Frauke Petri, líder
de Alternativa por Alemania (DfU) -el partido ultraderechista según los
periodistas, populista según los sociólogos, fascista según quienes nombramos a
las cosas por su nombre- se encuentra de visita en Rusia.
En Rusia, Petri
–con quien ningún político quiere fotografiarse en Alemania- ha recibido
honores reservados solo a los más altos dignatarios. Hasta el momento se ha
entrevistado con diversos personeros de estado, entre ellos el Presidente de la
Duma (Parlamento) y estrecho colaborador de Putin, Vyacheslav Volodin, y Vladimir Zhirinovsky, rabioso antisemita y presidente del partido “Democrático Liberal”
ruso.
La visita de Petri
a Moscú no es sorpresa. No ha hecho más que seguir los pasos de Marine Le Pen,
asidua visitante del Kremlin (y de la Torre Trump) columnista del periódico oficialista Russia
Today, declarada defensora de la política internacional rusa y admiradora
efusiva del hipernacionalismo anti-europeo proclamado por el presidente Trump
durante su campaña electoral.
Ni Petri ni Le Pen
son la excepción. Prácticamente todos los partidos racistas de Europa son
fervientes partidarios de Vladimir Putin de quien reciben –informan los
periódicos- apoyo monetario para las campañas electorales que libran en sus
respectivos países. Marine Le Pen a la vanguardia.
La hábil Le Pen ha
sabido retribuir los honores de Putin. En reciente entrevista al periódico ruso
Izvestia, prometió que si llega a la presidencia bregará por el levantamiento
de las sanciones a Rusia. Y luego pronunció palabras que deben haber sido
bombones para Putin: “Crimea pertenece a Rusia”. Que esas mismas palabras
violen el espíritu y la letra de las resoluciones de Minsk firmadas por el
propio gobierno ruso, la tiene sin cuidado.
Definitivamente: el
FN y la AfD son los partidos de Putin en Francia y Alemania del mismo modo como
en un pasado no muy lejano los comunistas europeos llegaron a ser los partidos
políticos de la URSS en sus respectivos países.
Vladimir Putin
sigue así, bajo otras formas, una de las líneas centrales del estalinismo. Ha
sabido construir sus caballos de Troya al interior de las naciones europeas. La
diferencia –puede que no sea gravitante- es que mientras los caballos del
estalinismo eran comunistas, los del putinismo son fascistas (o para ser más
precisos: neo-fascistas).
Entre el
internacionalismo de los comunistas y el de los neo-fascistas es imposible hacer analogías (todas las analogías son
falsas) pero sí –y eso es diferente- es posible hacer paralelos. Y bien, los
paralelos entre Stalin y Putin son más que evidentes.
Putin, igual que
ayer Stalin, practica una política colonial con las repúblicas vecinas,
establece relaciones de clientela con las dictaduras del mundo islámico
(Turquía, Siria e Irán), extiende amenazas hacia Ucrania, y si los europeos se
dejan estar, pronto lo hará hacia los países bálticos y Polonia. Con diversos
gobiernos del mundo ha configurado alianza políticas. En Europa ya las mantiene
con Hungría. Incluso Latinoamérica no es ajena a sus visiones. De hecho cuenta
allí con dos aliados incondicionales: las dictaduras de Castro en Cuba y la de
Maduro en Venezuela.
El imperialismo de
Putin –es la diferencia con el imperio chino de nuestros días- no es en primera
línea económico. Lo que une a Putin con las naciones que controla, o donde
ejerce influencia, es una relación ideológica: el desprecio por la democracia
occidental. Esa ideología tampoco se
diferencia de la del imperio
estalinista.
Putin hoy
como Stalin ayer, es un declarado enemigo de la “sociedad abierta” y por lo mismo de los valores
políticos que representa la Europa moderna. En cierto modo, como destacara una
vez Rudi Dutschke, Stalin era el representante de un “asiatismo despótico” practicado en
nombre del marxismo. Algo parecido ocurre con Putin.
Los ideales que hoy
acaricia el ex marxista Putin son los de la Madre Rusia, los de la
ultraconservadora confesión ortodoxa, los del familiarismo patriarcal, los de
la homofobia, los de la eurofobia y los de la xenofobia. Putin es así fiel al anti-occidentalismo
zarista y comunista. Su utopía, en lugar del comunismo, es la del por él
llamado, "mundo post-occidental". Su modelo político reside en la fusión de un
solo líder con el estado y con la nación. Son esos –quizás está de más decirlo-
los mismos ideales de los neo-fascistas europeos. Esa es la razón por la cual
los mal llamados nacionalistas son - aunque parezca paradoja- muy
internacionalistas entre sí. En todo caso mucho más que los defensores de la
Europa moderna. Han fundado en la práctica una quinta internacional: esa es la
internacional de los fachos.
Stalin por cierto,
agitó la lucha de clases, las del proletariado en contra de “la burguesía”. En
eso tampoco se diferencian demasiado putinistas y estalinistas. En efecto, en
todos los movimientos neo-fascistas (o putinistas) encontramos dos constantes.
La primera: lucha de clases hacia abajo: odio hacia los extranjeros pobres. La
segunda: lucha de clases hacia arriba: odio a las “elites” políticas (“la
progresía” en lugar de “la burguesía)
Los neo-fascistas
se han convertido en todos los lugares donde existen, en el partido de los
resentidos y miedosos sociales. Los extranjeros pobres son para ellos el objeto
elegido de un odio que en el fondo es hacia ellos mismos. Los partidos
neo-fascistas son sus portavoces. La Rusia de Putin es, como ayer la URSS, la
patria de la revolución, pero esta vez, no del proletariado, sino del populacho
enardecido, en fin, de la revolución anti-política de las masas inorgánicas
articuladas bajo gobiernos autocráticos y partidos racistas.
Frauke Petri, líder
de los neo-fascistas alemanes, se encuentra en Moscú. La noticia apareció con
letras muy pequeñas en los periódicos, como si la dama
hubiera ido de vacaciones a Las Baleares. En lugar de enfrentar a una mujer que
en nombre del nacionalismo más extremo viaja a recibir instrucciones (y con
toda seguridad, dinero) de un estado enemigo de la democracia
occidental, los medios y los políticos intentan minimizar el hecho. Grave
error.
Quizás cuando los
políticos europeos entiendan que a la democracia no solo hay que vivirla sino,
además, defenderla, será demasiado tarde. Ayer EE UU tuvo que proteger a
Europa. Pero de los EE UU de Trump lo más que pueden esperar los europeos son
negocios. Y tal vez, para el estrafalario presidente, Europa ya no es un buen
negocio.