Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido
notificado por medio de una cédula judicial que debe pagar 800 mil dólares en
un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos
vecinos hace tiempo.
Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la
tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de
mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que
sepan que por su puerta entraron un día Günther Grass, Graham Greene, García
Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.
Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años,
desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempos necesita una mano de
pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la
sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname,
hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las
cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos,
en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de
ingreso.
Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra
mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo
encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la
primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y
la pobreza lo acompaña.
Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores
oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo
todo, encontraran muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los
estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de
quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le
tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.
Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de
Gethsemani, Ky:
Es la hora en que brillan las luces
de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra…
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra…
Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la
sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como
a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a
ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante inventado por
el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La
pretensión es dejarlo en la calle.
No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene
para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran
sus libros. Tulita mi mujer estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la
vamos a pasar, conversando.
Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque
serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también,
un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida
esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.