Las fiestas de navidad y año nuevo de 2006 fueron más bien
atípicas para la mayoría de los nicaragüenses. La incertidumbre y la zozobra se
podían palpar en el aire.
¿Y ahora qué? Se preguntaba la gente. Era el inicio
obligado de cada conversación, en el taxi, en el autobús, en la escuela, en el
trabajo, y hasta en la iglesia.
Tras una serie de oscuros acuerdos y turbios amarres
entre la clase política nicaragüense, Daniel Ortega se había aupado nuevamente
a la presidencia del país.
El 65% de la población no votó por él porque temía el
retorno del servicio militar, de las largas filas para conseguir los productos
más básicos, de la tarjeta de racionamiento, de la persecución contra los
opositores y de la censura contra la prensa independiente.
No transcurrió mucho tiempo para comprender que los
temores con respecto a la economía no tenían mayor fundamento pero, en lo que
atañe a la parte política, estaban más que justificados.
Al menos en apariencia, el FSLN había dado un vuelco
total en sus postulados económicos, y ahora se decía amigo de la empresa
privada y del libre mercado.
Dejaron de lado la planificación centralizada de la
economía, el afán cooperativizador del socialismo clásico y el espasmo
nacionalizador de las grandes empresas privadas, que tanto daño hicieron a la
economía nacional.
La burguesía criolla ya no era más el enemigo. Después
de todo, la misma cúpula sandinista se afanaba ahora por mezclarse con las
viejas familias que habían detentado el poder desde la época de la colonia.
Como ocurrió primero en China y luego en Vietnam,
enriquecerse ya no era repudiable sino glorioso. La familia Ortega Murillo lo
ha comprendido mejor que nadie y, a la sombra de la ayuda petrolera venezolana,
ha amasado una fortuna, que ya se encuentra entre las mayores de Centroamérica.
Pero no han sido los únicos. Toda la cúpula
empresarial ha sido beneficiada con jugosos contratos para la construcción de
obras públicas o como proveedores de bienes y servicios para las instituciones
del Estado.
Desde entonces el país va de escándalo en escándalo y de
corruptela en corruptela. El más reciente y el más grave, por las consecuencias
que podría tener para miles de ciudadanos, es la práctica quiebra del Seguro
Social, que se mantiene en cuidados intensivos desde hace años.
La supuesta administración del nuevo socialismo
responsable que tanto pregona el oficialismo queda seriamente en entredicho
cuando se sabe que el actual Gobierno recibió un superávit de más de 100
millones de dólares y ahora tiene un déficit que supera los 200 millones.
Pero todo este vilipendio de las arcas públicas parece
quedar eclipsado ante la enorme cortina de humo que el orteguismo ha logrado
levantar para enceguecer a una parte de la población, y digo a una parte,
porque la mayoría de la gente está consciente de lo que pasa, pero no actúa
porque teme el estallido de una nueva conflagración.
La cortina de humo, o el gran espejismo, es una
supuesta prosperidad generalizada, que en realidad solo está alcanzando a una
pequeña parte de la población. Incluso, para los que hemos vivido toda la vida
en Managua, algunas partes de esta caótica aprendiz de ciudad, se nos hacen
irreconocibles.
Nuevos centros de compras, gimnasios, parques,
edificios de oficinas, salas de cine, bares y restaurantes, hospitales y
colegios privados han surgido por montones como hongos después de la lluvia,
pero lo cierto es que menos de la mitad de la población tiene acceso a esas
facilidades.
Para la mayoría, poco o nada ha cambiado su situación
de subsistencia, y sólo ven pasar de largo a los nuevos ricos en sus
relucientes autos.
Este fue precisamente el grito de batalla de esta
revolución desteñida que ha llegado esta semana a su 38 aniversario: acabar con
esas enormes diferencias sociales, que si bien es cierto existían bajo el
somocismo, no eran ni tan grandes ni tan profundas como ahora.
En el aspecto político, 11 años después de su regreso
al poder, el saldo es bastante peor. Ortega y su mujer purgaron a todas las
figuras de la intelectualidad sandinista hasta que no quedara nadie que les
hiciera sombra.
Todos aquellos que, de una u otra manera, cuestionaban
la posible instauración de una nueva dinastía fueron expulsados del partido y
vetados de participar en igualdad de condiciones en una justa electoral, puesto
que todos los resortes institucionales están en manos de una misma familia.
Y aunque por ahora aún sobrevive bajo acoso permanente
una heróica prensa independiente, no hay ninguna garantía de que esto sea
siempre así.
De hecho, en los últimos dos o tres años, Ortega ha
aumentado notablemente su poder, trayendo a la vida real la ficción de House of Cards, al nombrar a su mujer como
vicepresidenta, y al expulsar a los 28 diputados opositores que aún quedaban en
la Asamblea Nacional.
A pesar de que el futuro parece estar escrito en
piedra, lo cierto es que Ortega no las tiene todas consigo. El malestar entre
los ciudadanos de a pie es creciente y palpable.
El Congreso de Estados Unidos está impulsando una ley
(NicaAct) para impedir la concesión de créditos a Nicaragua en todos los
organismos multilaterales, lo que golpearía seriamente las inversiones del
Estado en infraestructuras y, por tanto, el desempeño de la economía nacional.
La otrora generosa ayuda venezolana se ha convertido
en una pesada carga para las arcas públicas. Se estima que este año el Gobierno
de Nicaragua habrá de pagar al menos 200 millones de dólares a Venezuela para
amortizar la plata alegremente recibida en los años pasados.
En el ínterin, el Gobierno no se da por enterado. De
cara a la galería todo es fiesta, jolgorio y francachela. El Foro de Sao Paulo,
que reúne a lo más granado de la fauna izquierdista radical latinoamericana,
estuvo reunido aquí para celebrar y aupar a una revolución que no merece el
nombre, porque en realidad nunca lo fue.
Todas las señas de identidad del somocismo
permanecieron incólumes en el ADN del sandinismo. Sólo se maquilló el discurso
y cambiaron los protagonistas, porque la realidad, esa realidad que golpea a
millones de nicaragüenses que viven sumidos en la pobreza y la desesperanza,
esa nunca cambió.