El pasado aparece
cuando es narrado.
El pasado –lo saben
psicoanalistas e historiadores- es una construcción hecha en tiempo presente
(en términos exactos, en tiempo gerundio) pero con los ojos puestos hacia el
futuro. El pasado, luego, no es todo lo que ha pasado sino lo que recordamos
del pasado. Y en el recuerdo, como en casi todos los actos de la vida,
interviene el deseo de ser. El pasado, por lo mismo, será siempre alterado por
nuestro deseo de ser en el tiempo y como tal lo narramos. Y cuando no podemos
narrarlo entramos en una de esas habitaciones oscuras del alma, las llamadas
patologías. En tales casos, solo la palabra nos puede salvar (Lacan).
Lo dicho vale tanto
para las unidades individuales como para las públicas o políticas.
Cada unidad
política construye su pasado de acuerdo a lo que quiere o puede ser en el
futuro. En el caso
venezolano –por su dramatismo es el que más preocupa en estos momentos- puede
verse cuan diferentes son las narraciones del pasado en cada una de las
unidades que conforman a la oposición. Tomemos como punto de partida el ejemplo
más visible. El de los chavistas anti-maduristas, o como queramos llamarlos.
Los chavistas
antimaduristas, aunque decirlo sea tautología, son chavistas. Rinden culto al líder muerto, creen que
durante Chávez el pueblo accedió a las nubes del poder, defienden las llamadas
conquistas sociales del periodo y sobre todo piensan que Maduro traicionó al
gran líder. Son anti-maduristas y su propósito es recuperar lo que ellos creen
que es la verdadera esencia del chavismo. En dicha evaluación se conjugan dos
dimensiones: una sincera adhesión al pasado chavista y una búsqueda de
reinserción en el periodo post-Maduro. La narración que ellos realizan del
pasado está pues condicionada por sus visiones de futuro. Por esa misma razón
se protegen de esas partes del pasado que políticamente no les conviene
recordar.
El chavismo
disidente no quiere oír que el madurismo no solo es ruptura sino continuidad con el chavismo. Nunca aceptarán que bajo Chávez tuvo
lugar la militarización de la política, hoy radicalizada por Maduro. O que el
PSUV fue un partido-Estado desde sus orígenes. Ni mucho menos que la catástrofe
económica la provocó el difunto con su legendario “exprópiese”. Y en ningún
caso que el proyecto cubano encerrado en la Constituyente de Maduro fue
fraguado por Chávez cuando ordenó fundar los Concejos Comunales corporativos.
Los chavistas
disidentes, para seguir siendo chavistas, se ven obligados a practicar un
ejercicio de amnesia pública. No tienen otra alternativa. Están condenados a
rehacer sus biografías llevando atado al cuello el pesado fardo del pasado. Si
bajo esas condiciones lograrán sobrevivir políticamente, es una incógnita.
Pero no solo los
chavistas disidentes construyen el pasado a conveniencia. En la oposición
sucede lo mismo. Los
grupos que la conforman, sean los llamados “revolucionarios”, sean los
autonombrados “despolarizados”, sea el
núcleo constitucionalista, todos, cultivan pasados diferentes en aras de
futuros también diferentes.
Los
“revolucionarios” de la oposición comparten con el chavismo un conjunto de
elementos propios a la cultura política venezolana (y latinoamericana). Entre otros, el culto al líder, la
sobrevaloración del acto heroico, la creencia de habitar en el “lado correcto
de la historia” y, sobre todo, la visión de un pueblo redentor siempre
dispuesto a insurgir cuando escucha la voz del líder. Por esas razones, al
igual que los chavistas, mantienen con respecto a la democracia una relación
instrumental. Repudian todo tipo de negociación y diálogo y acusan de
electoralistas a quienes sostienen la validez de la vía constitucional. En
breve, son revolucionarios crónicos. Como tales sueñan con un futuro
apoteósico, con dictadores ejecutados a lo Gadafi o a lo Hussein, con ejércitos
que se rompen en dos partes frente a la irrupción del pueblo y con líderes
pronunciando frases gloriosas desde los balcones del palacio presidencial.
De acuerdo a sus
visiones, los “revolucionarios” han construido un pasado desprovisto de
interrupciones, uno de acuerdo al cual “la “revolución” de 2017 solo sería la
continuación de “la salida” del 2014. Dogma para ellos inalterable. Nada ni
nadie los convencerá de lo contrario.
Uno puede
argumentar hasta el cansancio aduciendo que la opción de “la salida” fue
extemporánea, que fue realizada después de una derrota electoral (elecciones
comunales del 2013), que fue una acción minoritaria y por lo mismo divisionista,
que Maduro no estaba aislado internacionalmente, que la crisis económica no
alcanzaba las dimensiones que hoy alcanza, que dejaban de lado el argumento
constitucional (propusieron incluso ¡una Asamblea Constituyente!). En vano.
Sobre el pasado no se discute, se cree o no se cree.
Justo un día
después del 16/J los “revolucionarios” reaparecieron en contra de los
“traidores” de la MUD, es decir, en contra de los que organizaron la gran
victoria electoral. Son los de la “hora cero”, los “sin retorno”, los que
recitan “transición sin transacción”, los del “todo diálogo es traición a
nuestros muertos”, los del “no a las elecciones”, los de las calles
autotrancadas, los de la política vivida como guerra permanente.
Cuando son
conducidos de acuerdo a fines unitarios, pueden ser personas dispuestas a los
más grandes sacrificios, no cabe duda. Pero cuando son abandonados a su libre
albedrío son capaces de destruir en poco tiempo los más grandes logros
políticos. Henrique Capriles ha llegado incluso a entenderlos: hay que darles
tareas -dijo- para evitar que no caigan en la anarquía de “los dibujitos
libres”.
La presencia de
“los revolucionarios” ha fortalecido dentro de la oposición a una tendencia
opuesta, la formada por los que se autodenominan “despolarizados”. Mal título. Los “despolarizados” son
también un polo: el polo opuesto al polo “revolucionario”. Ambos polos han
logrado, en algunos momentos, polarizar al conjunto opositor en dos frentes
irreconciliables.
La mayoría de
los no-polarizados viene de los tiempos de la política pre-chavista (según los
chavistas, de la cuarta república). Experimentados políticos, abiertos al diálogo, sobre todo cuando tiene
lugar a puertas cerradas, imaginan el futuro como la restauración del antiguo
orden adeco-copeyano. En cualquier país políticamente civilizado serían
políticos normales. El problema es que en Venezuela rige una dictadura, y como
tal, dialogo y negociaciones no se cuentan entre sus virtudes.
Los
“no-polarizados” anteponen el diálogo a cualquier enfrentamiento. Incluso han llegado a boicotear
iniciativas tomadas por el conjunto unitario. Así sucedió durante las jornadas
por el revocatorio. A diferencia de los “revolucionarios” para quienes rige el
fetichismo de la calle, para los “no-polarizados” rige el fetichismo del
diálogo. Por esa razón, mientras los
segundos han desprestigiado al diálogo, los primeros lo han satanizado. Hecho
lamentable: hasta ahora no ha habido ningún proceso de transición que prescinda
de una mesa alrededor de la cual puedan sentarse personas que se odian entre
sí.
Enfrentamientos
sin diálogo llevan a la guerra (o a la locura). Diálogos sin enfrentamientos
conducen al colaboracionismo. Tarea política de la oposición deberá ser la de reivindicar el diálogo
político, pero en sus debidos momentos. Quienes deberán llevar el peso de esa
tarea serán sin duda los miembros del núcleo constitucionalista, tildados por
sus enemigos con el epíteto de electoralistas
La vía electoral
comenzó a cristalizar en las elecciones presidenciales de 2005, durante la candidatura de Manuel
Rosales. La vía constitucional propiamente tal comenzó a tomar forma en el
2007, durante el plebiscito ordenado por Chávez con el objetivo de
eternizar su mandato. Fue la primera derrota de Chávez, lograda por la
oposición y una fracción del chavismo, unidos todos alrededor de una
Constitución liberal- democrática y a la vez chavista. Desde ese momento Chávez
y el chavismo comenzarían a ser confrontados con su propia Constitución hasta
llegar al presente, cuando la oposición ha logrado orientar su política de
acuerdo a cuatro puntos cardinales: constitucional, democrática, electoral y
pacífica. Siguiendo esa orientación, la oposición ha logrado vencer a la
dictadura en tres grandes batallas: la del 2007 en defensa de la Constitución,
la del 2015 en la AN, y la del plebiscito del 16/J del 2017, también en defensa
de la Constitución. Las tres han sido electorales.
La vía
constitucional a la democracia transitada por la oposición llevó a Maduro a
destruir la Constitución chavista para sustituirla por una Asamblea Comunal
Constituyente de tipo corporativo-fascista, muy similar a la que rige en la
Cuba castrista. La consulta popular ha cerrado el paso a la Constituyente
dictatorial. El triple sí del voto fue un claro no a Maduro.
La Constitución
ha llegado a ser el programa de la inmensa mayoría de la ciudadanía. Esas son las razones por las cuales el
sector constitucionalista ha logrado la hegemonía dentro del conjunto opositor.
Su lema es: “dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada”.
Corolario:
En la oposición hay
cuatro franjas: la chavista-antimadurista, la revolucionaria, la de los
no-polarizados y la constitucionalista. Cada una de ellas mantiene una
diferente visión del futuro y por lo mismo diferentes narraciones del pasado.
Sin embargo, entre las cuatro hay puntos convergentes.
En primer lugar,
son anti-dictatoriales. En segundo lugar, son competitivas entre sí, y para
competir necesitan de un campo político, es decir, de una democracia. En tercer
lugar, ninguna por separado puede lograr el fin de la dictadura. Eso significa:
las cuatro están unidas por una comunidad de destino. Al fin y al cabo, cada
vez que han caminado juntas, han obtenido resonantes victorias.
Vista así las
cosas, el Compromiso de Unidad propuesto recientemente por la MUD puede
llegar a ser, bajo algunas condiciones, el punto articulador de diversas
narraciones unidas por un solo destino: la reconstrucción política de la
nación. Sobre ese tema ha comenzado un nuevo debate. Lo abordaremos en una
próxima ocasión.