Si ganaba el
plebiscito, Renzi iba a ser el padre de una nueva Constitución. Si perdía,
debería presentar su renuncia. Esto último habría provocado en cualquier país
un caos. Pero en Italia no. En el más bello país del mundo no hay gobierno que
dure demasiado. El estado natural de la política italiana es la crisis. Sin
crisis no puede haber normalidad en Italia.
¿Reapareció
Berlusconi en escena? ¿Beppe Grillo sigue avanzado con sus Cinco Estrellas? Eso
es normal en un país que cultiva la ópera y la política bufa. Desde los tiempos
del histriónico Mussoloni pasando por la pornográfica Cicciolina hasta llegar a
los dos nombrados, para la mayoría de los italianos la política es una
prolongación del arte barroco. No pocas veces se burlan de ella; y no sin
ciertas razones.
No. Ese domingo el
foco político no estaba en Italia, pero sí muy cerca.
En Austria, por
errores técnicos, fueron repetidas las elecciones. Después del Brexit, la
mayoría de los demócratas europeos suponía que el camino ya estaba allanado
para que el xenófobo FPÖ y su líder Norbert Hofer se hicieran del poder. Por
eso, cuando fueron anunciados los primeros resultados, respiramos con alivio.
El candidato
democrático, el ex militante del Partido Verde, Alexander Van der Bellen,
sobrepasó incluso su votación de los comicios anteriores. Más importante aún:
Van der Bellen demostró con su triunfo que es posible detener el avance de los
partidos fóbicos, avance que parecía hasta hace poco imparable. ¿Cómo lo logró?
Tres razones parecen explicar su victoria.
La primera resultó
de un buen análisis de las primeras elecciones. En las grandes ciudades,
durante los primeros comicios, Van der Bellen había obtenido una excelente
votación. No así en las provincias. Pues bien, a sus 72 años, el candidato de
los demócratas comenzó a visitar pueblo por pueblo, aldea por aldea.
Fue también una
experiencia nueva para el candidato. Entendió que la política no solo es
televisiva o digital sino que, además, posee un lenguaje corporal. A la gente
le gusta que los políticos salgan de las cámaras, que se acerquen a ellos, que
les digan, a veces con un simple acto de presencia, que el poder no está muy
lejos.
La segunda razón:
Van der Bellen, a diferencia de los candidatos democráticos en otros países,
tomó en serio los temores de la población frente al enorme avance de las
migraciones provenientes del Oriente Medio. No ocultó el problema, pero sí lo
explicó, punto por punto. Y muchos lo entendieron. Como suelen hacer los buenos
analistas -al fin Austria es el país de Freud- el profesor jubilado Van der Bellen
dialogó sobre los miedos y con ello demostró como los miedos, cuando son
hablados, si no desaparecen, disminuyen notablemente. Hizo lo mismo que los
fascistas, pero al revés. Fue a la gente pero no para para infundirles miedos
sino para quitárselos. En gran medida lo logró.
La tercera razón es
que a diferencia de lo que suelen hacer socialdemócratas y liberales, Van der
Bellen dejó a un lado las reglas de la política correcta y, contraviniendo a su
propio temperamento amable y conciliador, decidió enfrentar a Hofer como a un
peligroso enemigo político. En el último encuentro televisivo lo arrinconó
acusándolo de ser lo que es: un racista, un oportunista, un aventurero en
condiciones de empujar al país hacia el abismo del odio.
En breve, Van der
Bellen demostró que la política es antes que nada lucha de contrarios. Y así
logró entusiasmar a un público apático, obteniendo, además, muchos votos entre
los electores jóvenes.
Se demuestra una
vez más que la política no solo debe ser dialógica sino, antes que nada,
confrontacional.
Los diálogos en la
política no pueden prescindir de la confrontación como opinan esos liberales
que llevan la lógica de “la mano negra que regula el mercado” (Adam Smith)
hacia el espacio de lo político. La política sin antagonismo se reduce a un
entretenimiento poco serio (Carl Schmitt) y si es vivida sin pasión suele
provocar aburrimiento (Max Weber). La razón política, lo dijo repetidamente
Hannah Arendt, es existencial: es la lucha permanente entre lo que se ha ido y
lo que viene. Es en cierto modo una práctica agónica (agonía: lucha). En ese
sentido Arendt nos habló de la diagonalidad de la política. Lo di- agonal, en
estricto entendimiento, es una agonía (lucha) librada entre dos.
La de Austria fue solo una pequeña batalla comparada con las que se avecinan. En los
Países Bajos, en Francia y en Alemania, Europa jugará su destino en la la ruleta de las urnas.
Pero Austria ya ha mostrado el camino.
Van der Bellen fue a
las barricadas. Entendió que la democracia para que exista debe ser defendida
con pasión. O lo que es igual: entendió que la democracia no solo es una forma
de gobierno sino, cuando los tiempos así lo exigen, debe ser, además, una
militancia.
Así lo entendió
también la inteligente Angela Merkel. Su discurso en el Congreso de la CDU del 6-D fue el de una demócrata militante: directo, combativo, pleno de energía.
El lema de su campaña electoral será: “Nuestros valores, nuestro futuro”. Esos valores son los de la vida democrática,
los no transables, los que no pueden ser puestos al servicio de esos demagogos
que cada cierto tiempo –tanto ayer como hoy-
asolan la vida de la polis.
Angela Merkel
aprendió bien la lección que Van der Bellen a Europa dio. Se puede. Sí: claro
que se puede.