No pasa un día sin
que Recep Tayyip Erdogan no profiera insultos en contra de Alemania y Angela
Merkel. A primera vista ha perdido la cordura. Puede ser. El poder corrompe,
dijo una vez Montesquieu. Pero, además, cuando es ilimitado, enloquece.
La cordura está
basada en la limitación que nos imponen las leyes y las normas. Más allá no nos
limita nada. La deslimitación, a su vez, es uno de los rasgos de la condición
patológica. Vale también para Erdogan. Pero eso no significa que Erdogan actue
sin plan. Efectivamente, no podemos separar los insultos de Erdogan de sus
objetivos.Y esos objetivos quiere verlos Erdogan cristalizados en el plebiscito
que tendrá lugar en Turquía en el mes de abril. Allí se decidirá si el régimen
sera presidencialista (erdoganista) o parlamentario y para lograr ese objetivo,
Erdogan necesita urgentemente de la presencia de un enemigo externo a fin de
aparecer en el plebiscito como el impacable defensor de la nación.
El pretexto lo
encontró Erdogan en la decisión de Alemania y Holanda para impedir que el
autócrata convirtiera a esos países en espacios de agitación electoral en su
campaña plebiscitaria. Alemania, después de que el periodista alemán-turco
Deniz Yücel fuera condenado a prisión,
no podía brindar su territorio a los ministros de Erdogan. Holanda, en medio de
elecciones decisivas, tampoco podía aceptar la intervención política del
erdoganismo. Esas razones bastaron para que Erdogan decidiera que de ahora en
adelante los gobiernos de Holanda y de Alemania son fascistas.
Erdogan conoce bien
la eficacia del término. Calificar de fascista -más todavía si el destinatario del insulto es el gobierno alemán- significa trazar una línea de
enemistad total (con los fascistas no se dialoga, solo se les combate). Pero él
va más allá. Los insultos a Angela Merkel forman parte de un cálculo tanto a
corto como a largo plazo.
De acuerdo al corto
plazo, Erdogan dirige un mensaje a las masas que más interesa ganar en el
plebiscito. Ese mensaje dice, mirad turcos. Yo os puedo demostrar que Turquía
no se deja impresionar por la cultura ni por la economía europea.
De más está decir,
ese mensaje no está dirigido los ciudadanos de Ankara y Estambul. Erdogan busca
el apoyo de las masas empobrecidas, sobre todo en las tres Anatolias, de donde
provienen los mayores contingentes migratorios hacia Europa.
En un plazo más
largo, si vence en el plebiscito, Erdogan intentará convertirse en líder de los
pueblos islámicos. Eso pasa, por cierto, por una ruptura con la UE. En gran
medida esa ruptura ya ha sido consumada en el plano político. A la separación
política podría suceder la separación militar: el deslinde de Turquía de la
NATO. Esa segunda ruptura no será, sin
embargo, muy fácil.
Si prescinde de la
NATO no solo no podrá Turquía contar con el el apoyo europeo frente a eventuales
conflictos con otras potencias islámicas (Siria, Irán, Arabia Saudita). Además,
arrojará al país a los brazos de Putin. Pero hasta un político disparatado como
Erdogan sabe que la alianza que hoy mantiene con Rusia es circunstancial y
limitada. Los intereses de ambos gobiernos -más allá del antieuropeísmo que
profesan- son en muchos puntos contrapuestos y, tarde o temprano, como ha
sucedido en el pasado, chocarán entre sí.
En otras palabras:
si Europa necesita de Turquía en la NATO, Turquía también necesita de la NATO.
Puede ser esa la razón por la cual Merkel no se deja provocar por los insultos
de Erdogan. Eso, sin duda, es lo que mas lo exaspera.
Tal vez algún día
Turquía regresará a Europa. Pero para eso será necesario que Europa exista, no solo
económica sino, sobre todo, política y militarmente. Nadie, mucho menos
Erdogan, quiere sellar su destino apoyado por estructuras internacionales
débiles. Pero ese ya es otro tema.