Fernando Mires - El mensaje austriaco: SE PUEDE. SÍ, SE PUEDE



Casi todos los focos noticiosos estaban puestos en Italia ese Domingo 4-D. El plebiscito convocado por Matteo Renzi fue rodeado del máximo de espectacularidad. Pero ¿qué podía pasar ahí?
Si ganaba el plebiscito, Renzi iba a ser el padre de una nueva Constitución. Si perdía, debería presentar su renuncia. Esto último habría provocado en cualquier país un caos. Pero en Italia no. En el más bello país del mundo no hay gobierno que dure demasiado. El estado natural de la política italiana es la crisis. Sin crisis no puede haber normalidad en Italia.
¿Reapareció Berlusconi en escena? ¿Beppe Grillo sigue avanzado con sus Cinco Estrellas? Eso es normal en un país que cultiva la ópera y la política bufa. Desde los tiempos del histriónico Mussoloni pasando por la pornográfica Cicciolina hasta llegar a los dos nombrados, para la mayoría de los italianos la política es una prolongación del arte barroco. No pocas veces se burlan de ella; y no sin ciertas razones.
No. Ese domingo el foco político no estaba en Italia, pero sí muy cerca.
En Austria, por errores técnicos, fueron repetidas las elecciones. Después del Brexit, la mayoría de los demócratas europeos suponía que el camino ya estaba allanado para que el xenófobo FPÖ y su líder Norbert Hofer se hicieran del poder. Por eso, cuando fueron anunciados los primeros resultados, respiramos con alivio.
El candidato democrático, el ex militante del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, sobrepasó incluso su votación de los comicios anteriores. Más importante aún: Van der Bellen demostró con su triunfo que es posible detener el avance de los partidos fóbicos, avance que parecía hasta hace poco imparable. ¿Cómo lo logró? Tres razones parecen explicar su victoria.
La primera resultó de un buen análisis de las primeras elecciones. En las grandes ciudades, durante los primeros comicios, Van der Bellen había obtenido una excelente votación. No así en las provincias. Pues bien, a sus 72 años, el candidato de los demócratas comenzó a visitar pueblo por pueblo, aldea por aldea.
Fue también una experiencia nueva para el candidato. Entendió que la política no solo es televisiva o digital sino que, además, posee un lenguaje corporal. A la gente le gusta que los políticos salgan de las cámaras, que se acerquen a ellos, que les digan, a veces con un simple acto de presencia, que el poder no está muy lejos.
La segunda razón: Van der Bellen, a diferencia de los candidatos democráticos en otros países, tomó en serio los temores de la población frente al enorme avance de las migraciones provenientes del Oriente Medio. No ocultó el problema, pero sí lo explicó, punto por punto. Y muchos lo entendieron. Como suelen hacer los buenos analistas -al fin Austria es el país de Freud- el profesor jubilado Van der Bellen dialogó sobre los miedos y con ello demostró como los miedos, cuando son hablados, si no desaparecen, disminuyen notablemente. Hizo lo mismo que los fascistas, pero al revés. Fue a la gente pero no para para infundirles miedos sino para quitárselos. En gran medida lo logró.
La tercera razón es que a diferencia de lo que suelen hacer socialdemócratas y liberales, Van der Bellen dejó a un lado las reglas de la política correcta y, contraviniendo a su propio temperamento amable y conciliador, decidió enfrentar a Hofer como a un peligroso enemigo político. En el último encuentro televisivo lo arrinconó acusándolo de ser lo que es: un racista, un oportunista, un aventurero en condiciones de empujar al país hacia el abismo del odio.
En breve, Van der Bellen demostró que la política es antes que nada lucha de contrarios. Y así logró entusiasmar a un público apático, obteniendo, además, muchos votos entre los electores jóvenes.
Se demuestra una vez más que la política no solo debe ser dialógica sino, antes que nada, confrontacional.
Los diálogos en la política no pueden prescindir de la confrontación como opinan esos liberales que llevan la lógica de “la mano negra que regula el mercado” (Adam Smith) hacia el espacio de lo político. La política sin antagonismo se reduce a un entretenimiento poco serio (Carl Schmitt) y si es vivida sin pasión suele provocar aburrimiento (Max Weber). La razón política, lo dijo repetidamente Hannah Arendt, es existencial: es la lucha permanente entre lo que se ha ido y lo que viene. Es en cierto modo una práctica agónica (agonía: lucha). En ese sentido Arendt nos habló de la diagonalidad de la política. Lo di- agonal, en estricto entendimiento, es una agonía (lucha) librada entre dos.
La de Austria fue solo una pequeña batalla comparada con las que se avecinan. En los Países Bajos, en Francia y en Alemania, Europa jugará su destino en la la ruleta de las urnas. Pero Austria ya ha mostrado el camino.
Van der Bellen fue a las barricadas. Entendió que la democracia para que exista debe ser defendida con pasión. O lo que es igual: entendió que la democracia no solo es una forma de gobierno sino, cuando los tiempos así lo exigen, debe ser, además, una militancia.
Así lo entendió también la inteligente Angela Merkel. Su discurso en el Congreso de la CDU del 6-D fue el de una demócrata militante: directo, combativo, pleno de energía. El lema de su campaña electoral será: “Nuestros valores, nuestro futuro”.  Esos valores son los de la vida democrática, los no transables, los que no pueden ser puestos al servicio de esos demagogos que cada cierto tiempo –tanto ayer como hoy-  asolan la vida de la polis.
Angela Merkel aprendió bien la lección que Van der Bellen a Europa dio. Se puede. Sí: claro que se puede.