Hace un año Cuba tuvo una oportunidad irrepetible. El presidente estadounidense Barack Obama llegó a la Isla dispuesto a pasar la página de la confrontación política. El gesto trascendía el escenario diplomático, pero Raúl Castro -temeroso de perder el control- respondió frenando el ritmo de las reformas económicas, elevando los grados del discurso ideológico y de la represión.
A las naciones no se le presentan oportunidades todos los años, ni siquiera todos los siglos. La decisión de atrincherarse y no emprender flexibilizaciones políticas ha sido el gesto más egoísta que ha tenido la Plaza de la Revolución en los últimos tiempos. No haber sabido aprovechar el fin de la beligerancia pública con el vecino del Norte traerá a este país consecuencias duraderas e impredecibles.
Esos efectos no los sufrirá la llamada generación histórica, disminuida por los rigores de la biología y de las deserciones. En lugar de esos generales de verde olivo, quienes pagarán la factura serán aquellos que todavía duermen en cuna o juegan con un trompo en las calles de la Isla. No lo saben, pero en los últimos doce meses un octogenario de pocas miras les escamoteó parte de su futuro.
El despilfarro mayor ha sido no explotar la coyuntura internacional, la algazara sobre las inversiones extranjeras y las expectativas alrededor de Cuba, para dar los primeros pasos hacia un cambio democrático, sin violencia ni caos. A la Casa Blanca no le correspondía impulsar ni provocar tales transformaciones, pero su buen talante era un escenario propicio para que resultaran menos traumáticos.
En lugar de ello, la rosa blanca que Obama extendió a Castro en su histórico discurso del Gran Teatro de La Habana se deshojó entre titubeos y miedos. Ahora, nos toca explicarles a esos cubanos del mañana por qué estuvimos en un punto nodal de nuestra historia y lo malgastamos.
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