Los primeros
sondeos ubicaban a Macron en el cuarto o quinto lugar. Dos razones lo llevaron
a situarse en el segundo: la implosión socialista -similar a la que
experimentan todos los partidos socialistas europeos- y los escándalos
financieros del matrimonio Fillon.
El precio que hubo
de pagar el alza de Macron fue muy alto para la tradicional política francesa:
nada menos que el desaparecimiento de su dicotomía político-histórica:
conservadores versus socialistas. A partir de Macron será conformada en la escena
francesa, al igual que en la española, un ménage à quatre. Una parte
grande, pero paria: AN, y tres partes grandes y fuertes: el socialismo
meléncholista, los conservadores (que seguramente sanarán sus heridas) y la
promesa macroniana.
Recién dos semanas
antes de las elecciones, algunas encuestas entrevieron la posibilidad de que
Macron superara a Le Pen. El sorpresivo repunte de los socialistas de Mélenchon
quien, además de proponer reformas sociales y políticas rupturistas (entre
ellas una Asamblea Constituyente (¡!) cuyo modesto propósito era refundar la
república), coincidía con la extrema derecha en su aversión a la clase
política, en su desaforado odio a la UE, y en la admiración profesada a la
autocracia de Putin. El peligro de una Francia encerrada entre dos extremos
hizo que la mayoría de los electores decidiera iniciar una marcha hacia el
centro.
Más allá de sus
innegables virtudes, Macron fue un invento de la política francesa a fin de
defenderse de dos extremismos que amenazaban a la integridad de la nación, a
los valores de la democracia moderna y, no por último, a la unidad europea.
Gracias a Macron ha triunfado la inteligencia y la razón por sobre la rabia, el
desencanto y la anti-política.
Desde el punto de
vista internacional, los grandes derrotados fueron Putin y Trump. El primero,
fiel a su línea orientada a apoyar todo lo que desastibilice a Europa, apostaba
a los dos extremos: Le Pen y Mélenchon. El segundo apostaba a Le Pen con el
propósito de destruir no tanto a la unidad política como a la unidad económica
europea, gran rival de la economía norteamericana, según la extraña
ideología trumpista. Ambos –he estado a punto de escribir, gracias a Dios-
fueron derrotados.
Después de Macron,
Angela Merkel ya no estará tan sola en este mundo. El eje franco-alemán será
más que suficiente para resistir los embates del anti-europeísmo, venga de
donde venga. El mal ejemplo del Brexit no logró al fin desatar a ningún tsunami
anti-europeo.
Marine Le Pen no será
presidente de la república. No podrá serlo mientras sea abanderada no solo de
la ultraderecha, sino también de “la triple fobia” (homofobia, eurofobia y
xenofobia). Su gran, aunque involuntario mérito histórico, reside en una
paradoja: haber obligado a los ciudadanos a cerrar filas en contra de ella y a
favor de los valores de la ilustración nacidos en Francia. En contra de la señora Le Pen, ha aparecido en Francia un
sólido bloque nacional y democrático.
Muy importante y
decisivo fue que Macron y no Le Pen, como se suponía, haya sido el triunfador
de la primera ronda. Gracias a ese triunfo la unidad anti-Le Pen no será la de
una ciudadanía corroída por el miedo, sino el de un nuevo comienzo histórico y
político a la vez. Uno que se yergue hacia el futuro, más allá de izquierdas y
derechas, más allá de toda polarización, más allá de todo extremo.
No es improbable,
por cierto, que algunos votos ultramontanos obtenidos por Fillon en abril vayan
a parar en mayo a las arcas de Le Pen. Tampoco que entre algunos partidarios de
Mélenchon pueda más el odio a Europa y al etablishment que la razón política y
opten por asumir un cómodo abstencionismo en contra de lo que ellos llaman
–como siempre, sin ninguna imaginación- el “neo-liberalismo” de Macron. Sin
embargo, toda lógica indica que Emmanuel Macron será el futuro presidente de
Francia.