Sé que el artículo
que voy a escribir no está orientado hacia un público especializado. Por eso no
será fácil abordar el tema. Quiero escribir sobre las relaciones entre arte y
política como consecuencias del vendaval de agresiones que ha desatado una
parte de la oposición venezolana en contra del exitoso y joven director de
orquesta Gustavo Dudamel.
Dudamel ha sido
acusado por una parte de la oposición del “delito” de no haber roto con el
chavismo ni haber tomado posiciones frente al régimen que impera en su país. La
dificultad que asoma es que para abordar este tema es ineludible hacer un
intento, por breve que sea, para cotejar la especificidad de lo artístico y de
lo político. Lo intentaré.
1. Arte
Si voy a hablar de
arte tengo que recurrir a quienes mejor han intentado entender el sentido de su
ejercicio. Confrontado con el tema, los primeros nombres que llegan a mi mente
son los de Nietzsche y Heidegger.
Según el Nietzsche
de Así Habló Zaratustra y del Nacimiento de la Tragedia, el arte
surge de la “voluntad de poder”. No obstante ese poder no tiene nada que ver
con el poder ejercido sobre las personas y las cosas. Mucho menos con el poder
político. Se trata de un poder extracorporal pero que, por paradoja, debe ser
alcanzado con y a través del cuerpo. Un poder extrasensorial pero que a la vez
debe ser conquistado con el uso limitado de nuestros sentidos. Un poder cuyo
“sí mismo” está destinado a acceder a otra realidad pero que a la vez usa como punto de partida la realidad que
habitamos. En breve, se trata
de un poder metafísico.
El arte lleva de
por sí una práctica metafísica o
trascendental. Sin trascendencia, según Nietzsche, no hay arte. Esa es una de
sus proposiciones centrales en Zaratustra.
En El Origen de
la Tragedia, Nietzsche se distancia un tanto de la contradicción entre la
esencia metafísica e inmanencia apariencial (sensorial) y propone un dualismo
no antagónico entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Lo dionisiaco corresponde al
estado de embriaguez y éxtasis.
El arte, cualquiera
sea su expresión, no puede prescindir del desvarío, afirma Nietzsche. Por esa
razón el devenir del arte no transita por caminos rectos sino por laberintos.
El artista presiente lo que busca, mas no lo sabe. Hacer arte supone
confrontarse con un continuo perderse en sí mismo. El arte es tormentoso, es
pasional y en sus orígenes, desenfrenado. Por eso Dioniso, dios de los
placeres, a fin de no sucumbir aplastado por el peso de sus pasiones, necesita
de Apolo, el dios del equilibrio, la perfección y la armonía. Pero para poner
en orden a las pasiones, Apolo también necesita de ellas. Entre Dioniso y
Apolo se establece entonces una relación de fraternidad e incluso de
complicidad. De la comunicación entre ambos surgirá el arte. Sin uno o sin el
otro, todo arte será un remedo del arte.
Heidegger,
profundamente nitzscheano, continúa el pensamiento de Nietzsche, sobre todo en
el primer tomo de su tratado sobre Nietzsche (son tres). Según Heidegger, el arte no termina en las cosas,
no es cósico. Trabaja en y
con las cosas pero en busca de una –este es concepto central en Heidegger-
“apertura”.
La “apertura” se
encuentra, según Heidegger, no fuera de alguna caverna como imaginó Platón,
sino en las ocultas profundidades del Ser. En lo oculto, dijo Heidegger,
vive la verdad. Arrojar luz hacia lo oculto es, en consecuencia, tarea
principal del artista. Sin búsqueda de la verdad no hay arte -aquí Heidegger
toma un camino distinto a Nietzsche, camino que transita precisamente en su
libro Caminos del Bosque (Holzwege)-. El artista es un revelador
de la verdad. El modelo del arte total, así como Nietzsche creyó encontrarlo en
la música de Wagner, lo encontró Heidegger en la poesía de Hölderlin.
El arte según
Heidegger se aproxima a la búsqueda de Dios pero convertido en La Verdad (Para
Heidegger –legado socratiano- Verdad y Belleza son casi sinónimos). Solo a
partir de la revelación de lo oculto comienza el proceso de la creación
artística. (Re-creación, corregiría Ratzinger, pues el humano puede inventar o
componer, nunca crear, atributo exclusivo de Dios).
El arte, al
“desocultar” lo oculto, nos lleva a reconsiderar la existencia en el marco de
otra historia, o lo que es igual, de otro tiempo distinto al de nuestra
existencia. De tal modo, gracias al arte, salimos, al igual que Nietzsche,
desde el más acá hacia el más allá, con la diferencia que, según Heidegger, ese
más allá no esta fuera del más acá sino en los lugares más recónditos, quizás
en el fondo mismo de nuestros corazones. La “apertura” para Heidegger es en
cierto modo un regreso: un regreso hacia la esencia del Ser.
Y bien. Dejaremos
en este punto esta síntesis acerca de la esencia del arte para dirigir la vista
hacia ese otro espacio que nunca Nietzsche y Heidegger exploraron. Nos
referimos al espacio de la política. Un espacio hacia el cual se atrevió a
caminar, aunque muy sola, Hannah Arendt. A lo largo de ese camino podemos
descubrir, guiados por Arendt, la enorme antítesis que existe entre el
pensamiento artístico y el pensamiento político.
2. La Política
La antítesis entre
ambos pensamientos explica a su vez la hipertensión que existe entre esos dos
modos del ser, el del estar aquí y el del ser fuera de sí. La política, en
efecto, no está situada en las profundidades del ser sino en su mera
superficie. Sobre esa superficie se erigen las ciudades y en ellas debaten los
ciudadanos sobre las cosas de este mundo. La política por lo mismo reside en el
nivel de las apariencias, nunca en el de la trascendencia. Y mucho menos en el
de las esencias. Una política no superficial no sería política. De la política
no debemos esperar ninguna redención.
La política, a
diferencias del arte, tiene lugar –afirma Arendt- bajo la luz de lo público (¿Qué
es Política?). Su objetivo no es la búsqueda de la verdad sino,
simplemente, de mínimas certidumbres. Para defender nuestras certidumbres,
luchamos unos contra otros, pero al mismo tiempo establecemos compromisos. La
política, luego, no es trascendente, sino radicalmente inmanente. Su práctica
no se deja regir por las pasiones, ni por el amor, ni por el odio, sino que por
una razón instrumental que nunca puede ni debe regir la actividad artística.
Arte y política son en ese sentido excluyentes. Como el agua y el fuego, nunca
podrán juntarse. Así se explica por qué casi no existen políticos dedicados al
arte (a menos que consideremos como arte los mamarrachos que pintaba Chávez).
A la inversa, cada vez que los artistas han intentado incursionar en política,
los resultados, salvo raras excepciones, han sido catastróficos.
El arte actúa hacia
lo desconocido. La política, en cambio, actúa sobre la base de lo existente.
Sin acontecimientos no hay política. La política, en fin, no es actividad
metafísica sino existencial. Todo proyecto encaminado a elaborar una política
trascendental y metafísica, lleva, según Arendt, al totalitarismo (Los
Orígenes del Totalitarismo) es decir, hacia el fin de la política. Tesis
verificada durante los totalitarismos nazis y comunistas.
Con estos apuntes
ya es suficiente entonces para percibir por qué los caminos del arte y la
política están separados por campos minados. Esa es la razón, además, por la
cual los artistas enfrentan una contradicción insalvable. Como habitantes de la
ciudad, deben cumplir obligaciones ciudadanas y a veces asumir tareas
políticas. Como artistas, están condenados a distanciarse de las cosas de este
mundo.
Desde que hay
política y arte, el dilema para todo artista ha sido: o poner la política al
servicio de su arte o poner su arte al servicio de la política. Si elige la
primera vía, será denostado por sus conciudadanos. Si elige la segunda, dejará
de ser artista para convertirse en un mercenario al servicio de poderes
circunstanciales. Por eso muchos artistas eligen un camino intermedio. Ese
parece ser el elegido por el director de orquesta venezolano Gustavo Dudamel.
3. Dudamel
Gustavo Dudamel
decidió a muy temprana edad -siguiendo la línea de su maestro José Antonio
Abreu, fundador del sistema nacional de Orquestas y Coros Juveniles- aceptar la
colaboración del gobierno de turno como venía ocurriendo desde los años
ochenta. El precio módico fue rendir respeto al gobierno sin poner la música
bajo su servicio exclusivo.
Dudamel ha
intentado, como miles de artistas en el mundo, un compromiso desde el reino de
la música con el reino de este mundo. El problema es que esa solución
intermedia no ha sido entendida por gran parte de la oposición política
venezolana. Situación inédita en la historia de la música. Mientras más éxito
alcanza Dudamel, más aversión despierta en sectores de la oposición. Los medios
afines al chavismo tampoco lo glorifican. Seguramente esperan de él una toma
firme de posiciones, loas al poder y juramentos de fidelidad a Maduro. Tampoco
lo han logrado. Dudamel, simplemente, no quiere hablar sobre política. Decisión
que contrasta con la de otros artistas latinoamericanos quienes pese a que
intentaron opinar sobre política, jamás despertaron el odio concitado por
Dudamel entre sus con-nacionales. Pensemos por ejemplo en dos muy grandes.
Neruda y Borges.
Pablo Neruda nunca
ocultó su militancia en el partido comunista. Pero su poesía era admirada más
allá de su partido. Dos de sus mejores amigos no eran de izquierda. Hernán Díaz
Arrieta (Alone) eximio y ultrareaccionario crítico literario de El Mercurio,
nunca ahorró loas a Neruda. El escritor Jorge Edwards, al final de la vida de
Neruda, fue confidente del gran poeta. Neruda, pese a ser comunista, iba mucho
más allá de la dicotomía izquierda-derecha. Como Dudamel cuando dirige, Neruda,
aún en su poesía política, estaba más allá de la política. Para mí Neruda –no
pido a nadie que comparta mi opinión- era y es “la poesía”.
El caso de Jorge
Luis Borges es aún más interesante. Siempre Borges presumió de anti-político.
Pero pocos escritores han destilado más veneno político que Borges en contra
del peronismo, del comunismo y del “progresismo”. Sin embargo, todas esas
corrientes lo respetaron. Los escritores peronistas –son muchos- se declaran en
su mayoría, devotos de Borges. Borges, para la intelectualidad argentina y gran
parte de la latinoamericana, es el maestro. Si se quiere bromear un poco,
Borges es el Maradona de los artistas e intelectuales de su nación (lo escribo
con cierta sorna: Borges odiaba al fútbol)
Podríamos decir
palabras similares de otros grandes como García Márquez (El “Gabo” es símbolo
nacional) Octavio Paz e incluso Vargas Llosa cuya actividad política ha sido
más que profusa. Los éxitos logrados en el exterior por esos escritores han
sido celebrados por la inmensa mayoría de los habitantes de sus respectivos
países quienes han sabido deponer diferencias cuando llega el momento de honrar
a sus glorias nacionales. Eso lamentablemente no ha ocurrido en Venezuela con
respecto a una de las figuras más representativas de la música contemporánea:
Gustavo Dudamel.
En el campo de la
música es difícil encontrar a alguien que haya elevado tan alto el nombre de su
nación como Gustavo Dudamel. Ya sea en los Ángeles o en Gotenburg, en Chicago o
en Stuttgart, en Nueva York o en Viena, ha ganado un reconocimiento
internacional sin paralelo en la historia de la música latinoamericana. Hay
directores de orquesta que ya lo comparan con Leonard Bernstein. Pocos han
logrado sentir el espíritu de Mahler o de Brahms de un modo tan intenso. Verlo
dirigir la cuarta de Brahms es un espectáculo. Dudamel no solo dirige, “vive”
en Brahms.
Adonde vaya Dudamel
será visto como embajador artístico, no de un gobierno, sino de una nación.
Gracias a Dudamel muchos amantes de la música se han enterado de que Venezuela
no solo produce petróleo, reinas de belleza y militares corruptos. Quieran o
no, los venezolanos, no solo los chavistas, tienen una deuda con Gustavo
Dudamel. Más grande será cuando llegue el momento de desagraviarlo frente a los
indecibles insultos que le han propinado miembros de exaltadas fracciones de la
oposición por el hecho de haber decidido, antes de su concierto de Nuevo Año en
Viena, no dar opiniones políticas sobre su país.
Claudio Arrau, el
genial pianista chileno, también tomó en su tiempo la decisión de Dudamel. Ni
siquiera en los más feroces días de la dictadura militar quiso hablar sobre
política. Todos, derecha e izquierda, si no lo entendimos, lo respetábamos. Y
en sus giras íbamos a escucharlo no porque nos interesara su posición política
sino porque llegó a ser el mejor especialista en piano de Beethoven y, además –hay que decirlo- porque era chileno, nacido en Chillán. Al
igual que ayer Arrau, grandiosos pianistas rusos, algunos de ellos, emigrantes
por razones políticas, viajan hoy por el mundo y ninguno opina sobre el régimen
de Putin. Solo en Venezuela vilipendian a Dudamel porque no eleva su voz frente
al régimen que azota al país.
Por cierto, hay
también grandes músicos que como ciudadanos toman opciones políticas y en
algunas ocasiones ponen sus talentos al servicio de una causa. La soprano Anna
Netrebko -de quien se dice es la heredera de la Callas- y el magnífico director
Valery Gergiev, no han vacilado en rendir homenaje al zar Putin en sus presentaciones.
Muy bien, es su derecho, pero no es su obligación. Del mismo modo, la
venezolana Gabriela Montero, pianista de reconocimiento internacional, ha
llegado a componer piezas musicales a favor de una Venezuela democrática. Puede
decirse lo mismo: es un derecho, pero no es una obligación. Y mientras alguien
cumpla con las leyes y normas de un derecho universal que garantiza tanto la
libertad de opinión como la libertad de no opinar, ni Montero ni Dudamel pueden
ser objetados.
El autor de estas
líneas comparte la opción política de Montero y a la vez acepta
la opción de Dudamel. Pues compartir y aceptar son cosas diferentes. No hay ley
moral o jurídica que obligue a los artistas a tomar o a no tomar decisiones
políticas. Gracias a Dios. De ahí mi absoluta incomprensión frente a esos
sectores afiebrados de la opinión pública venezolana que, al enjuiciar a
Dudamel, se dejan regir por el lema totalitario: “o estás a favor o en contra
de nosotros”. En nombre de su oposición al chavismo esos sectores han hecho suya
la lógica del chavismo.
Evidentemente en
Venezuela hay dos grandes conflictos. Por una parte, el de la
oposición-gobierno. Por otra, el de una cultura democrática frente a otra muy
antidemocrática. Esta última no solo reside en el chavismo. Atraviesa, además,
de lado a lado, al conjunto de la oposición. Incluso, me atrevería a decir, una
parte de la oposición, no sé cual es su magnitud, ha sido facistizada por el
chavismo (si es que no lo estaba antes).
Haciendo una
revisión a través de las redes sociales sorprende la magnitud e intensidad de
las invectivas en contra de Dudamel. Dejemos de lado al hampa tuitera, esos
criminales del teclado que proyectan sus complejos de inferioridad en contra de
seres muy lejos de su nivel. Lo que sí asombra es que personas ponderadas hayan
caído en el mismo frenesí anti-dudamelista. Razón de más para pensar que el
problema no reside tanto en Dudamel sino en la propia oposición venezolana. En
ese sentido parece ser evidente que Dudamel funge en estos momentos como chivo
expiatorio frente a agresiones que no habían logrado encontrar un objeto
concreto.
El deseo de
agresión precede al objeto de agresión, dice una conocida tesis
freudo-lacaniana. En efecto, Dudamel ha pasado a ser objeto de agresión de una
tendencia política que no ha podido lograr sus objetivos de poder. Ya sea por
una conducción errática, o por la imposibilidad de alcanzar un punto unitario,
esa tendencia se encuentra muy frustrada. No habiendo podido derrotar al
enemigo, impotente frente a un régimen armado hasta los dientes, ha terminado
por desarrollar en su interior una serie de agresiones. Agresiones, que si no
encuentran el objetivo, pueden transformarse en autoagresiones o ser invertidas
en un objeto sustitutivo del enemigo (en este caso Dudamel). En las redes
sociales, sus actores han optado por las dos vías a la vez. Por una parte se
injurian de modo abominable entre sí. Por otra, descargan un increíble odio en
alguien que ni siquiera es un político. Un profesional serio, un joven exitoso,
un propietario de esa mercancía que no se vende en las farmacias: talento.
Por cierto, hay
quienes hacen la separación entre el director Dudamel y el hombre Dudamel.
Aducen que reconociendo el valor del primero, se pronuncian en contra del
segundo aunque sin ahorrar epítetos (desde colaboracionista hasta hijo de
perra). Desde un punto de vista formal esa es una posición correcta, pero desde
el punto de vista político no lo es. Y no lo es por la sencilla razón de que
Dudamel no es un político. Su mundo, como hombre y como artista, es musical.
Lo que más llama la
atención es precisamente que la mayoría de los enemigos (¿políticos?) de
Dudamel no polemizan con el director por el hecho de que este haya emitido una
opinión sino por lo contrario: por el hecho de no haberla emitido. El manido
argumento al que recurren es que, ante la situación que vive Venezuela, nadie
puede ser neutral. Paradójicamente esa fue la misma posición que levantaron los
nazis y los comunistas en sus respectivos países. En situación de guerra interna
y externa -aducían- la neutralidad es colaboración. ¿No es la misma tónica
empleada por Maduro cuando califica a toda la oposición como “enemigos de la
patria?”.
Hannah Arendt, será
preciso recordar, distinguía dos enemigas de la política: la despolitización y
la sobrepolitización. La despolitización o apatía política lleva a la
desintegración de una sociedad. La sobrepolitización, al convertir a todo en
política, anula las diferencias entre lo político con lo no político (la
intimidad, la religión, el arte) dándose así las condiciones para que aparezca
la tentación totalitaria. Y bien, me parece que en estos momentos Venezuela
vive un avanzado grado de sobrepolitización.
Afortunadamente he
podido observar en las redes muchas posiciones razonables que no señalan a
Dudamel como el enemigo número uno de la oposición, que llaman a centrar la
acción frente a objetivos políticamente definidos (entre ellos la lucha por
elecciones libres y soberanas), que reclaman una separación entre la política
con los otros espacios de la vida ciudadana. En fin, opiniones que creen en una
lucha democrática realizada por personas democráticas
Personas que creen
en las diferencias, en la libertad de opinión y por lo mismo en la libertad de
no opinar. Personas convencidas en que quienes cumplen con las leyes y con la
moral normativa que de las leyes se deduce (l’esprit des lois según
Montesquieu) no pueden ser juzgados ni condenados por nadie. Personas que no se
dejan regir por una supuesta moral universal situada más allá de todo tiempo y
lugar. Personas que creen que el debate político hay que llevarlo a cabo con
políticos y no con cantantes, jugadores de fútbol y directores de orquesta.
Personas, en fin, que han hecho suyo uno de los lemas más felices de Rosa
Luxemburg: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa
diferente”
Pienso que esas
personas conforman la mayoría de la oposición venezolana. Quiero, además, creer
que así es. Porque si no fuera así, seguir apoyando a esa oposición no valdría
la pena.