El triunfo
electoral de Donald Trump ha puesto sobre alerta a los demócratas del mundo.
Que de vez en
cuando un gobernante no democrático acceda al poder mediante elecciones y desde
ahí comience a desmantelar las estructuras de una democracia, es una desgracia
histórica. La desgracia es mayor cuando ese fenómeno amenaza no a un país
periférico sino a uno situado en el propio centro de la modernidad; es el caso
de los EEUU.
¿Estamos asistiendo
a una nueva caída del imperio romano? ¿O estamos viviendo la era de la
decadencia de Occidente como sugirieron algunos pensadores de la modernidad:
Spengler, Toymbee y el mismo Ortega y Gasset, entre otros? ¿Es acaso la
democracia, la madre que cría a los cuervos que le arrancarán los ojos?
Convengamos: la
democracia es un producto de la razón. No obstante, basta recordar el famoso
dibujo de Goya para saber que la razón también produce monstruos. Esos
monstruos son nuestras pasiones en estado de rebelión en contra de la razón
cuando esta se vuelve tiránica. Pues vivir en democracia, sometidos a leyes y a
reglamentos, reprimiendo día a día nuestros deseos de posesión, de agresión y
destrucción, no es tan fácil.
Nadie nació siendo
demócrata. La infancia es el periodo de la barbarie en cada uno de nosotros y
regresar a ella es una tentación que nos amenaza día a día. Quiero decir, así
como existe un malestar en la cultura (Freud) existe un malestar en la
democracia. Ahí reside justamente la fascinación que produce cada cierto tiempo
la aparición de políticos no democráticos (así al menos se mostró Trump durante
la campaña electoral).
¿No fue esa la
razón por la cual un Berlusconi fue seguido con tanta pasión? Su fetichismo
sexual, su desfachatez, su ausencia de principios, sus millones mal habidos,
hacían regresar (regredir) a sus electores a aquel mundo renacentista donde
príncipes carniceros dictaban leyes a pleno antojo y conveniencia.
¿No fue ese también
uno de los motivos por los cuales el militar venezolano Hugo Chávez llegó a ser
adorado hasta el punto de que sus partidarios terminaron por fundar una
religión idolátrica en su nombre? Chávez, más allá de sus virtudes y defectos,
hacia retornar a sus seguidores al periodo más infantil de la política, a aquel
donde no hay orden ni leyes, a ese reino donde los deseos primarios imperan por
sobre los dictados de la razón.
Donald Trump ha
sido comparado injustamente con Hugo Chávez. Trump irrumpió en un país donde la
única dictadura ha sido la Constitución. Su objetivo –esa es la gran diferencia
con Chávez- no es destruir la democracia (aunque quisiera, no podría hacerlo).
No obstante, no desde un punto de vista político pero sí psíquico, la
comparación es lícita.
Trump, con su
desfachatez, su insolencia, su brutalidad, su misoginia, su xenofobia y su
homofobia, ha sido visto por muchos como el hombre capaz de rebelarse en contra
de las reglas que se deducen de la corrección política. La suya no es una
rebelión en contra de la legalidad sino en contra de la ética. No es en contra
de las leyes pero sí es en contra de las normas.
Trump, a diferencia
de Chávez, no romperá con las leyes. Pero sí lo hará –ya lo ha hecho- con las
reglas básicas de la urbanidad. No es casualidad que su mayor votación no la
haya obtenido en las grandes urbes sino en las ciudades pequeñas. Recordemos:
los griegos llamaban bárbaros a todos quienes vivian alejados de la urbe política: la polis
Podría ser -y con
esta hipótesis estaríamos recién entrando al problema- que, bajo determinadas circunstancias,
un exceso de democracia, en un mundo tan reglamentado donde hasta la política se
convierta en superflua, pueda ser letal para la vida social así como un exceso
de racionalidad lo es para la vida privada. El problema no es nuevo. Fue el
mismo que nos planteó Aristóteles en los orígenes de la democracia.
Lo cierto es que
gente como Trump parece ser expresión de un cada vez más creciente malestar en
(y con) la democracia. Y no solo en los EE UU. Trataremos ese tema en un
próximo artículo.