Era yo joven e ingenuo, de esos que pensaban que las tragedias solo ocurrían en el cine y la literatura, cuando leí por primera vez Las suplicantes de Esquilo. La obra cuenta la historia de las hijas de Danao, las “Danaides”, que llegan a Grecia huyendo de los hijos de Egipto, quienes pretenden desposarlas en contra de su voluntad. Llegados a la vieja ciudad de Argos, Danao conduce a sus hijas hasta el templo de Zeus, donde se refugian pidiendo ser acogidas como “suplicantes”, como hikétides. Allí, cubren de flores los altares, adornan sus cabezas con ínfulas de lana blanca (señal de los que vienen en busca de refugio) y efectúan los ritos invocando al padre de los dioses para que las ampare. Pronto aparece en escena Pelasgo, el mítico rey de los argivos. Danao le cuenta la triste historia de sus hijas: que prefirieron el exilio a casarse con los hijos de Egipto, a quienes no aman, y que ahora llegan a tierra argiva buscando refugio y suplicando que las proteja de los egipcios y que no las entregue, cuando sin duda lleguen a buscarlas. “Tú eres la ciudad, tú eres el pueblo, tú eres un jefe venerable. Gobiernas este país con tu única voluntad y sentado en tu trono resuelves cualquier cosa”, le implora. Pelasgo, prudente, responde: “Yo no puedo garantizar promesa alguna antes de haber consultado a toda la ciudad”.
Pelasgo se ve inmerso en lo que Albin Leski llamó “una situación trágica”: si acoge a las Danaides ocasionará sin duda una guerra contra los egipcios, pero si no las acoge se atraerá nada menos que la ira de Zeus. Por eso decide consultar a la ciudad, que vota unánimemente acogerlas. Los términos no pueden ser más generosos, como cuentan ellas mismas: “que libres habitemos esta tierra con el derecho humano del asilo; que nadie, ni ciudadano ni extranjero, pueda convertirnos en esclavas y que todos nos ayuden si una vez sufriéramos violencia”. La obra termina con un canto de gratitud por parte de las doncellas a los argivos por haberlas salvado, y especialmente a Zeus, que las alejó de un odioso desposorio y que, por esta vez, “otorgó el triunfo a las mujeres”.
No será el único lugar de la escena ateniense donde se ventile el grave asunto del exilio y el asilo. También en otras obras de Esquilo, el más antiguo de los trágicos. El Prometeo encadenado cuenta la historia del titán confinado a las lejanas montañas del Cáucaso, donde sufrirá un espantoso castigo por haber robado el fuego a Zeus para darlo a los hombres. En Los siete contra Tebas se cuenta lo que pasó con los dos hijos (y hermanos) de Edipo, Eteocles y Polinices. Habiéndose desterrado Edipo por su propia maldición, ambos deciden alternarse cada año en el trono de la ciudad. El primero en ocuparlo es Eteocles, pero éste, una vez en el poder, decide desterrar a su hermano. Entonces Polinices busca apoyos e invade la ciudad, lo que ocasiona una guerra fratricida. Finalmente, Eteocles y Polinices se enfrentan y dan muerte el uno al otro. “¡Ay, ay, infelices, se han herido en el pecho dos que han nacido del mismo vientre!”, se lamenta el coro de las mujeres tebanas.
A su vez, el exilio y muerte del padre de estos dos desgraciados fue contado por Sófocles en su Edipo en Colono. Edipo, al saber el doble crimen que ha cometido, haber matado a su padre y haberse casado con su madre, se saca los ojos y huye de Tebas, iniciando un doloroso destierro. Ciego y apátrida, llega sin saberlo a la aldea de Colono, muy cerca de Atenas. Allí se encuentra con Teseo, rey mítico de los atenienses, quien lo reconoce. “Yo mismo, como tú, fui educado en el destierro, de modo que a nadie que sea extranjero, como tú ahora, dejaría de ayudar a salvarse”, le dice. Entonces concede a Edipo el carácter de “suplicante” y lo acoge en su tierra. Edipo, por su parte, sabe que su muerte está cerca. Agradecido, promete a Teseo que, mientras su tumba esté en Atenas, los dioses depararán fortuna a la ciudad.
Que Atenas se preciaba de ser una ciudad acogedora con los refugiados lo había dicho ya Pericles en su célebre discurso, pronunciado, según los estudiosos, poco antes que se estrenara el Edipo en Colono. Allí, dice Tucídides, Pericles declara su orgullo de pertenecer a una “ciudad abierta”, “la única en socorrer a todos sin reparos”. Tampoco fue la literatura griega la única en recoger el drama del exilio en la antigüedad. En la Biblia, el Salmo 137, Ad flumina Babylonis, cuenta las cuitas del pueblo de Israel desterrado en Babilonia: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos al acordarnos de Sión (…) Allí, los que nos deportaron nos pedían cánticos (...) ¿Cómo cantaremos cantos del Señor en tierra ajena?”
En todo caso, para los efectos de nuestro imaginario político, las primeras representaciones del exilio y el asilo nacen de la mano del mito y la tragedia griega. Exilio y acogida hunden en el mito y el teatro los orígenes de una realidad hoy demasiado cercana.