Nota del autor: el
presente artículo es una versión revisada y corregida de un ensayo anterior
publicado en POLIS bajo el título "Destituir y Constituir"
Una de las dificultades para entender a un pueblo como algo “no hecho” sino como algo que “se hace” reside en la identificación, las más de las veces retórica, entre pueblo y nación. Más grande es la dificultad si se toma en cuenta que desde el punto de vista de la nación el pueblo está formado por todos los con-nacionales y en su expresión jurídica estatal, por todos los con-ciudadanos. Luego, si la nación es indivisible, el pueblo también lo sería.
Ese criterio de
pueblo-nación no puede, sin embargo, ser asumido por ninguna teoría política
moderna. La razón es que la política actúa siempre sobre un campo divisible
poblado de conflictos y antagonismos. Sin divisibilidad no hay política. Por lo
mismo, el pueblo en política es, y debe ser –a diferencia del pueblo-nación- un
pueblo dividido. Usando un ejemplo extremo se puede decir que el pueblo de los
fascistas no puede ser el mismo que el pueblo de los demócratas, ni al revés
tampoco.
En términos no políticos,
el pueblo político al ser confundido con los conceptos de nacionalidad,
ciudadanía, etnia e incluso raza, opera en el imaginario colectivo como un
pueblo fundador, es decir, como un pueblo histórico. En cambio, desde la
perspectiva del pensamiento político, el pueblo histórico no existe como tal y
en su lugar aparece un pueblo en su historia, historia que al ser historia va
mutando de modo incesante. Podríamos decir, por lo tanto, que el pueblo
no-político es un pueblo estático y el pueblo político es un pueblo activo, en
constante transformación. En breve: “un pueblo que se hace pueblo”.
La noción de un pueblo
que se hace puede ser ejemplificada a partir de un estudio realizado por
Sigmund Freud relativo al momento de fundación del pueblo judío durante el
largo periodo del Éxodo. En los tres ensayos contenidos en su última obra “Moisés
y la religión monoteísta” (1934-1938) – dejando de lado especulaciones
relativas a la nacionalidad de Moisés, según Freud un noble egipcio
peteneciente a la corte del faraón monoteísta Akenaton, derrocado por el
“partido politeísta”– la idea freudiana es que no fue el pueblo judío el que
realizó el “éxodo” sino el “éxodo” hizo posible al pueblo judío. Tesis que
encuentra ciertos fundamentos en la propia narración bíblica. Pues a través del
largo viaje, los emigrantes pre-judíos fueron creando reglamentos
(mandamientos), estructuras, jerarquías e instituciones que le permitieron
constituirse como pueblo antes de ser nación.
En cierto sentido –eso no
lo dice Freud pero es deducible de sus sugestivos ensayos- antes de que el
pueblo judío fuera un pueblo religioso fue un pueblo político y como tal fue
constituido a partir de múltiples y violentas luchas de poder las que adquirían
–no podía ser de otro modo- un formato religioso (idolatría vs. monoteísmo, por
ejemplo). El concepto de pueblo religioso es, por lo tanto, una variante del
concepto de pueblo histórico (o pueblo fundacional).
Benedicto XVl, como es
sabido, propuso, en analogía al pueblo judío hablar del “pueblo cristiano”.
Pero en cualquiera de los dos casos el pueblo religioso no puede ser un pueblo
político. La razón es obvia: en un pueblo político caben los miembros de todas
las religiones y confesiones habidas y por haber.
Un pueblo histórico y/o
religioso pudo haber sido en sus orígenes un pueblo político. Pero desde el
momento en que “pasa a la historia”, deja de ser político. El pueblo político
es, en cambio, un pueblo “haciendo su historia”. Eso no quiere decir que en
política no exista cierta recurrencia a la noción de pueblo histórico
(fundacional), pero solo con el objetivo de reafirmar la existencia de un
pueblo político.
Ahora, en la teoría
política moderna –esencialmente contractual- el concepto de pueblo opera como
una premisa ficticia o principio regulativo cuya función es dar sentido al acto
constituyente originario (Hans Kelsen, Teoría general del Derecho y el
Estado) Un ejemplo: la Constitución de los EE UU en su preámbulo 1787
dice: Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos.
Evidentemente, la Constitución
norteamericana no fue dictada por el pueblo pero se sustenta sobre el principio
que da sentido al acto constituyente en donde el pueblo actúa (de modo
ficticio) como agente fundador. Siguiendo a Kelsen y en cierto modo a la idea
del velo de la ignorancia de John Rawls (Teoría de la
Justicia), las premisas constitucionales, si bien siendo ficticias o
imaginarias, cumplen el papel de regular el sentido mismo de la Constitución.
Así puede ser posible que el pueblo “de carne y hueso” no actúe como agencia
fundadora de un pueblo, pero sí es introducido en una Constitución como agente
fundacional, el pueblo “de carne y hueso” puede ser activado en cualquier
momento.
Para seguir con el
ejemplo norteamericano, sabemos que en la Declaración de Independencia de 1776
fue establecido que “todos los hombres han sido creados iguales” pese a que no
todos los hombres –sobre todo los esclavos negros- eran iguales en la recién
fundada nación. Pero dicha frase confirió posteriormente al partido
anti-esclavista del norte una vía constitucional sobre la cual hizo transitar
sus demandas. Por esa misma razón, cuando Obama fue elegido presidente, el
principio de la igualdad ante la ley, plenamente activado, dejó de ser una
ficción y se convirtió en realidad. Así sucede con el principio del pueblo como
agente constitucional. Dicho principio regulativo aplicado sin el pueblo puede
ser usado a posteriori por el pueblo el que a la vez se convierte en pueblo en
defensa de ese mismo principio.
El pueblo es quien
constituye. Esa fue la definición del jurista
Carl Schmitt en su libro Teoría de la Constitución (1928) En
palabras breves, el pueblo es político, según Schmitt, cuando asume su plena
soberanía.
La noción del pueblo
soberano –básicamente contractual- asumida por Schmitt en 1928 contrasta, sin
embargo, con la expresada de modo radicalmente taxativo en su libro Teología
Políticapublicado en 1922. La premisa de Schmitt en ese texto
era: Soberano es quien decide sobre el estado de excepción.
Según esa primera
acepción, el muy hobbesiano Schmitt entiende a la soberanía como una atribución
derivada del uso de la fuerza. Schmitt, efectivamente, no confería en 1922
importancia a la diferencia entre dominación militar y hegemonía política.
Tampoco al concepto de mayoría, tan decisivo para Hannah Arendt en la génesis
del poder político (Violencia y Poder). Para el Schmitt de 1922 la
soberanía se deduce simplemente del poder y el poder de la violencia. Esa fue
la razón por la cual los teóricos políticos dedicados a dar fundamento
ideológico a regímenes dictatoriales han abrazado con entusiasmo la tesis
schmittiana de 1922 desconociendo la de 1928. No podemos olvidar por ejemplo
que Jaime Guzmán. el filósofo político de la dictadura de Pinochet, seguía a
pies juntillas las tesis formuladas por Schmitt en sus libros Teología
Política y La Dictadura desconociendo por completo la
tesis del pueblo como soberano expuestas por el mismo Schmitt en 1928.
Por cierto, Schmitt, a
diferencia de Arendt, nunca fue un demócrata. Cuando en 1928 acepta la tesis de
que el pueblo es quien constituye reconoce simplemente que el
pueblo puede ser poder constituyente pero a la vez no niega la posibilidad de
que ese poder también pueda derivar del principio monárquico el que bajo la
categoría Führerprinzip (principio del líder) puso Schmitt al
servicio de la Constitución nacional-socialista de 1933. No obstante, como el
principio monárquico no puede ser traspasable a ningún principio civil pues el
poder del monarca proviene teóricamente de Dios, la vinculación establecida por
Schmitt fue la de líder y pueblo entendiendo al pueblo como una proyección
“hacia abajo” del soberano constituyente representado en el Führer (Hitler).
El dictador, de acuerdo
al Führerprinzip se arroga no un poder divino pero sí el poder
del pueblo. Él es el pueblo. Nos explicamos entonces por qué
Napoleón declaró en un discurso Yo soy el poder constituyente.
Frase dicha en contraposición a la de El Estado soy yo formulada
por Luis XlV. En otras palabras lo que Napoleón dijo fue: Yo soy el
pueblo. De más está decir que ese principio, el napoleónico, ha hecho
escuela entre los filósofos de las dictaduras desde el español Donoso Cortés,
el alemán Carl Schmitt, hasta llegar en América Latina a ser representado en
personas como el dominicano Joaquín Balaguer, el chileno Jaime Guzmán y el
argentino Norberto Ceresole.
El pueblo, para los
filósofos de las dictaduras es una prolongación de la persona del dictador. El
dictador en lugar de ser representante del pueblo convierte al pueblo en
representación de la voluntad general (Rousseau) encarnada en el Partido, en el
Máximo Líder, en el Caudillo. Ahí reside la índole populista de la mayoría de
las modernas dictaduras. Sean los comunistas, sean los actuales autócratas
eurasiáticos (Putin y Erdogan), sean los neo-dictadorzuelos latinoamericanos
(Ortega, Maduro), todos reclaman para sí la representación absoluta y total del
pueblo.
No obstante, si aceptamos
la premisa del Schmitt de 1928 –no hay razones para no hacerlo– el pueblo, en
tanto poder constituyente, puede ser, por lo mismo, poder destituyente. Más
todavía si consideramos que todo acto constituyente supone un previo acto
destituyente. Así, el pueblo, al ser el agente que convoca, es también el que
revoca.
Llevemos ahora la tesis
del Schmitt de 1928 hasta sus últimas consecuencias. Si el pueblo constituyente
es destituyente, el pueblo cuando destituye no puede ser un principio regulador
ni ficticio ni imaginario como en muchos casos es el pueblo constituyente. Para
destituir debe ser en primera línea un pueblo “de carne y hueso” pues un pueblo
como principio regulador no puede destituir a nadie. En otras palabras, nunca
un pueblo es más pueblo que durante el acto de la destitución. A través de ese
acto, la letra se hace cuerpo, el espíritu se hace realidad y el pueblo se hace
pueblo. La soberanía tácita del pueblo se convierte en soberanía manifiesta
durante el acto de destitución o revocación. Más todavía: un pueblo que no
puede destituir tampoco puede -en términos reales y no ficticios- constituir.
No en el poder constituyente
sino en el destituyente se expresa -repetimos- la noción de la soberanía
popular. El acto destituyente puede ser llevado a cabo mediante el simple
proceso electoral o de acuerdo a normas constitucionales. Pero si ese acto es
negado serán abiertas las compuertas para activar el derecho natural a la
desobediencia y a la rebelión.
No antes del acto
destituyente sino durante, el pueblo actúa como instancia política plenamente
soberana. Por lo mismo, si deja de actuar como soberano activo (constituyendo,
destituyendo, eligiendo) el pueblo vuelve a su condición pasiva y se convierte
en pueblo histórico o simbólico, en pueblo demográfico o población, en pueblo
jurídico (ciudadanía) e incluso en “masa” cuando el lugar del soberano es
usurpado por otro agente político (monarquía, dictadura, líder máximo).
Tal vez una de los
mejores documentaciones que muestran como la soberanía destituyente se hace
presente en un pueblo lo encontramos en la era pre-política de España
documentado en la legendaria obra de teatro escrita por Lope de Vega: Fuenteovejuna (1612).
El tiranicidio cometido
en la persona del Comendador de Calatrava fue asumido por el pueblo de Fuenteovejuna en
su conjunto. Nadie delató, aún bajo tortura, al ejecutor. El pueblo se hizo
pueblo a través de la solidaridad colectiva, esto es, a partir de la formación
de un “nosotros constitutivo” aparecido como consecuencia de la negación física
a la tiranía.
- ¿Quién mató al
Comendador?
- Fuenteovejuna, Señor
- Quién es
Fuenteovejuna?
- Todo el pueblo a
una.
La negación a la tiranía
aparece en Fuenteovejuna a través de un tiranicidio así como
después en Francia apareció a través de un regicidio. En ambos casos la
soberanía del pueblo se expresa en el acto pre-político de la negación física
del representante del poder. No obstante, en la era política –se supone, es la
que vivimos- la negación de la tiranía no pasa necesariamente por la
eliminación física del tirano sino por su simple destitución.
En las repúblicas
parlamentarias basta la simple mayoría en el parlamento para que un mandatario
legal y legítimo cese en sus funciones. En algunos regímenes presidencialistas
los mandatarios pueden cesar cuando dos poderes del Estado, el judicial y el
parlamentario, se unen en contra del ejecutivo o simplemente cuando son puestos
en práctica los dispositivos revocatorios inscritos en la misma Constitución.
Cuando no existe
separación de poderes y a la vez son cerradas las posibilidades revocatorias
inscritas en la constitución, solo quedaría el camino de la destitución mediante
la recurrencia al derecho natural a la rebelión. Así ocurrió en 1989-1990 en
las llamadas “democracias populares” dependientes de la URSS. En la mayoría de
ellas la Nomenclatura fue destituida mediante la acción de masivas rebeliones
populares. Pero solo en Rumania el dictador fue ejecutado. El espíritu de la
soberanía popular políticamente organizada mediante el acto de la destitución
–es decir, el principio Fuenteovejuna- prevaleció en todos esos
países.
Quizás no hay mejor
ejemplo para ilustrar como el principio Fuenteovejuna continúa
vigente en la modernidad que ese grito colectivo surgido en las manifestaciones
de los días Lunes en la RDA de 1989/1990: Nosotros somos el pueblo.
En esa simple frase está
condensada toda la teoría del pueblo político aparecida de modo embrionario en
la magistral obra de Lope de Vega. Nosotros significa, nosotros
somos la mayoría y no ustedes (la Nomenclatura, la minoría)
La “nosotridad” opera
entonces como agente divisorio entre el pueblo y los que ejercen soberanía en
nombre del pueblo. A través de la negación del poder de los otros, el nosotros
alemán se hizo pueblo soberano reclamando para sí la soberanía ejercida en
nombre del pueblo por una minoría dictatorial Y asumiendo su soberanía, el
pueblo se convirtió en destituyente y por lo mismo en constituyente.