Los artículos de
opinión tienden a retroalimentarse. Bastó que alguien escribiera que el triunfo
de Trump representa una rebelión en contra de las elites progresistas (del
establisment dicen otros) para que cientos de articulistas repitieran lo mismo.
Pocos repararon en el hecho de que Trump también viene de las elites.
No todos los
norteamericanos tienen tantos billones en su cuenta como Trump. Si es cierto
que Trump emerge en contra de determinadas elites, se trataría entonces de una
contradicción inter-elitesca. Quizás ahí está el nudo del problema. Las elites
económicas se levantaron a través de Trump en contra de otras elites, las
intelectuales (y sus representaciones feministas, anti-racistas e igualitarias).
Para nadie es un
misterio que la enorme mayoría de los representantes del arte y del pensamiento
se pronunciaron públicamente en contra de Trump y a favor de Clinton. Menos
misterioso resulta el hecho de que el discurso predominante de Trump hubiera sido
abiertamente anti-intelectual. El mismo se ufana con orgullo de no ser un
intelectual. Es un sentimiento compartido. Los intelectuales detestan a Trump.
El conflicto está programado.
Anti-intelectuales
son también muchos seguidores de Trump. Trump ejerce un liderazgo sobre un odio
atávico a los intelectuales. Odio que se encuentra en estado latente en todos
los ordenes sociales del planeta. Odio que de pronto irrumpe haciéndose
presente con inimaginada furia sobre la superficie de la política.
Nada nuevo bajo el
sol. Desde que en la bella Atenas los notables de la ciudad no dejaran a Sócrates
otra alternativa que no fuera el suicidio, el odio a los intelectuales ha sido
más importante de lo que se piensa en la historia universal. No solo la lucha
de clases como intentaron enseñar los marxistas, ha movilizado a grandes
multitudes. El poder tiene muchas caras. La económica es solo una. Más
importante que la lucha económica parece ser en los EE UU de hoy, la lucha
cultural. Un choque de culturas en una sola nación.
Existe el poder
político, el poder religioso y, por cierto, el poder representado por los
propietarios del saber. Y así como los propietarios del poder económico han
sido odiados por los pobres del dinero, los propietarios del poder cultural,
los intelectuales, han sido odiados por los pobres de espíritu. Odio que no es
vertical ni horizontal sino transversal. Odio que une a pobres y ricos cuando
es dirigido en contra de los que saben y piensan. Odio que incluso se expresa
en la vida cotidiana.
Los intelectuales
que por casualidad han compartido reuniones sociales con los dueños del dinero,
han sentido ese odio en su propia piel. A la inversa, cuando un representante
de la vida económica cae en una reunión de intelectuales, suele sentirse
discriminado por esos personajes raros que hablan un lenguaje críptico,
comentan autores desconocidos, ven películas extrañas, escuchan música sin
ritmo.
Sucede también al
interior de muchas familias. Ha habido empresarios que habiendo tenido un hijo
intelectual lo han sufrido como si sus esposas hubieran parido a un anormal o
–en el idioma de ellos – a un marica. Hay ejemplos que han hecho historia. Dos
nombres muy dispares vienen de pronto a mi mente. Uno es el de Franz Kafka. El
otro, el de Mario Vargas Llosa.
El padre de Franz,
Herman Kafka, llegó a ser un gran empresario. Hombre de fuerte personalidad,
autoritario, orgulloso de sí, Franz se sentía a su lado como una persona
indigna e insignificante. Pese a que hacía lo imposible para que el padre
aceptara sus debilidades físicas, su timidez innata, su carácter distraído,
Herman solo deseaba que Franz fuera un empresario exitoso. La Carta a mi
Padre escrita por Franz Kafka es un documento desgarrador. Debería ser
leída por todos los psicoanalistas del mundo.
El joven Franz
escribía a escondidas, casi como avergonzado, sintiéndose como un “insecto”
(así se autodescribe en La Metamorfosis). Incluso pidió a su
amigo íntimo, Max Brod, que después de que él, Franz, muriera, quemara sus
escritos. Afortunadamente Brod no lo hizo. Fue quizás la no-acción más
importante de Brod. Sus escritos, en verdad, no son gran cosa.
La grave psicosis
que desató en Franz la omnipotencia anti-intelectual del viejo Kafka fue en
cierto modo causante de la enigmática literatura que nos legó el joven Kafka.
Relación edípica fallida que sobredetermina a El Castillo (a lo no
accesible) y a El Proceso (a la culpa de ser). Así como sus breves
cuentos, testimonios de una vida lastimada, pero sublime como pocas.
El padre de Vargas
Llosa, Eliécer, al igual que el de Franz Kafka, era un anti-intelectual por
excelencia. La relación entre el joven intelectual y su padre –cuenta Vargas
Llosa- fue tortuosa. Si no hubiera sido por el cobijo de la madre, la niñez y
juventud de Mario habrían sido un infierno.
Don Eliécer envió a
su hijo de 14 años a la Escuela Militar Leoncio Prado, en el Callao. “Para que
se hiciera hombre”. Esa experiencia fue un suplicio para Vargas Llosa. Pero
también fue su lugar de resistencia. Para defenderse de la estupidez
cuartelaria, Mario comenzó a leer y a escribir como loco. Tuvo la suerte de
tener entre sus profesores a un poeta surrealista, César Moro, quien aparte de
impartir clases de francés, fue su primer guía literario. Su primera gran
novela La Ciudad y los Perros, en donde describe la brutalidad de la
educación militar, fue también una venganza del joven Vargas Llosa en contra de
la dictadura anti-intelectual ejercida por su padre.
A diferencias de
Franz Kafka, Vargas Llosa dio la batalla edípica. Más aún, logró derrotar a su
padre en su propia salsa. El Premio Nobel se convertiría en ese millonario que
nunca llegó a ser don Eliécer. Incluso, hoy, con más de 80 años de edad, Mario
Vargas Llosa en un personaje de la “sociedad del espectáculo” a la que una vez
tan duramente criticara.
Como ha ocurrido
con muchas personas, para derrotar el imago (Jung) del padre interno,
Vargas Llosa tuvo que asumir parte del Sobre-Yo de ese mismo padre. Eso no lo
pudo hacer Kafka. Sin embargo, ambos escritores, tan diferentes entre sí, han
demostrado a través de sus respectivas biografías que el odio hacia los
intelectuales no solo es social y cultural. Es, además, intrasocial,
intracultural, intrafamiliar. A veces lo mamamos.
Por cierto, no
siempre el odio hacia los intelectuales se expresa en forma directa. Durante un
tiempo ese odio logró ocultarse en diversos países bajo formas políticas. La
más conocida fue la tradicional dicotomía izquierda –derecha.
Recordando años
juveniles puedo testimoniar que mis primeras experiencias políticas en la
izquierda las hice no porque me interesara la política sino porque me sentía
atraído por la cultura que en esos tiempos monopolizaba la izquierda,
particularmente el partido comunista. La derecha, en Chile como en otros
países, era radicalmente anti-intelectual (todavía, aunque no tanto, sigue
siéndolo). Los intelectuales de derecha podían contarse con los dedos de las
manos. Los de izquierda, en cambio, sumaban millares. Ser intelectual y ser de
izquierda era casi una obligación.
En cierto modo
nosotros, jóvenes chilenos con aspiraciones literarias, seguíamos la tradición
comenzada por los jacobinos franceses, continuada después por las izquierdas
europeas y por los bolcheviques rusos. Estos últimos eran intelectuales
organizados en un partido. Trotzski, Lenin, Bujarin, entre otros. En ese punto
ellos mantenían la tradición intelectual de la socialdemocracia alemana, donde
nombres de grandes pensadores como Kautzsky, Rosa Luxemburg, Bernstein y varios
más, contrastan con la miseria intelectual que hoy exhiben los actuales
partidos socialdemócratas.
El fin del
monopolio ejercido por las izquierdas sobre los intelectuales fue resultado de
un largo proceso. Hay, no obstante, un año clave: 1968. La invasión soviética a
Praga. Desde ese momento comenzó una éxodo planetario. Algunos intelectuales
giraron a la derecha. Pero la mayoría, redescubriendo a la democracia, asumió una postura
liberal, en cierta medida solidaria con el anticomunismo radical mantenido por
los intelectuales al interior de los países de la órbita soviética.
El papel jugado por
los intelectuales en las revoluciones democráticas del Este europeo fue
notable. En Polonia el historiador Adam Mischnik, el sociólogo Joseph Kuron y
el escritor cristiano Tadeus Mazowiecki, orientaron los pasos de Solidarnosc
mientras el cine de Andre Wajda denunciaba de modo implacable a la dictadura.
En Alemania del Este la voz de Wolf Biermann recitaba y cantaba a la libertad
en el mejor estilo de su maestro, Bertold Brecht. Los húngaros reivindicaban a
sus escritores proscritos, antes que nadie a Sandor Marai. Y en
Checoeslovaquia, el excelente dramaturgo y poeta Vaclav Havel se convirtió en
uno de los más brillantes presidentes de Europa.
En América Latina
el proceso fue más lento. Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Jorge Edwards y
sobre todo, los poetas cubanos Herberto Padilla .y Reinaldo Arenas, el novelista Guillermo Cabrera Infante, y
muchos otros, dieron vuelta sus espaldas a una revolución cubana convertida en
vulgar dictadura militar. Los que siguen a la dictadura de Maduro en Venezuela son poquísimos.
La gran mayoría engrosa las filas de la oposición.
Volviendo hacia
atrás, observamos, sin embargo, una relación asimétrica. Mientras en los países
comunistas los intelectuales eran víctimas de dictaduras, sus colegas de la
izquierda occidental apoyaron durante mucho tiempo a esas mismas dictaduras.
Casos llamativos fueron el escritor Günter Gras y el filósofo Jürgen Habermas.
Ellos, que protestaban en contra de todas las injusticias del mundo, no
fueron capaces de levantar sus voces en
contra de una dictadura -la de Honecker- apoderada de una parte de la propia
nación.
Stalin, siguiendo
el ejemplo de Hitler, usó a los intelectuales solo cuando favorecían sus
objetivos. De otro modo iban a parar a las cárceles. La pasión de Solzhenitsyn
en los hielos de Siberia será siempre un símbolo de esa terrible historia.
Stalin, aún más que Hitler, fue el primer dictador del anti-intelectualismo
militante. En cierto modo el georgiano ejerció su venganza en contra de sus ex
compañeros bolcheviques a quienes con deleite fue asesinando. Uno después del
otro.
Así como Hitler
mantenía como perro faldero al creativo arquitecto Alfred Speer o convertía al
genio cinematográfico de Leni Riefenstahl.en un cine cortesano, Stalin se
servía de compositores como Shostakóvich y del grandioso cine de Eisenstein.
Pero, diferencias más o menos, ambos sistemas eran, en el fondo, profundamente
anti-intelectuales. La brutal ofensiva nazi en contra de esa joya de la pintura universal que es el expresionismo alemán y la imposición
del “realismo socialista” en el arte y la literatura rusa, son signos del odio
parido profesado por las dictaduras a los artistas e intelectuales.
Y, sin embargo, a
pesar de toda la furia anti-intelectual de los totalitarismos del siglo XX,
gran parte del intelectualismo occidental capituló frente a ambos. Que los dos
más grandes filósofos del siglo XX, Heidegger y Sartre, hayan sido ocasionales
sirvientes del poder totalitario, nazi y comunista respectivamente, es un hecho
que siempre deberá llamar a reflexión. El deseo de
adorar a un gran padre no solo aparece dentro de las familias. También aparece
en las naciones. Nombres como Hannah Arendt, Raymond Aron o Albert Camus,
fueron solo honorables excepciones a la regla.
En la gran familia
americana, tal como ocurrió al interior
de las familias Kafka y Vargas Llosa, comienzan hoy a alinearse los frentes que
separan a los valores representados por un presidente millonario y los de los
intelectuales. ¿Quién vencerá esta vez? ¿La materia o el espíritu? En las
historias de familias (de pronto me acordé del pobre Rimbaud) como en las de
naciones, tenemos ejemplos en ambas direcciones.
En los EE UU está
todavía por verse: ahí sabremos si la numerosa clase intelectual estadoudinense
elevará sus valores liberales y libertarios hacia el plano político o
claudicará frente a la arrogancia del poder, del exitismo y del dinero. Del
resultado de ese conflicto dependerá no solo la suerte de los EE UU.
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