Las dos noticias
llegaron el mismo día. La primera fue la despenalización de la violencia
familiar en Rusia. La segunda, la inhabilitación del popular candidato opositor
Alexei Navalny. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Aparentemente nada. Sin
embargo, Putin nos ha enseñado a ser suspicaces.
Si miramos
atentamente la despenalización de la violencia familiar y la violencia ejercida
en contra de un opositor, acusado de una muy dudosa corrupción, veremos que
ambos hechos comparten una misma lógica de poder.
Veamos la primera
noticia. La disposición legal aunque grotesca es interesante. Las palizas
dentro del ámbito familiar solo serán materia penal en caso de lesiones
visibles, por ejemplo quebraduras. Moretones no bastan; dolores, tampoco. Más
aún: para ser culpado, un agresor tiene que haber cometido delito de agresión
dos veces al año. De modo que a cada ciudadano le está permitido destrozar cualquier miembro físico de su cónyuge una vez al año.
La nueva ley fue
iniciativa de Putin. En una conferencia de prensa del año 2016, el mandatario
se quejó de la descarada injerencia de la Justicia en las familias. Ahí
comenzamos a entender. La despenalización de la violencia familiar tiene que ver con la
reducción de las atribuciones del poder judicial. Uno de sus objetivos es
traspasar más competencias al ejecutivo. Pero hay más. Veamos:
¿Quiénes son los
favorecidos con la nueva ley? Por supuesto, los “jefes” de familia. Los casos
de agresión física ejercida por mujeres en contra de hombres son en Rusia, como
en todas partes, minoría. Rusia ocupa en materia de violencia familiar uno de
los primeros lugares en el mundo. Todos los años son asesinadas entre 12.000 y
14.000 mujeres dentro de sus casas. El 40% de los crímenes violentos son
cometidos en el dulce hogar. Lo que necesitaba Rusia, a toda vista, era un
aumento de la competencia judicial sobre las familias. En cambio, Putin
dictaminó en dirección contraria: a favor de la despenalización de la violencia
familiar.
¿Quiénes, aparte de
la mayoría de los maridos rusos, aplaudieron la despenalización? La respuesta
es obvia: las autoridades de la iglesia ortodoxa rusa: una de las más conservadoras del mundo. La
despenalización de la violencia se suma así a la penalización del aborto y a la
discriminación de los homosexuales en todos los ámbitos de la vida.
Las convicciones de
la Iglesia ortodoxa en materia de sexualidad no se diferencian de las de otras
religiones del mundo, todas más preocupadas de los genitales que de las almas. La particularidad rusa es que el cristianismo ortodoxo es
el brazo ideológico de la dominación putinista del mismo modo como la doctrina
marxista leninista lo fue de la dominación comunista. El de Rusia ya no es un
estado secular. Desde los zares la iglesia ortodoxa no había gozado de tanto
poder como bajo Putin.
Ateo convencido
ayer, Putin es hoy un fervoroso creyente. El mismo Benedicto XVl -cuenta en su
última entrevista – quedó impresionado de la devoción con la cual el autócrata
besaba la cruz. Putin, evidentemente, quiere hacer creer que su llegada al
poder es un mandato divino. Lo cierto es que entre la dominación putinista y la
iglesia ortodoxa rige una comunidad de destino.
Tanto Putin como la
ortodoxia están interesados en la reinstauación del orden patriarcal cuestionado
por ideas foráneas provenientes de una “Europa enferma y decadente” y, sobre
todo, liberal. A través de los patriarcas familiares, Putin y la Iglesia buscan ejercer dominación sobre toda la sociedad. Así como el ideal
eclesiástico es convertir a cada padre de familia en un sacerdote dentro del
hogar, el de Putin es hacer de cada marido un agente del estado. Tanto en uno
como en otro caso desaparecen las fronteras que separan al mundo público del
privado.
La violación de las
fronteras entre lo privado y lo público es la principal característica de todo
sistema totalitario.
El Estado, de
acuerdo a la lógica de Putin, no puede reposar sobre familias infectadas por el
virus del feminismo occidental. Entre Estado y familia no debe haber
contradicciones. El patriarcado político de Putin debe ser complementado con el
micropatriacado ejercido al interior de cada hogar. Así se cumple una de las
premisas de Foucault. El macro-poder para que exista debe estar sustentado en
el micro-poder. Y en la familia, sin duda, es ejercido el micro-poder por
excelencia.
Así como Putin es
dueño del cuerpo de los ciudadanos, el esposo, convertido en un micro-Putin,
debe ser el dueño de los cuerpos de su esposa y de sus hijos. De este modo
Putin no solo se apodera de los tres poderes del estado. A través de sus
instrumentos de represión se hace, además, dueño del poder físico, junto a la
Iglesia del poder meta-físico y gracias a los “jefes de hogar”, del poder
micro-físico.
¿Y que tiene que
ver todo esto con la inhabilitación política de Alexis Navalny?
Mucho; o todo.
Navalny es un político pro-occidental en el exacto sentido del término.
Egresado de Yale, es admirador de la sociedad liberal y de sus tradiciones.
Como muchos intelectuales y algunos políticos, Navalny está convencido de que
el futuro de Rusia solo está garantizado dentro y no fuera de Europa. Ese
“dentro” supone la introducción de los usos democráticos que provienen de la
Ilustración y de la consecuente secularización. Si a ello agregamos su
innegable carisma personal, su simpatía y la recepción positiva que venía
obteniendo entre los sectores más cultos del país, sobre todo entre mujeres y
homosexuales, cabe imaginar que, para Putin, Navalny era un enemigo mortal.
La acusación de
corrupción y los cinco años de prisión que le esperan, bastan para borrar a
Navalny del escenario político. Pero en su tragedia tuvo quizás suerte.
Todavía no ha aparecido muerto cerca del Kremlin, como ocurrió en 2015 al líder
democrático anti-Putin, Boris Netsov.
La violencia familiar
ha sido despenalizada y la política ha sido criminalizada en Rusia. Los dos
acontecimientos tuvieron lugar el mismo día 8. de Febrero de 2016.
Aparentemente no tienen nada que ver uno con otro, aunque todos sepamos que
solo son las dos caras de una misma moneda.
Esa moneda es el
precio del asalto a los valores de la Europa moderna. Los mismos valores que
combaten los caballos de Troya del putinismo en los países de Europa
Occidental. Marine Le Pen a la cabeza.