Después de las
irresponsables declaraciones de Trump durante el periodo electoral (“La OTAN
está obsoleta”) Vladimir Putin la dio por muerta. Pero durante la Conferencia
de Seguridad en Múnich (iniciada el 17. 02. 2017) tuvo que comprobar que sigue
tan viva como antes. El discurso del vicepresidente norteamericano Mike Pence
reveló –para citar a las palabras atribuidas a José Zorrilla en su Don
Juan- que “los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”. Pence habló,
para que no hubieran dudas, no a título personal, sino transmitiendo un mensaje
del ausente-omnipresente: Donald Trump.
Dijo Pence:
“USA cumplirá de modo inconmovible sus obligaciones con respecto a la alianza
atlántica”. Un balde de agua fría sobre las aspiraciones putinistas. Más
todavía: en continuidad, no con las palabras electorales de Trump sino
con la política internacional del ex presidente Obama, Pence, hablando siempre
en nombre de “su presidente” -quien, además, días atrás se había pronunciado
por la devolución de Crimea a Ucrania- exigió que los acuerdos de Minsk,
violados por Putin, recuperaran su vigencia. En otras palabras, mientras Putin
no cumpla esos acuerdos serán mantenidas las (inútiles pero simbólicas)
sanciones comerciales a Rusia.
En mal momento
sorprendieron a Putin las declaraciones de Pence. La guerra en Donbáss
(regiones orientales de Donetsk y Lugancs) ha aumentado en extensión e
intensidad. Y en Europa occidental si bien el caballo de Troya holandés de
Putin, el fascista Geert Wilders, mantiene su popularidad, en Francia, el
triunfo de la favorita del Kremlim, la ultraderechista Marine Le Pen, se ve
amenazado seriamente por el auge de la candidatura de centro de Emmanuel Macron.
El inesperado
y brusco cambio de Donald Trump parece haber descolocado a Putin. El viraje
hacia el i-liberalismo ideológico (Orban dixit) no ocurrirá, o por lo menos no
tan pronto como había imaginado el autócrata ruso. La alianza atlántica es
mucho más que una alianza militar subrayó Angela Merkel en su discurso de
Múnich. Y esa alianza se mantiene vigente en todas sus letras, corroboró Pence.
Después de
sendos discursos, Merkel y Pence se encerraron durante largos momentos para
conversar a solas. Nadie con excepción de Dios sabe lo que hablaron.
Pero por lo
menos Putin ya sabe algo importante: Donald Trump no será para él nunca el
aliado de confianza por el cual apostó con todo durante el periodo electoral.
Los gobernantes europeos saben también que Trump no es un incondicional de Europa.
En ese contexto se explican las duras palabras de la ministra de defensa
alemana, Ursula von der Leyen, dirigidas directamente a Trump: “EE UU, no puede
mantener una posición equidistante” (entre Rusia y Europa, por supuesto). En
otros términos, si el destino de Europa depende de los EE UU, el de los EE UU,
para von der Leyen, depende de Europa. Y no solo porque ambas unidades
geopolíticas son depositarias de los mismos valores históricos sino porque –lo
dijo claramente von der Leyen- tienen los mismos enemigos.
Ambas, Merkel
y von der Leyen, muy inteligentes, parecen haber tomado el pulso tanto a Putin
como a Trump. Por de pronto han advertido que al primero hay que mostrar cada
cierto tiempo los dientes pues no entiende otro lenguaje. Con el segundo es más
complicado. En poco tiempo Trump ha demostrado que su concepción de la política
se deja regir por un criterio estrictamente darwinista. Como el mismo escribió
en su libro The way to sucess, con los poderosos hay que unirse y a los
débiles hay que despreciarlos.
Merkel y von
der Leyen decidieron entonces mostrar decisión y poderío. Ambas accedieron al
legítimo reclamo norteamericano (lo venía planteando Obama con insistencia) con
respecto al débil aporte de las naciones europeas a la OTAN. Pero Merkel, con
clase, agregó que el tema iba más allá de esas “pequeñeces”. Si von der Leyen,
haciendo de “policía malo” había declarado que la política de Putin es un
peligro para Europa y advertido a Trump que no intente jugar de modo
unilateral, Merkel, haciendo de “policía bueno”, elaboró un listado de los
puntos donde debe ser intensificada la cooperación entre los EE UU y Europa:
terrorismo islamista, guerras civiles asimétricas (leáse Putin en Siria), cambio
climático, entre otros.
Quedó así
demostrado que las posiciones de Trump no son solo dependientes de sus juegos
tuiteros sino tambien de una constelación internacional de fuerzas, de la
solidez de las instituciones norteamericanas y no por último, de las
discusiones al interior de su partido donde voces razonables como las de John
McCain siguen siendo escuchadas.
La nota
disonante de la Conferencia de Múnich, aparte del airado y esperado
desconcierto del ministro del exterior de Rusia, Sergéi Lavrov, la proporcionó
el ministro del exterior alemán Sigmar Gabriel. Fiel a la pequeñez política que
lo caracteriza, Gabriel se manifestó en contra del aporte del 2% del ingreso
nacional bruto de Alemania a la OTAN. Afortunadamente sus opiniones,
oportunistas y electoreras, tienen poco peso, aún dentro de la socialdemocracia,
su partido.
Lavrov por su
parte solo atinó a recitar la muy conocida doctrina Putin con respecto a la
OTAN. La OTAN es para Putin una institución de la Guerra Fría y por lo mismo
debe ser disuelta. Merkel, en cambio, dejó muy claro que la OTAN es el
instrumento militar de una alianza atlántica cuyos valores políticos y
culturales son compartidos por las naciones que la conforman -con algunas
excepciones como la Turquía de Erdogan- y hecha para defender a Europa de sus
amenazas internacionales. Que esas amenazas provienen del mismo país desde
donde venían durante la Guerra Fría, lo dejó en claro el propio vicepresidente
de los EE UU.
La Guerra
Fría, efectivamente, ya no existe. Pero las tensiones que la causaron siguen
presentes.
Europa, y con
ella las tradiciones y valores que representa, está amenazada desde distintos
frentes. Así lo especificó el discurso de Angela Merkel. El Brexit, pasando por
las neo-autocracias confesionales aparecidas en algunos países del ex- mundo
comunista y en la Turquía de Erdogan, los nacionalismos fóbicos y los
neo-fascismos, la persistencia del terrorismo islamista, el éxodo de millones
de refugiados de guerra provenientes del mundo islámico, y no por último, los
apetitos expansionistas de la autocracia rusa, son hechos más que evidentes.
Si EE UU
hubiera retirado sus tropas de la OTAN como anunció el disparatado Trump
durante las elecciones, ya estaríamos entrando a ese fatídico mundo
post-occidental (leáse post-democrático), objetivo distópico proclamado por
Putin. Por el momento Trump ha debido retractarse. Pero la imagen de un
presidente que no sigue una línea política y cambia de opiniones como un
camaleón -y no precisamente sobre el color de su corbata sino sobre temas de los cuales depende la suerte de todo
el mundo- no deja de provocar desconcierto, angustias e inquietudes entre sus
aliados occidentales.
Lamentablemente
no hay otra alternativa. Trump es y será por un buen tiempo presidente de los
EE UU. Hasta ahora, sin embargo, ha jugado, quizás en contra de su voluntad, un
papel positivo. Su imprevisibilidad y las dificultades para contar con él, han
terminado por unir a los gobiernos europeos frente a los peligros que se
avecinan. Ya era hora.