas, fragmentos de una novela no escrita. Hasta que llega el momento en el
cual los roles comienzan a invertirse: el perseguidor pasa a ser víctima del
poeta.
Los
diálogos destinados a realizar ese proceso de inversión son méritos literarios
del guionista Guillermo Calderón. La gradualidad de la conversión del
perseguidor en un objeto nerudiano encuentra siempre los tonos adecuados. Como
a lo largo de toda la película, donde la historia se conjuga perfectamente con
su simbología.
La historia: la verdad es que el gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952) necesitaba perseguir a Neruda.
Pero también es cierto que no le convenía apresarlo. La idea era declararlo
prófugo, mas no recluso. ¿Qué habría hecho González Videla con Neruda en
prisión, ante el clamor de todo el mundo democrático exigiendo su libertad? Si
el presidente hubiera querido apresar a Neruda, habría enviado un comando en su
búsqueda y no a un solitario y acomplejado detective. González Videla no quería
hacerse problemas. El era mediocre, pero no era Pinochet.
Así,
el dictum de Marx fue cumplido en Chile exactamente al revés: la historia se
repite: primero como comedia, después como tragedia.
La simbología: el perseguidor es derrotado por la palabra escrita del poeta. El poder de
la palabra, sobre todo si esta palabra es poética, puede derrotar a los
regímenes más arbitrarios, parece decirnos Larraín. Efectivamente, cuando un
campesino asestó el golpe de gracia en la nuca del pobre Peluchonneau, este ya
estaba muerto en vida, derrotado por la palabra del poeta. Naturalmente, algo
así solo puede ocurrir en las películas. En la realidad suele suceder
exactamente lo contrario.
En
cierto modo, Larraín, a través de Neruda, realizó el oculto deseo de cada
artista: el de cambiar la realidad con su arte. Pero –y aquí entramos a otra
dimensión del filme- Neruda estaba lejos de ser un superhombre. Más bien era
todo lo contrario. Neruda, el hombre, el mismo que llegó con sus palabras hasta
las alturas del Machu Pichu, fue mostrado por Larraín con todas sus bajuras.
Humano, demasiado humano, diría Nietzsche.
Para
seguir con Nietzsche: nada de lo que fuera humano era ajeno a Neruda. Hecho
cuya presentación fílmica escandalizó a sus hagiógrafos. No era fiel a sus
mujeres, algo egoísta, pagado de sí mismo, bueno para el trago, comilón,
libidinoso y putero como el que más. En esa presentación del Neruda de carne y
hueso, Larraín fue despiadado, casi cruel. No obstante, Neruda parece solo
confirmar una regla: La de la distancia que existe entre el artista creador y
el hombre que lo cobija. Sobre ese tema se ha escrito mucho.
Hace
algunos días terminé de leer la excelente y detallada biografía sobre Richard
Wagner, escrita por Walter Hansen. Wagner: un pillastre, avaro, chismoso,
conspirador, y para remacharla, antisemita. Su música, definitivamente, no
tiene nada que ver con la persona que fue. En Wagner, como suele ser corriente,
habitaban dos seres: uno muy materialista; otro, profundamente espiritual. Del
mismo modo, si recordamos a Miloš Forman en su película Amadeus,
la distancia entre el músico celestial y el Mozart cotidiano (en la película,
un verdadero retrasado mental) es abismante. Podríamos llenar páginas citando
ejemplos parecidos. No viene al caso. ¿O sí era el caso de Neruda? A primera
vista, sí. Pero para quienes nos hemos ocupado –aunque sea un poco- con la obra
nerudiana, no.
No:
la poesía de Neruda, a diferencias de la música de Mozart o de Wagner, era y es
de este mundo. Por cierto, también es, la suya, una poesía del más allá. Pero
el más allá nerudiano viene siempre del más acá. Ahí reside precisamente la
grandiosidad de su poesía. Lo que en tantos creadores es una escisión,
constituía en Neruda una unidad. Quiero decir, su poesía es metafísica, física
e intrafísica a la vez. Pero dejemos que nos lo explique el mismo poeta. En su
libro póstumo, Elegía (XX) escribió:
Yo, precador de todo régimen
con comedores de regiones remotas
turcomanos, kirghisis, caucásicos pastores,
me determino cantor y carnívoro,
me alborozan los cuerpos y la música.
la alegría profunda del estómago,
la voz de los sonámbulos violines.
A
confesión de parte, relevo de pruebas. Así era Neruda. Así era su poesía.
Radicalmente material y radicalmente espiritual. La poesía de Neruda viene y
vive de este mundo, está en cada cosa, en lo más profundo de la materia, en los
códigos de las aguas, en la concha marina de las hembras, en las algas
prehistóricas y en el pan de cada día, en sus amores elementales y en sus
terribles odios.
Pablo
Neruda fue un prodigio chileno. Pablo Larraín parece que será otro prodigio
chileno. Porque hacer tres películas en un año (El Club, Neruda, Jackie)
y que las tres sean nominadas o premiadas en los más encumbrados festivales del
mundo, no lo hace cualquiera. Debe ser un record mundial.
Quizás
Larraín como Neruda vive la vida cotidiana y el arte al mismo tiempo. Quizás
por eso logró entender tan bien a su personaje. Quizás por eso le habló a
Neruda de tú a tú, de Pablo a Pablo. Quizás por eso le habló de hombre a
hombre, como dijo en la película el cantante de boleros, un gay que besó en la
boca a Neruda cuando este, más borracho que una cuba vivía una escena tan
almodovariana que hizo deshacerse en elogios al propio Almodóvar.
Neruda
era un hombre lleno de amor y vida. Hay una momento, seguramente inventado por
Larraín, que lo retrata de cuerpo entero. Ocurrió en Valparaíso. Neruda, el
fugitivo, incapaz de permanecer en el encierro, salió a vagar por las calles
del puerto. Una joven mendiga se acercó y le pidió dinero. Neruda le dijo: “No
tengo nada que darte”. Y luego, la abrazó, largamente. Después le regaló su
abrigo. Por supuesto, cerca había un fotógrafo y al día siguiente apareció en
todos los diarios.
El
amor en Neruda no era un amor ideológico. El suyo –este es uno de los aspectos
poco estudiados de su poesía- era un amor casi religioso, neo-testamentario,
simple amor al prójimo, o al ser porque simplemente es. Naturalmente, Pablo
Larraín no podía dar cuenta de esa capacidad de amar, pero logró intuirla y, lo
que es mejor todavía, logró transmitir sus intuiciones.
En
fin, una gran película. Creo que eso basta. Por ahora. Lo que sigue es poesía.