En
la historia moderna, los llamados a cambiar de Constitución –no confundir con
una reforma constitucional– tienen un carácter fundacional.
Las
asambleas constituyentes suelen ser convocadas solo después de una gran ruptura
histórica o “cambio de régimen”, o cuando una fuerza social nueva se ha hecho
del poder o, sobre todo, cuando una inmensa mayoría exige un cambio histórico
destinado a ser plasmado en la letra constitucional. Ninguna de esas condiciones
se dan en el reciente anuncio del presidente Nicolás Maduro. Todo lo contrario:
su llamado a destruir a la Constitución emerge dentro del marco de las más grandes
movilizaciones sociales y políticas que ha vivido Venezuela, pero dirigidas no
en contra de la Constitución, sino en contra de la presidencia de Maduro, a favor
del respeto de la Constitución de 1999 y, no por último, a favor de la celebración de elecciones según dicta la pauta
constitucional.
No
se trata esta vez, la de Maduro, de una simple violación, una más de las tantas
que ha cometido el régimen a la Constitución nacida en 1999 bajo el
gobierno de Hugo Chávez Frías. Tampoco es una reforma constitucional, como la
que intentó llevar a cabo Chávez durante el 2007. Se trata –dicho directamente-
de una llamado a destruir a toda la Constitución.
La
Constitución, el nombre lo dice, es la Carta Magna que constituye a la nación.
Es el vínculo que une al Estado –no a un gobierno- con la ciudadanía. Por eso
mismo, es más que la suma de sus leyes. Es el sacramento civil que convierte a
una población en pueblo y a un pueblo en ciudadanía.
Dictada
bajo el chavismo, la Constitución vigente, al haber sido aprobada mediante un
acto de soberanía popular, llegó a ser la Constitución de todos los venezolanos.
Es como el himno nacional: pertenece a todos los habitantes del país, sin
distinción de credos, doctrinas e ideologías.
El
llamado artero del presidente a destruir la Constitución de su propio país no
obedece a la lógica de un acto fundacional, ni siquiera al intento de dar forma
jurídica a una revolución que si existió alguna vez, ya murió. Mucho menos
obedece a un clamor o demanda de la ciudadanía, incluyendo a la gente chavista.
El de Maduro no es más que una sucia estratagema destinada a anular
definitivamente a la Asamblea Nacional e impedir las elecciones solo por el
hecho de que las perderá. Es un intento, en fin, para imponer sobre suelo
venezolano el orden político vigente en Cuba, en Siria y en Corea del Norte.
No
se trata de que la Asamblea Constituyente Comunal, o como se llame el
esperpento, sea una monstruosidad legal y política a la vez (su texto, en
verdad, es fascista; y del más puro) Se trata del intento postrero de un
régimen para mantenerse en el poder, sin elecciones, sin legalidad ni
legitimidad, sin vergüenza ni moral. Como sea.
La
correcta línea política de la oposición, al exigir la celebración de elecciones
periódicas, ha llevado al régimen a chocar estrepitosamente con la
Constitución. A la inversa, la oposición se erige, gracias al atentado cometido
por Maduro, como la máxima defensora política de la Constitución Nacional.
Así
se han dado las condiciones para que surja en Venezuela un amplio movimiento
constitucional y constitucionalista a la vez. Uno que trasciende a la propia
oposición. Un movimiento nacional que, naciendo desde los partidos, va más allá
de los partidos. En fin, un movimiento que integre a las instituciones y
organizaciones del país, a mujeres y a hombres, a viejos y a jóvenes, a
religiosos y a laicos, a chavistas y a antichavistas, a civiles y a
uniformados, a todos en defensa de la Constitución de todos.
Sin
intentar vaticinios, puede pensarse que, con su llamado a destruir a la
Constitución Nacional, Maduro, sin darse cuenta, ha firmado el acta de su
propia defunción política.