Mariano Navas Contreras (El UNiversal) - EL MITO DE ORFEO: RESPUESTA A FERNANDO MIRES
Orfeo era el músico por excelencia en la antigua Grecia. Todo el que tenía que ver con la música conocía su triste historia. Los poetas dicen que era nada menos que hijo de Calíope, la más importante de las nueve Musas, dedicada a la música y a la poesía. Como su madre y sus tías las Musas, Orfeo nació en Tracia, cerca del monte Olimpo, por cuyos campos parece que le gustaba pasear cantando. Nadie tocaba la lira y la cítara como él. Eurípides en las Bacantes y Esquilo en el Agamenón dicen que su canto era tan dulce que las bestias lo seguían, los árboles se inclinaban ante él y las personas más ariscas suavizaban el carácter. Según Apolonio de Rodas, Orfeo participó en la expedición de los Argonautas en busca del vellocino de oro. En sus Argonáuticas cuenta que cuando había tormenta Orfeo se ponía a cantar, y que no solo los marineros se calmaban, sino también las olas y los vientos, y cesaba el vendaval.
Sin embargo la leyenda más conocida relacionada con Orfeo
es la que cuenta cómo bajó a los infiernos por el amor de su esposa Eurídice.
Virgilio en su Geórgica VI y Ovidio en sus Metamorfosis lo
narran al detalle. Dicen que Eurídice era una ninfa bellísima, según algunos hija
de Apolo. El dios había consentido que se casara con Orfeo y al parecer eran
muy felices. Un día que paseaba junto a un río, un pastor de nombre Aristeo la
vio y se enamoró de ella, e intentó violarla. Al tratar de huir, Eurídice fue
picada por una serpiente y murió. Orfeo, inconsolable, decide bajar a los
infiernos a buscar a su esposa. Sin otra arma que su lira, emprende el
tenebroso descenso cantando las canciones más tristes: “Causa de mi camino es
mi esposa, en quien una víbora derramó su veneno. Soportarlo quise y no negaré
que lo he intentado: me venció el amor”. Dice Ovidio que su música era tan,
pero tan triste, que hizo llorar a los horribles monstruos infernales (“…así
cantaba, la lira tocando, y las sombras exangües se conmiseraban”), e incluso
se detuvieron los castigos de los que habían sido condenados en el infierno: la
rueda de Ixión dejó de girar, la roca de Sísifo por fin se detuvo y Tántalo dejó
de sentir el hambre y la sed eternas a las que había sido condenado. Pero lo más
importante es que también los dioses infernales se conmovieron.
En efecto, Hades y Perséfone, entristecidos por el canto
y los ruegos de Orfeo (“A ustedes que un día también los unió el amor, por este
lugar lleno de terror, por este caos ingente y este reino de silencio, les
ruego, detengan de Eurídice el fin apresurado”), acceden a que la esposa
abandone el mundo de los muertos junto al marido con una única condición: que
Orfeo haga el camino hasta la superficie seguido por ella, pero que no voltee a
mirarla antes de haber dejado del todo su reino. Orfeo accede y emprende el
ascenso, pero justo antes de llegar a la luz lo asalta la duda: ¿y si los
dioses se han burlado de él? ¿y si no es verdad que Eurídice lo viene
siguiendo? Entonces no resiste la tentación y voltea, solo para ver por última
vez la imagen de su esposa que se despide llorando y se desvanece. Había
perdido de nuevo a Eurídice, y esta vez para siempre: “¡Adiós ya, adorado, soy
llevada envuelta en las sombras de la inmensa noche, hacia ti tendiendo mis impotentes
manos!”
Dicen que Orfeo lloró siete meses enteros y murió tiempo
después, despedazado por unas mujeres tracias que no soportaron que
permaneciera fiel a la memoria de Eurídice. Dicen que su cabeza y su lira
fueron arrojados al mar, y que flotaron hasta llegar a la isla de Lesbos, la
tierra de la poesía lírica, la patria de Alceo y Safo, “la décima Musa”. Allí
se les hizo un templo y se les adoró durante mucho tiempo. Otros dicen que su
lira subió al cielo y se convirtió en una estrella. El mito de Orfeo, tan
cargado de simbolismo, devino en religión mistérica y sus leyendas, llenas de
contenidos esotéricos, se convirtieron en teología e influyeron incluso en el
pensamiento cristiano. Sin embargo, para lo que aquí me interesa, su historia
nos habla del poder milagroso y casi infinito de la música, capaz de doblegar a
las bestias y a los monstruos infernales; pero nos muestra también el lado
oscuro que puede llegar a tener este poder, la perversa manipulación a través
de las emociones que solo conoce un límite: la voluntad de los dioses, la
justicia, nada menos que la frontera entre la vida y la muerte.
@MarianoNava
Saúl Godoy Gómez - LA RELOJERÍA DEL ARTE
Para metaforizar lo
complejo, siempre utilicé la imagen de un reloj mecánico abierto y enseñando
sus entrañas, todo ese cúmulo de ruedas, engranajes, muelles, palancas moviéndose
como si estuviera vivo, eran para mí algo incomprensible aunque muy real de cómo
el universo pudiera estar trabajando en determinado momento.
Pero no era el aspecto mecanicista del ingenio lo que me atraía del conjunto, sino la variedad de piezas, algunas tan pequeñas, otras más grandes, montadas unas sobre las otras, moviendo dientes que engarzaban en pestañas y movían a otras, en una cadena interminable de acciones y reacciones, todo esto, para empujar con precisión las agujas del reloj con el fin de conociéramos en que fracción, de un tiempo figurado en que habíamos dividido el día que vivíamos.
Era sorprendente como algo mecánico, podía marcar de manera tan rotunda nuestra existencia.
El arte se me asemeja mucho al reloj, pero al revés, como algo tan inasible, abstracto y metafísico, salido de un objeto o conjunto de objetos materiales, podía provocar en el alma de las personas, tanto individual como colectivamente, ciertos estados del alma y de la conciencia con efectos contundentes sobre nuestra estética y nuestra ética.
Pero además, el arte tiene esa extraña condición de retratarnos el presente, permitiéndonos ver destellos del futuro en una especie de distorsión espacio-temporal, muchos estetas de la izquierda ideologizan el presente diciendo que vivimos en un “capitalismo total”, donde el tiempo de la gente ha sido colonizado por un sistema de mercado, que precisamente, con la ayuda de ese ingenio que es el reloj, asigna precios y productividad a cada segundo.
Bajo esa premisa, que vivimos subsumidos en un sistema esclavista de nuestro tiempo, el arte se convierte en crítica y subvierte en contra del sistema presentándonos, en algunos de estos ensamblajes y performances, horridos y hasta vulgares, como espejos de lo contemporáneo, un punto de quiebre de nuestra realidad, el ¿nuevo? malestar cultural, la sempiterna alienación.
Deluze, el filósofo y esteta francés, un verdadero estudioso del cine, ha hecho importante consideraciones acerca del tiempo en el arte, para él (y muchos otros) el espacio y el tiempo son elementos fractales, de los cuales somos conscientes de una pequeñísima parte.
El cine, por medio del ojo de la cámara nos ha hecho conscientes de que el flujo de la realidad está compuesto de múltiples cuadros independientes y distintos, que juntos nos dan la ilusión de una unidad en el mundo, en nuestro mundo.
El arte tiene esa extraña facultad de congelar para nosotros un momento y dárnoslo a probar en toda su plenitud, y de alguna manera nos actualiza en los elementos espaciales y más extraño aún, nos hace experimentar duraciones de tiempo que son ajenas a nuestra cotidianidad.
Esta modalidad del arte en cuanto al tiempo, es considerado como subversivo por algunos autores, pues hacen un corto circuito en la fibra espacio-tiempo donde trabajan las ideologías.
Por otra parte, el arte entendido como canal de comunicaciones para alcanzar un público, ha sido una fórmula tan vieja como la historia, siempre ha existido la expresión del artista a favor o en contra de alguna tendencia política, una de las funciones más notables del estado es su capacidad de censor de algunas de estas manifestaciones artísticas, que sin tener ninguna consideración con su contenido estético, permite o no la exhibición de esa pieza de arte al público, prohíben una película o una canción, precisamente, por esa capacidad que tienen tanto el arte como el artista de influenciar la moral pública.
El artista y su obra, aparte de las consideraciones ideales pertinentes a su oficio, no dejaban de ser actores sociales, y algunos, precisamente por su relevancia, se les exige hacer pública su simpatía hacia el régimen en el poder, para poder gozar del favor del gobierno, y no fueron pocos los artistas que tuvieron que pagar con el exilio su negativa, de modo, que tratar de sacar con pinzas al artista de su responsabilidad social es un absurdo.
Platón escribió sobre el papel del artista en su República (y no lo dejó muy bien parado), el Imperio Romano tuvo sus edictos en contras de artistas ostrizados de la ciudad, el imperio pontificio tuvo a sus “favoritos” trabajando para ellos, como fue el caso de Miguel Ángel, quien complacía a los Papas con su arte institucional (y a pesar de ser un artista a carta cabal, era vigilado, pues lo consideraban peligroso), los estados nacionales tuvieron sus listados de artistas a favor del régimen y de otros que tenían prohibido su arte, el caso de los artistas judíos durante el nazismo en Alemania es un caso, el cuadro Guernica de Picasso fuera incomprensible sin ese elemento político que constituye su intención, algunos movimientos artísticos como el dadaísmo no tuvieran sentido si se les obviara su elemento de protesta política en contra de lo establecido.
La novelista norteamericana Joyce Carol Oates lo pone de manera excepcional cuando dice: “El asunto importante para el artista, por supuesto, es: ¿La ética de quien? ¿La moral de quien? ¿De quienes son los usos de propiedad? ¿A qué comunidad? ¿Qué censores? ¿Qué jueces? ¿Fiscales? ¿Carceleros? ¿Verdugos? ¿Qué Estado? La costumbre de la tribu puede parecer para observadores de afuera tan arbitrarios como el lenguaje mismo- lenguaje, en que las palabras por las cosas se entienden que no son las cosas, pero, que para la tribu, son raramente negociables. Menos aún se permite que un individuo las viole excepto tomando un gran riesgo (como el estresante caso de Salman Rushdie dejó en claro)”
De modo que efectivamente, el arte no puede sustraerse de la política mientras exista y se genere en el marco de la sociedad humana, y no hay duda que las obras pueden llevar contenido político y alguna de estas propuestas contemporáneas está haciendo política abiertamente, de hecho no hace falta escarbar muy profundo para encontrar al estado, o a organizaciones políticas comunistas (en el caso de Venezuela) como promotores de estas exposiciones, sistemas de orquestas, festivales y premios de literatura, por ejemplo, lo que a su vez lleva al financiamiento de las carreras de estos artistas afectos al régimen.
Pero igual, sea bajo comunismo o capitalismo los museos y galerías, salas de conciertos y coliseos, una gran parte de ellos, son manejados por el estado, y algunos artistas aceptan comisiones de entes públicos, proyectos encargados por gobernaciones y alcaldías, o por la misma Presidencia de la República o de alguna fundación que maneja fondos públicos, que conforman el entramado ideológico del estado, imponiendo un gusto y una visión del mundo.
No es el arte en sí lo que pudiera verse comprometido cuando un gobierno lo apoya, es el impacto ético en lo social lo que verdaderamente le interesa, y más cuando se trata de un gobierno totalitario cuyo propósito es la opresión y la imposición de una ideología, basta que un tirano se vea asociado a buenos eventos y a triunfos de alguno de sus nacionales en el mundo, para aprovechar y lavarse la cara ante el orden internacional como un buen humanista, así tenga sus cárceles llenas de presos políticos.
Un arte tan inocuo como la música, que pudiera considerarse el arte menos político de todos, es precisamente el que más afecta los sentimientos humanos, pueden entristecer o alegrar a la audiencia, pueden enaltecer y darle pompa a un evento, algunas de sus piezas incluso pueden proyectar valor y bravura para quienes marchan bajo sus notas, es el arma preferida de los regímenes de fuerza, y cuando quienes lo producen, compositores, directores, ejecutantes, etc., se hacen parte de esos espectáculos públicos, es imposible separar “el arte” de su intención política.
Recordemos otro elemento importante en la ecuación del arte, y es que el observador, la audiencia, el recipiente final de la obra de arte que es el público, cada uno de ellos al percibir la obra lo hará de una muy particular manera, esta interpretación unipersonal está fuera de todo control y manipulación, constreñida únicamente por el conocimiento, valores, sentimientos, posturas (incluso políticas) que esa persona tenga en ese momento.
Esa recreación de la obra dentro del espíritu de cada espectador es único, y mucha veces muy distinto del que se propuso su autor.
Me atrevería adelantar otras interpretaciones mucho más políticas, cuando vemos a un Latinoamericano triunfando en los escenarios del mundo interpretando obras que no son de su tradición, capturando el espíritu y la intención de compositores que nada tienen que ver con su tierra, pudiera interpretarse que la música es efectivamente universal, que una vez creada, le pertenece al mundo, pero para los teóricos de la liberación y de las posturas nacionalistas (entre ellos muchos revolucionarios), ese es un acto de coloniaje innegable, donde los gustos, valores y modos del imperialista, han penetrado el alma del vasallo y lo han convertido en un esperpento, en un fenómeno digno de ser presentado en un circo, el producto más acabado de la manipulación espiritual, que un barquisimetano pueda llegar a sentir lo que un natural de Hamburgo, como el maestro Johannes Brahms, sintió al momento de componer e interpretar su música, es algo que trasciende el simple conocimiento del lenguaje o la técnica de ejecución, se necesita una inmersión completa en su cultura para que no sea una mera imitación mecánica.
De modo que no se trata de simples opiniones o de considerar al arte como algo metafísico más allá de las posibilidades humanas, el arte, todo arte, tiene, aparte de su misterio y su mundo propio, su efecto innegable en la sociedad, el artista y su obra juegan un papel importante no solo para aquellos espíritus delicados y sublimes que comulgan en el empíreo de las formas perfectas.
Para muchos, incluso para quienes ni siquiera pueden participar de esos delicados placeres exclusivos de melómanos, para el pueblo llano, ver al artista abrazado al dictador, ver a la orquesta presentando honores a la nomenclatura del poder, observar al artista eludiendo su responsabilidad con la situación de su país ante los medios de comunicación, tiene un contenido altamente político, y creo que es un error y hasta un pecado, tratar de sustraer al artista de su compromiso como actor de su grupo social en crisis, y menos todavía cuando ya hizo su elección política y nos las restriega en el rostro, contando con la impunidad inaceptable de que es un artista, y todavía más indecoroso, de fama internacional.
Me parece que anteponer el ideal democrático del derecho a disentir, para excusar una falta grave a los deberes cívicos de un ciudadano, que durante toda su vida se benefició de los favores de la política, y que cuando más se necesitan ejemplos de probidad, patriotismo y ética se pretenda echar debajo de la alfombra un comportamiento dañino a la integridad del grupo social por la vía de que es “su derecho”, esa persona incurre en un error grave del sentido de lo que es democrático.
Pero por otro lado, quizás hemos entrado en la fase postmoderna de la cual, el sociólogo Zygmun Bauman declara: “hemos entrado en la época de l’après devoir, una época posdeóntica, en la cual nuestra conducta se ha liberado de los últimos vestigios de los opresivos deberes infinitos, mandamientos y obligaciones absolutas. En nuestros tiempos, se ha deslegitimado la idea de auto sacrificio; la gente ya no se siente perseguida ni está dispuesta a hacer un esfuerzo por alcanzar ideales morales ni defender valores morales; los políticos han acabado con las utopías y los idealistas de ayer se han convertido en pragmáticos. El más universal de nuestros eslóganes es - sin exceso-. Vivimos en la era del individualismo más puro y de la búsqueda de la buena vida, limitada solamente por la exigencia de tolerancia (siempre y cuando vaya acompañada de un individualismo autocelebratorio y sin escrúpulos, la tolerancia solo puede expresarse como indiferencia).”
Seguimos perdurando el fatal error de no querer reconocer a los enemigos de la sociedad abierta, de aceptar como demócratas a quienes no lo son, de darle rango de iguales a los oportunistas, a los parásitos, a quienes no les importa si nuestra democracia perdura o es destruida por un inaceptable contubernio con el mal.
No importa la excusa si la persona es un excelente médico, director de orquesta, gran literato o preclaro sacerdote, si ese individuo se hace parte de un grupo de narcotraficantes y terroristas para poderle dar educación a unos jóvenes necesitados, si por política presta su imagen y fama a unos mafiosos para poder sostener a un “sistema de orquestas”, me perdonan, pero hay algo inmoral en esa posición, y no se trata de poner en una balanza el sumo bien, pues igual, Hitler decidió acabar con los judíos pensando en el mejoramiento de la raza aria.
Quien se sustraiga de su responsabilidad con su grupo social, está haciendo política, y si esa supuesta neutralidad lo que hace es contribuir a la disolución de esa sociedad; para efectos del resultado final, el que haya sido un gran artista o científico, no tiene importancia. - saulgodoy@gmail.com
Pero no era el aspecto mecanicista del ingenio lo que me atraía del conjunto, sino la variedad de piezas, algunas tan pequeñas, otras más grandes, montadas unas sobre las otras, moviendo dientes que engarzaban en pestañas y movían a otras, en una cadena interminable de acciones y reacciones, todo esto, para empujar con precisión las agujas del reloj con el fin de conociéramos en que fracción, de un tiempo figurado en que habíamos dividido el día que vivíamos.
Era sorprendente como algo mecánico, podía marcar de manera tan rotunda nuestra existencia.
El arte se me asemeja mucho al reloj, pero al revés, como algo tan inasible, abstracto y metafísico, salido de un objeto o conjunto de objetos materiales, podía provocar en el alma de las personas, tanto individual como colectivamente, ciertos estados del alma y de la conciencia con efectos contundentes sobre nuestra estética y nuestra ética.
Pero además, el arte tiene esa extraña condición de retratarnos el presente, permitiéndonos ver destellos del futuro en una especie de distorsión espacio-temporal, muchos estetas de la izquierda ideologizan el presente diciendo que vivimos en un “capitalismo total”, donde el tiempo de la gente ha sido colonizado por un sistema de mercado, que precisamente, con la ayuda de ese ingenio que es el reloj, asigna precios y productividad a cada segundo.
Bajo esa premisa, que vivimos subsumidos en un sistema esclavista de nuestro tiempo, el arte se convierte en crítica y subvierte en contra del sistema presentándonos, en algunos de estos ensamblajes y performances, horridos y hasta vulgares, como espejos de lo contemporáneo, un punto de quiebre de nuestra realidad, el ¿nuevo? malestar cultural, la sempiterna alienación.
Deluze, el filósofo y esteta francés, un verdadero estudioso del cine, ha hecho importante consideraciones acerca del tiempo en el arte, para él (y muchos otros) el espacio y el tiempo son elementos fractales, de los cuales somos conscientes de una pequeñísima parte.
El cine, por medio del ojo de la cámara nos ha hecho conscientes de que el flujo de la realidad está compuesto de múltiples cuadros independientes y distintos, que juntos nos dan la ilusión de una unidad en el mundo, en nuestro mundo.
El arte tiene esa extraña facultad de congelar para nosotros un momento y dárnoslo a probar en toda su plenitud, y de alguna manera nos actualiza en los elementos espaciales y más extraño aún, nos hace experimentar duraciones de tiempo que son ajenas a nuestra cotidianidad.
Esta modalidad del arte en cuanto al tiempo, es considerado como subversivo por algunos autores, pues hacen un corto circuito en la fibra espacio-tiempo donde trabajan las ideologías.
Por otra parte, el arte entendido como canal de comunicaciones para alcanzar un público, ha sido una fórmula tan vieja como la historia, siempre ha existido la expresión del artista a favor o en contra de alguna tendencia política, una de las funciones más notables del estado es su capacidad de censor de algunas de estas manifestaciones artísticas, que sin tener ninguna consideración con su contenido estético, permite o no la exhibición de esa pieza de arte al público, prohíben una película o una canción, precisamente, por esa capacidad que tienen tanto el arte como el artista de influenciar la moral pública.
El artista y su obra, aparte de las consideraciones ideales pertinentes a su oficio, no dejaban de ser actores sociales, y algunos, precisamente por su relevancia, se les exige hacer pública su simpatía hacia el régimen en el poder, para poder gozar del favor del gobierno, y no fueron pocos los artistas que tuvieron que pagar con el exilio su negativa, de modo, que tratar de sacar con pinzas al artista de su responsabilidad social es un absurdo.
Platón escribió sobre el papel del artista en su República (y no lo dejó muy bien parado), el Imperio Romano tuvo sus edictos en contras de artistas ostrizados de la ciudad, el imperio pontificio tuvo a sus “favoritos” trabajando para ellos, como fue el caso de Miguel Ángel, quien complacía a los Papas con su arte institucional (y a pesar de ser un artista a carta cabal, era vigilado, pues lo consideraban peligroso), los estados nacionales tuvieron sus listados de artistas a favor del régimen y de otros que tenían prohibido su arte, el caso de los artistas judíos durante el nazismo en Alemania es un caso, el cuadro Guernica de Picasso fuera incomprensible sin ese elemento político que constituye su intención, algunos movimientos artísticos como el dadaísmo no tuvieran sentido si se les obviara su elemento de protesta política en contra de lo establecido.
La novelista norteamericana Joyce Carol Oates lo pone de manera excepcional cuando dice: “El asunto importante para el artista, por supuesto, es: ¿La ética de quien? ¿La moral de quien? ¿De quienes son los usos de propiedad? ¿A qué comunidad? ¿Qué censores? ¿Qué jueces? ¿Fiscales? ¿Carceleros? ¿Verdugos? ¿Qué Estado? La costumbre de la tribu puede parecer para observadores de afuera tan arbitrarios como el lenguaje mismo- lenguaje, en que las palabras por las cosas se entienden que no son las cosas, pero, que para la tribu, son raramente negociables. Menos aún se permite que un individuo las viole excepto tomando un gran riesgo (como el estresante caso de Salman Rushdie dejó en claro)”
De modo que efectivamente, el arte no puede sustraerse de la política mientras exista y se genere en el marco de la sociedad humana, y no hay duda que las obras pueden llevar contenido político y alguna de estas propuestas contemporáneas está haciendo política abiertamente, de hecho no hace falta escarbar muy profundo para encontrar al estado, o a organizaciones políticas comunistas (en el caso de Venezuela) como promotores de estas exposiciones, sistemas de orquestas, festivales y premios de literatura, por ejemplo, lo que a su vez lleva al financiamiento de las carreras de estos artistas afectos al régimen.
Pero igual, sea bajo comunismo o capitalismo los museos y galerías, salas de conciertos y coliseos, una gran parte de ellos, son manejados por el estado, y algunos artistas aceptan comisiones de entes públicos, proyectos encargados por gobernaciones y alcaldías, o por la misma Presidencia de la República o de alguna fundación que maneja fondos públicos, que conforman el entramado ideológico del estado, imponiendo un gusto y una visión del mundo.
No es el arte en sí lo que pudiera verse comprometido cuando un gobierno lo apoya, es el impacto ético en lo social lo que verdaderamente le interesa, y más cuando se trata de un gobierno totalitario cuyo propósito es la opresión y la imposición de una ideología, basta que un tirano se vea asociado a buenos eventos y a triunfos de alguno de sus nacionales en el mundo, para aprovechar y lavarse la cara ante el orden internacional como un buen humanista, así tenga sus cárceles llenas de presos políticos.
Un arte tan inocuo como la música, que pudiera considerarse el arte menos político de todos, es precisamente el que más afecta los sentimientos humanos, pueden entristecer o alegrar a la audiencia, pueden enaltecer y darle pompa a un evento, algunas de sus piezas incluso pueden proyectar valor y bravura para quienes marchan bajo sus notas, es el arma preferida de los regímenes de fuerza, y cuando quienes lo producen, compositores, directores, ejecutantes, etc., se hacen parte de esos espectáculos públicos, es imposible separar “el arte” de su intención política.
Recordemos otro elemento importante en la ecuación del arte, y es que el observador, la audiencia, el recipiente final de la obra de arte que es el público, cada uno de ellos al percibir la obra lo hará de una muy particular manera, esta interpretación unipersonal está fuera de todo control y manipulación, constreñida únicamente por el conocimiento, valores, sentimientos, posturas (incluso políticas) que esa persona tenga en ese momento.
Esa recreación de la obra dentro del espíritu de cada espectador es único, y mucha veces muy distinto del que se propuso su autor.
Me atrevería adelantar otras interpretaciones mucho más políticas, cuando vemos a un Latinoamericano triunfando en los escenarios del mundo interpretando obras que no son de su tradición, capturando el espíritu y la intención de compositores que nada tienen que ver con su tierra, pudiera interpretarse que la música es efectivamente universal, que una vez creada, le pertenece al mundo, pero para los teóricos de la liberación y de las posturas nacionalistas (entre ellos muchos revolucionarios), ese es un acto de coloniaje innegable, donde los gustos, valores y modos del imperialista, han penetrado el alma del vasallo y lo han convertido en un esperpento, en un fenómeno digno de ser presentado en un circo, el producto más acabado de la manipulación espiritual, que un barquisimetano pueda llegar a sentir lo que un natural de Hamburgo, como el maestro Johannes Brahms, sintió al momento de componer e interpretar su música, es algo que trasciende el simple conocimiento del lenguaje o la técnica de ejecución, se necesita una inmersión completa en su cultura para que no sea una mera imitación mecánica.
De modo que no se trata de simples opiniones o de considerar al arte como algo metafísico más allá de las posibilidades humanas, el arte, todo arte, tiene, aparte de su misterio y su mundo propio, su efecto innegable en la sociedad, el artista y su obra juegan un papel importante no solo para aquellos espíritus delicados y sublimes que comulgan en el empíreo de las formas perfectas.
Para muchos, incluso para quienes ni siquiera pueden participar de esos delicados placeres exclusivos de melómanos, para el pueblo llano, ver al artista abrazado al dictador, ver a la orquesta presentando honores a la nomenclatura del poder, observar al artista eludiendo su responsabilidad con la situación de su país ante los medios de comunicación, tiene un contenido altamente político, y creo que es un error y hasta un pecado, tratar de sustraer al artista de su compromiso como actor de su grupo social en crisis, y menos todavía cuando ya hizo su elección política y nos las restriega en el rostro, contando con la impunidad inaceptable de que es un artista, y todavía más indecoroso, de fama internacional.
Me parece que anteponer el ideal democrático del derecho a disentir, para excusar una falta grave a los deberes cívicos de un ciudadano, que durante toda su vida se benefició de los favores de la política, y que cuando más se necesitan ejemplos de probidad, patriotismo y ética se pretenda echar debajo de la alfombra un comportamiento dañino a la integridad del grupo social por la vía de que es “su derecho”, esa persona incurre en un error grave del sentido de lo que es democrático.
Pero por otro lado, quizás hemos entrado en la fase postmoderna de la cual, el sociólogo Zygmun Bauman declara: “hemos entrado en la época de l’après devoir, una época posdeóntica, en la cual nuestra conducta se ha liberado de los últimos vestigios de los opresivos deberes infinitos, mandamientos y obligaciones absolutas. En nuestros tiempos, se ha deslegitimado la idea de auto sacrificio; la gente ya no se siente perseguida ni está dispuesta a hacer un esfuerzo por alcanzar ideales morales ni defender valores morales; los políticos han acabado con las utopías y los idealistas de ayer se han convertido en pragmáticos. El más universal de nuestros eslóganes es - sin exceso-. Vivimos en la era del individualismo más puro y de la búsqueda de la buena vida, limitada solamente por la exigencia de tolerancia (siempre y cuando vaya acompañada de un individualismo autocelebratorio y sin escrúpulos, la tolerancia solo puede expresarse como indiferencia).”
Seguimos perdurando el fatal error de no querer reconocer a los enemigos de la sociedad abierta, de aceptar como demócratas a quienes no lo son, de darle rango de iguales a los oportunistas, a los parásitos, a quienes no les importa si nuestra democracia perdura o es destruida por un inaceptable contubernio con el mal.
No importa la excusa si la persona es un excelente médico, director de orquesta, gran literato o preclaro sacerdote, si ese individuo se hace parte de un grupo de narcotraficantes y terroristas para poderle dar educación a unos jóvenes necesitados, si por política presta su imagen y fama a unos mafiosos para poder sostener a un “sistema de orquestas”, me perdonan, pero hay algo inmoral en esa posición, y no se trata de poner en una balanza el sumo bien, pues igual, Hitler decidió acabar con los judíos pensando en el mejoramiento de la raza aria.
Quien se sustraiga de su responsabilidad con su grupo social, está haciendo política, y si esa supuesta neutralidad lo que hace es contribuir a la disolución de esa sociedad; para efectos del resultado final, el que haya sido un gran artista o científico, no tiene importancia. - saulgodoy@gmail.com
Edilio Peña -El arte ante la historia DUDAMEL Y EL TOTALITARISMO
Especial para Ideas de Babel. El discurso político es muy diferente al discurso artístico.
Así como no hay comparación entre una obra artística y una obra política. No es
una consideración determinada por la rivalidad o la competencia de los oficios,
sino porque simplemente, la naturaleza de la composición y los fines de cada
una, las separa el puente que junta las orillas del abismo. El político construye
su obra en el presente inmediato, mientras el artista lo hace buscando sustraer
su obra del tiempo condicionante. Quizá también porque la política está forzada
a producir desde la historia; en cambio, la obra artística es fraguada desde el
intangible y hondo espíritu de lo humano. Para el político, el destino
colectivo es su razón de ser; en cambio, para el artista, lo constituye aquel
que se resiste a ser sólo una expresión colectiva: el individuo. Sin embargo,
acontecen circunstancias sociales excepcionales que pueden forzar a algunos
protagonistas de la política y el arte, a juntar su voluntad y talento para
vencer la realidad que pone en vilo la estabilidad de una nación o de ellos
mismos. En ese momento, la sobrevivencia y la ética los abraza en un solo
objetivo: preservar la libertad del ser.
En la Francia
invadida por los alemanes, dos escritores emblemáticos del existencialismo y el
absurdo, ganadores después del Premio Nobel de Literatura, se incorporaron a la
resistencia conformada por los legendarios Maquis. Me refiero a Albert Camus y
a Samuel Beckett. Ambos participaron en la resistencia sin sacrificar los fines
artísticos de su obra, porque supieron entender y diferenciar, la acción de la
política en relación con la acción del arte. Un auténtico y verdadero escritor
tiene el olfato y la certidumbre de saber cuándo hay batallas que debe lidiar
en la página en blanco, y otras, en un terreno sombrío y empantanado. Un
destino más dramático e infeliz lo tuvo el dramaturgo alemán Bertolt Brecht al
enfrentar con su obra el ascenso del nacionalsocialismo pero, paradójicamente,
al apoyar con su silencio los horrores del estalinismo. Menos ambiguo fue Alejo
Carpentier, quien con una novelística magnífica, refrendaba la dictadura de
Fidel Castro sin importarle que su par, Reinaldo Arenas, con una obra que
superaba la suya, fuese perseguido y acosado por la policía política del régimen,
como una rata de albañal.
Porque cuando
un artista compromete su talento creador, a la disposición y exaltación de una
dictadura, privilegia sobre la ética, la obra artística. Justificando desde allí
cualquier acto de impudicia, contra los otros y contra sí mismo. Al hacerlo,
zanja en su alma una hendija por donde comienza a supurar, aun sin que él se dé
cuenta. Y no es precisamente sangre lo que manará de esa herida. El
Renacimiento, a manos del poder de los Médicis, habla mucho de ello. Y el mismo
Miguel Angel o Leonardo da Vinci se vieron comprometidos en esa doblez, que en
algún momento hubo de perturbarlos.
El monopolio
del poder dictactorial acostumbra a utilizar el talento de genios y artistas
para exhibirse ante su nación y el mundo, como genuinos filántropos de las
virtudes humanas. Tal es así que mientras un artista exquisito es privilegiado
por ese poder como un talento único e insuperable, otro artista, relegado a las
sombras, jamás podrá ocupar el lugar que éste ocupa, aunque lo supere en
virtuosismo. Porque el mecanismo de las oportunidades, asfixiarán los caminos
para que ese talento reprimido o censurado, no sustituya al que hoy tiene la
batuta de ser el mejor para el dictador. Es el caso del músico, Gusatvo
Dudamel, en el espectro de la dictadura totalitaria en Venezuela. Alicia Alonso
tenía las mismas décadas que tenía la dictadura de Fidel Castro como la mejor bailarina
de Cuba, y aun, del mundo. Esa excelencia perpetua, entonces, se hace
sospechosa. No hay que olvidar que en las dictaduras comunistas la competencia
es sustituida por la imprescindible presencia aplastante de un yo supremo que
aniquila al rival. Es decir, el artista excepcional del régimen, como el
dictador frente a la conducción del Estado, no puede ser relevado ni sustituido
por nadie. A menos que el propio dictador lo decida.
El 10 de
enero de 2013 se ejecutó un golpe de Estado en Venezuela, y los dos adalides de
la música clásica del régimen inconstitucional, José Antonio Abreu y Gustavo
Dudamel, trataron de eclipsar ese magno y repudiable hecho, con el pretexto de
que el concierto que ejecutarían ese día, sólo perseguía homenajear al héroe
enfermo y agónico de la revolución que pronto partiría hacia el averno. Nada más.
Pero cuando la orquesta Simón Bolívar comenzó a tocar Oda a la alegría, de
Ludwig Van Beethoven, ocurrió un fenómeno extraño e inédito en la historia de
los conciertos, nadie oyó la música porque todos habían quedado sordos como
Beethoven, ese genio que al enterarse de que su admirado Napoleón Bonaparte, se
había autocoronado Emperador tras un golpe de Estado, tomó la decisión de
liberar su sinfonía Eroica, que antes le había dedicado a Napoleón, de ese
infausto destino que es vender el alma al diablo. Y eso es justamente lo que no
ha ocurrido con el alma de Gustavo Dudamel, hasta ahora, en medio de la
tragedia venezolana que se agudiza por causa de una dictadura totalitaria, por más
que la agudeza e inteligencia de Fernando Mires, pretenda explicarlo y
justificarlo, en su impudicia.
“Lo que más llama la atención es precisamente
que la mayoría de los enemigos (¿políticos?) de Dudamel no polemizan con el
director por el hecho de que este haya emitido una opinión sino por lo
contrario: por el hecho de no haberla emitido”.
Escribe Fernando Mires.
“Lo más más grave de Gustavo Dudamel es que
se ha pronunciado de hecho y no de palabra, al apoyar la dictadura totalitaria
en Venezuela, como quedó representado y testimoniado en el concierto que
dirigió en el año 2013, cuando se produjo un golpe de Estado en Venezuela en el
umbral de la desaparición física del anterior dictador”. Escribe Edilio Peña.
edilio2@yahoo.com
COMENTARIO DE FERNANDO MIRES
Me ha sorprendido gratamente el interés que ha despertado
en los medios venezolanos mi artículo “El arte, la política y Dudamel”. Sea a
favor o en contra, lo cierto es que no sufrí el peor castigo que puede sufrir
alguien que divulga sus puntos de vista: el de la indiferencia.
De las distintas reacciones he seleccionado tres textos
que no están de acuerdo con el contenido de mi artículo. Los tres mantienen un
buen nivel; buscan polemizar y no ofenden ni descalifican.
1.
El texto de Mariano Nava es sugestivo. Narra de un modo
muy fiel la historia de Orfeo y Eurídice. A través de ese texto sugiere que en
las actividades más sublimes los humanos pueden perder la senda y entregar lo
mejor de su vida a poderes establecidos, sea el de los dioses o el de los
hombres.
Podríamos cambiar la palabra arte por la palabra amor y
el resultado sería el mismo. Tanto el arte como el amor comportan fuerzas
destructivas. En ese punto estamos plenamente de acuerdo. Ni en mi artículo
sobre Dudamel ni en ningún otro texto he sostenido lo contrario. Pienso que en
la vida de cada ser luchan, en cada segundo, las fuerzas de la vida (Eros)
contra las de la muerte (Tánatos).
Pero el objetivo de mi artículo era otro. A partir de las
diferencias gravitantes que separan al mundo de la política con el del arte he
intentado señalar que nadie, a partir de su ideología, creencia, o simplemente,
ética (personal o grupal), puede ni debe erigirse en juez de alguien mientras
ese alguien no haya delinquido de modo manifiesto en contra de esa ética
colectiva que proviene de una constitución común.
Por cierto, podemos –incluso debemos- disentir de las
opiniones de cada cual, pero de ahí a erigir una suerte de superioridad moral
frente a un artista (bueno o malo, no viene el caso) por el solo hecho de que
este no adscribe a la posición política que consideramos la mejor, hay muchos
pasos. Por eso saludo, una vez más, el tono y la forma empleado por Mariano
Nava.
Vuelvo a reiterar: estoy de acuerdo con el mensaje moral
que busca transmitir Mariano Nava. Pero no lo entiendo como una respuesta a mi
artículo, tal como reza su título.
2.
En el mismo sentido no puedo concordar con la opinión de
Saúl Godoy Gómez en un texto en el cual no menciona mi nombre pero que fue
publicado en Facebook como respuesta al mío. En ese texto hay dos tesis que
quisiera rebatir.
La primera hace mención a la obra de arte en sí.
Que la música puede reflejar la personalidad del autor,
es algo indiscutible. Lo discutible es que esa música refleje las posiciones
del autor frente a la sociedad, es decir, sus opiniones políticas. En algunos
casos existe el propósito deliberado de que así sea. La tercera de Beethoven, por ejemplo, está política e históricamente impregnada por el republicanismo del genial
compositor. Sin embargo, también es cierto que a través del arte –y eso intenté
explicar en la primera parte de mi artículo – tiene lugar un proceso de
transfiguración en el cual el artista ya no es totalmente dueño de sí mismo.
Ver en cada obra de arte un subproducto (superestructura) de las relaciones
sociales y políticas de su tiempo fue una tesis stalinista que en estos
momentos no podemos compartir. También la obligación de que el artista asuma
una militancia, es decir, que camine por “el lado correcto de la historia”, es
una alternativa que ya no se puede seguir sosteniendo.
“Ingenieros del alma” –no olvidemos- llamó
Stalin a los escritores fieles a su dictadura.
La segunda tesis la considero aún más peligrosa. Ella
dice que el artista, como muchos otros profesionales, no puede permitirse el
lujo de no optar como ente político. Aparte de que Godoy Gómez escribe en un
país donde los llamados “ni-níes” suman millones, el autor está estableciendo
–me pareció verlo así- de un modo extremadamente autoritario, la obligación de
cada ciudadano a asumir posiciones políticas.
Por supuesto, un soldado no puede ni debe ser neutral en
la guerra. Pero eliminar la decisión de la neutralidad como opción personal y
política es faltar a la propia ética política, sobre todo si se tiene en cuenta
que la constitución, ni en Venezuela ni en ninguna otra parte, obliga a tomar
partido a cada ciudadano.
Lo que es bueno para la pava es bueno para el pavo dice
un dicho venezolano. Por lo mismo, y
dicho al revés, lo que es bueno para un soldado en la guerra no debe ser
necesariamente bueno para un profesional civil, sobre todo si se tiene en
cuenta que ese profesional, sea un médico, un gasfitero, una dueña de casa o un
dudamel, no han faltado ni a la ética de su profesión ni a la que proviene de
las leyes.
Por cierto, yo –desde mi punto de vista estrictamente
personal- preferiría que Dudamel hubiera sido antichavista. Pero no puedo ni
debo condenarlo porque no lo es. Yo solo me hago cargo de mis posiciones, no de
la de los demás. Nadie tiene el derecho - y digo derecho en el exacto sentido
jurídico del término- a hacerlo.
Si los que creen no tener ninguna culpa lanzaran la
primera piedra, terminaríamos todos sepultados bajo esas piedras.
3.
Una dirección similar a la de Godoy Gómez parece seguir
Edigio Peña en su artículo titulado Dudamel y el Totalitarismo. La
diferencia es que Peña contrapone a Dudamel un conjunto de artistas y
escritores que han asumido posiciones políticas loables.
Del mismo modo yo podría hacer un listado de artistas que
han tomado opciones política nada de loables sin haber perdido su condición de
artistas. E igualmente podríamos hacer otro listado de artistas que han
decidido no tomar ninguna posición. Con respecto a las tres posibilidades
podríamos llenar volúmenes del tamaño y extensión de una guía de teléfonos. Y
al final tendríamos que llegar a la misma conclusión.
Los artistas, en cuanto a sus opciones políticas, no se
diferencian en nada de los no artistas. Desde su punto de vista profesional
hacen y han hecho siempre lo mismo que hacen todos los profesionales: tomar
decisiones. Y esas decisiones, en tanto la actividad que realizan no atenta en
contra de la legislación común, debemos, sin necesidad de compartirlas,
aceptarla. Ese es el ABC de toda democracia.
Como escribí en mi artículo, comparto la posición
política de Gabriela Montero. Pero la de Dudamel, sin compartirla, la acepto.
A nadie, artista o no, podemos decirle: “o estás con
nosotros o estás en contra de nosotros”. Eso es chantaje, presión al prójimo,
expresión de una mentalidad autoritaria revestida de actitud democrática. Un
chavista tiene tanto derecho como un no chavista a ser lo que es. Podemos
discutirle su posición, pero ese derecho no se lo podemos negar a nadie . A
Dudamel tampoco.
4.
A mí no me interesa la persona Dudamel. Me
interesa sí defender el derecho a tomar o no tomar posiciones frente a la
política si estas no atentan en contra de la letra y el espíritu de la Ley. Lo
contrario significaría dejarme llevar por prescripciones morales de tipo
pre-constitucional, o por éticas ocasionales y subjetivas susceptibles de ser
interpretadas de acuerdo a los deseos e imaginación de cada uno.
Justamente en nombre de la Constitución se ha levantado
la mayoría de la oposición venezolana. Esa es la razón por la cual, junto a
muchos otros latinoamericanos, he decidido apoyarla. Pues si esa oposición no
fuera constitucional, no merecería ser apoyada por ningún demócrata de la
tierra. La intolerancia, los insultos desmedidos que caen sobre la persona de
Dudamel solo porque él no es uno de “los nuestros”, no le hacen ningún favor a
la imagen constitucional de esa oposición. Todo lo contrario, la dañan.
5.
Por último, doy gracias a los autores mencionados la
posibilidad que me han brindado para debatir. Muestran ellos que, aún en las
condiciones anti-democráticas que vive su nación, el deseo de polemizar en
términos adecuados no ha desaparecido del todo.
El futuro, queramos o no, deberá ser construido sobre la
base de ideas divergentes. Ellas conforman el sustrato de todo orden
democrático. Y al fin y al cabo, el pensamiento único solo puede llevar a la
estupidez única.
Anexos
Anexos
Para leer texto de Fernando Mires hacer clic en El arte, la política y Dudamel
Para leer texto complementario hacer clic en Fernando Mires - ¿HABLEMOS DE ÉTICA?
Para leer texto complementario hacer clic en Fernando Mires - ¿HABLEMOS DE ÉTICA?