Homogeneidad
étnica y religiosa. Son dos pilares en los cuales se están sustentando las autócratas y futuros dictadores del
mundo europeo y semieuropeo. Sobre esos pilares actúa un líder supremo,
investido con todos los poderes del Estado, dueño de la prensa escrita y
visual, jefes de todos los ejércitos. Razones que han llevado a no pocos
publicistas a hablar de un nuevo fascismo. Aunque ahora hay que poner el acento
no en el sustantivo fascismo sino en el adjetivo nuevo.
¿Qué
es lo nuevo en esos regímenes?
Lo
nuevo no es tan nuevo: es lo más arcaico, lo más pre-moderno, lo más basal: es
la religión, o mejor dicho, una nueva alianza entre las confesiones, el
nacionalismo étnico y el estado unipersonal. Cristianismo ortodoxo y eslavismo
en la Rusia de Putin, cristianismo católico y etnicidad racial e idiomática en
la Hungría de Orban o en la Polonia de Kaczynski, islamismo y pureza de la
sangre en la Turquía de Erdogan.
¿Quién
iba a pensar que la España de Franco no fue solo un atavismo sino una fuente de
inspiración para las dictaduras europeas del siglo XXl? Pues hoy, en plena
post-modernidad, estamos asistiendo nada menos que al renacimiento de la teoría
del poder absoluto, teoría según la cual el poder no solo proviene del pueblo
sino de Dios.
En
cierta medida, lo que está ocurriendo en los países señalados es una la
reedición invertida del proyecto totalitario del siglo XX, particularmente del
representado por el nazismo y el estalinismo.
Tanto
el uno como el otro han sido definidos como laicos. Pero no es tan cierto. El
laicismo de ambos totalitarismos no tuvo nada que ver con el laicismo de la
Ilustración. Todo lo contrario. Hitler y Stalin intentaron suprimir a la
religión establecida pero solo para sustituirla por una religión ideológica.
Esa
es justamente la diferencia entre los
totalitarimos de ayer y los proyectos totalitarios del presente. Mientras los
primeros intentaron transformar una ideología en religión, los segundos
intentan transformar a la religión en ideología. Por un lado apelan a creencias
anidadas en el pueblo patriarcal y agrario. Por otra, contraen una alianza de
poder con las instituciones religiosas de sus respectivas naciones.
Alianza
poderosa: las peores violaciones a los derechos humanos serán desde ahora
cometidas no en nombre de una ideología o un partido sino que -como sucedió ya
en los genocidios llevados a cabo por Putin en Chechenia y por Erdogan al
pueblo kurdo- en nombre de Dios.
Quien
lo iba a pensar. En las relaciones establecidas entre el poder secular y el
religioso, los gobiernos latinoamericanos han alcanzado un formato más moderno
que el de algunas naciones europeas.
Por
cierto, los dictadores sudamericanos también intentaron convertir a las
ideologías en religiones o usar a las iglesias para fines de poder. El
peronismo fue casi una religión laica, pero terminó disgregado en múltiples
sectas, adversas entre sí. Los Castro, siempre pragmáticos, pactaron con la
Iglesia. Pinochet logró imitar a Franco en casi todo, pero nunca logró integrar
a la Iglesia al poder. Chávez, al no contar con las instituciones
eclesiásticas, estuvo a punto de crear una nueva religión terrenal, pero eso
duró lo que duró su vida.
El
caso del dictador Maduro es más trágico: arruinó a la pagana religión chavista
y logró movilizar en contra suya a todas las confesiones del país. La suya debe
ser una de la pocas dictaduras del mundo sin legitimidad ideológica ni
religiosa. Dios, como se ve, no está con Maduro. De ahí la inmanente brutalidad
de su dictadura. Con excepción de las criminales armas, nada lo justifica en
esta tierra.