No
es para celebrar. Obtener el 51% de los votos en un plebiscito donde movilizó
electoralmente a todos sus ministros, declarando guerra verbal a gobiernos
democráticos, y dividiendo a la nación en dos partes irreconciliables, no es
ganar.
Tampoco
fueron elecciones libres. Todo lo contrario: tuvieron lugar bajo condiciones
determinadas por un estado de excepción, bajo estricta vigilancia militar y en
un ambiente plagado de miedos.
Desde
los días en que fracasó el intento de golpe de estado (Julio de 2016) Erdogan
gobierna por decreto. Ya hay más de 50.000 opositores en las cárceles (en
ningún golpe participa tanta gente). Más de 100.000 funcionarios han sido
despojados de sus cargos. El número de políticos y profesionales, artistas e
intelectuales, solicitando asilo político a los gobiernos de Europa, crece y
crece.
En
nombre de la lucha en contra del golpismo, Erdogan ha dado –antes del
plebiscito- un perfecto golpe de estado. El plebiscito, en consecuencias, no
iba a ser una alternativa entre dos formas de gobierno sino la consagración
institucional de una dictadura de facto. Bajo esas condiciones el dilema frente
al plebiscito era, para Erdogan, ganar o ganar.Y con ese estandarizado y más
que dudoso 51%, el dilema fue resuelto.
Desde
el 16 de abril de 2017 Turquía será regida por un presidente que reúne en sí
todos los poderes, con un parlamento sin voz, con una justicia obsecuente y con
un ejército dispuesto a cumplir servicios pretorianos.
Más
aún: el de Erdogan será un gobierno sometido a una potestad sobrepuesta a la
Constitución. Esa no es otra que la ley religiosa. Después del plebiscitito,
Alá será Dios, Mahoma su profeta y Erdogan, el padre de todos los turcos. Y si
es instaurada la pena de muerte, Erdogán será, además, el dueño de la vida de
cada ciudadano.
La
unidad entre autocracia y teocracia ha comenzado a consumarse sobre esa Turquía
que en un momento pareció avanzar hacia la modernización económica y política,
conducida por el propio Erdogan. Pero hoy Erdogan ha sucumbido frente a las
tentaciones que provienen del poder absoluto. El despotismo que viene del
pasado se impuso sobre la posibilidad democrática que aguardaba en el futuro.
El
dudoso triunfo de Erdogan tendrá para Europa consecuencias aún más desastrosas
que el Brexit. El segundo afecta a la economía y solo muy debilmente a la
política europea. El primero, en cambio, afecta a todo el sistema de defensa
militar continental.
Turquía,
si permanece en la NATO, será un socio poco confiable. Si Erdogan la necesita,
será solo para convertir a Turquía en la principal potencia islámico-asiática
(militar y económica) en contra de las pretensiones ruso-sirias y no para
proteger al mundo occidental de sus enemigos.
Más
grave aún es constatar que después del plebiscito turco, el ideal democrático
ha experimentado un retroceso a nivel internacional. Erdogan ha pasado a
sumarse a la ya larga lista de gobiernos i-liberales (eufemismo que designa a
los gobiernos anti-democráticos). Desde el 16-A Turquía será otra dictadura
más, otra de las tantas que ensombrecen la vida del planeta. Ha nacido la
república de Erdoganistan.
Si
Erdogan logra limar diferencias con la Rusia de Putin mediante un acuerdo en
torno a lo único que los separa, Siria, el peligro que se cierne sobre Europa,
además de político, será geopolítico. Más peligroso aún si se considera que
ambos autócratas poseen fuertes aliados en los países europeos. Putin tiene
detrás de sí a los partidos ultraderechistas y ultraizquierdistas (desde el
Frente Nacional francés hasta el Podemos español) todos anti- UE. Erdogan a
masas de emigrantes islámicos integrados a nivel económico, pero no cultural y
mucho menos políticamente, a la sociedad europea.
Hay
que tener en cuenta, a modo de ejemplo, que Erdogan perdió el plebiscito en
Estambul, pero lo ganó en Alemania, país donde los turcos residentes –la
mayoría desde hace mucho tiempo establecidos- votaron mayoritariamente por el
“sí”, es decir, en contra de la democracia.
El
futuro político europeo se ve mal. Y después que Trump llamó por teléfono a
Erdogan para felicitarlo efusivamente por su “triunfo” plebiscitario, ese futuro
se ve peor.