En los tiempos finales de la Guerra Fría, en la
época de los grandes trastornos políticos en la Unión Soviética, de las
canciones de protesta que se extendían por el interior de la Alemania
comunista, de los comienzos de la transición española, me parece que había un
conocimiento más claro, una experiencia directa, vivida, de la situación
interna en los países del socialismo real. Algunos gacetilleros hacían méritos
acusándome de los peores crímenes políticos a propósito de mi libro sobre la
Cuba de Fidel Castro, pero la gente que sabía, la que venía del interior del
«sistema», tenía una actitud muy diferente. Un alto delegado de la Unión
Soviética en la Unesco, buen conocedor del idioma español, me decía que se
reunía con otros colegas suyos en Moscú para debatir sobre mi testimonio
cubano. Y algunos militantes aguerridos, gente de trinchera, me aseguraban que
mi versión de los hechos era verdadera, pero que publicar esas cosas no era
oportuno. ¡No había que darles argumentos a los enemigos de clase!
Tengo la impresión de que ahora esa memoria
interna, que fue una de las experiencias esenciales del siglo XX, se ha
debilitado. Se impone, en cambio, una desmemoria, una debilidad de la
conciencia histórica, que conduce a la repetición de los errores de un pasado
todavía reciente. Observo gestos, lenguajes, conductas, y me acuerdo de un
célebre folleto de Lenin: «El ultraizquierdismo, enfermedad infantil del
comunismo». Ya no se escucha hablar, sin duda, de esas reservas, esas
inserciones de la lucidez en la pura y desaforada agitación. La autoridad de
Lenin, su actitud fundacional, le permitían hablar en esa forma, y es probable
que la llegada de Stalin haya acabado para siempre con todo eso.
Acabo de leer el último libro de Julian Barnes, El
ruido del tiempo, novela testimonial sobre la vida del compositor Dimitri
Shostakovich en la época de Stalin y en los primeros años del posestalinismo. El
libro, en líneas generales, no ha tenido demasiada buena prensa, y me pregunto
si nuestra actual indiferencia respecto a los fenómenos del socialismo real,
unida a una memoria histórica más bien débil, no ha influido en esta
apreciación. Existe una tradición de pensamiento crítico inglés, que quizá
tiene su origen en viejos ilustrados ingleses y escoceses, que tiende a señalar
desviaciones políticas sin énfasis excesivo, con algo de sordina, con humor que
podríamos llamar distante. El humor de Bernard Shaw y la imaginación de H. G.
Welles no les impidieron equivocarse a fondo sobre el caso de Stalin. George
Orwell, por el contrario, escribió con impecable lucidez, y un poeta e
historiador de años posteriores, Robert Conquest, hizo un clásico en la
materia, El gran terror. En comparación con ellos, el libro de Barnes es
probablemente más delgado, quizá demasiado fragmentario, algo rápido en su
elaboración. Pero tiene momentos culminantes, que importa conocer y que
conviene mucho recordar. Hay un par de sucesos esenciales, impresionantes, bien
narrados. Años después de la muerte del camarada secretario general Stalin, en
tiempos de relativo deshielo, las autoridades deciden que el autor de la Quinta
y la Séptima sinfonías, de Baby Yar, de maravillosas obras de cámara, no podía
representar a su país en eventos musicales internacionales sin ser militante
del partido. El relato del trabajo del funcionario de confianza, un tal
Pospelov, que se encarga de acompañarlo sin descanso, como su sombra, y de
hacerle firmar los registros, es revelador y sorprendente. Pospelov es el
agente perfecto de los organismos de seguridad del Estado en un régimen
totalitario. El que no conoce el socialismo real por dentro es incapaz de
imaginarse la sutileza de los Pospelov de este mundo. En cada recepción
oficial, como por arte de magia, el compositor veía acercarse al infaltable, al
oportuno Pospelov, con una copa del mejor champán para él y con la más
encantadora de sus sonrisas. La presión, al final, sería irresistible. Descubrimos
que la tortura psicológica de los años del deshielo no era menor que la de las
etapas duras, aun cuando tenía una ventaja evidente: eran menos frecuentes en
esos años la llegada de la Policía en horas de la madrugada, la relegación a
Siberia y la desaparición. Al comparar la etapa soviética con los tiempos actuales,
un testigo conocido que me visitó hace poco en Santiago de Chile me declaró lo
siguiente: «Ahora, cuando suena el timbre a las seis de la madrugada en mi
domicilio de Moscú, pienso que es el lechero o el repartidor de diarios, no la
KGB». La diferencia no es poca, con Putin o con quien sea: no hay que
equivocarse a este respecto.
Otro detalle apasionante que revela El ruido del
tiempo tiene que ver con Igor Strawinsky, el autor genial de Consagración de la
primavera, de Sinfonía de los Salmos, de tantas obras maestras, emigrado de
Rusia a Occidente en los primeros años de la Revolución de Octubre. Shostakovich
NIETO admiraba a Strawinsky con apasionada devoción. Estaba convencido de que
era el primero de todos. En uno de sus viajes al frente de una delegación de
artistas soviéticos, pidió ver a su admirado compatriota. El compositor de
Petrushka respondió que por «razones éticas y estéticas» no deseaba ver a
ninguno de los representantes rusos. No por eso disminuyó la admiración por él
de Shostakovich. Pero después de su forzado ingreso al partido, estaba obligado
a menudo a leer discursos que le entregaban los funcionarios, los Pospelov de
turno. Mientras leía uno de esos papeles en una ciudad norteamericana, antes de
un concierto, descubrió con horror que insultaba a su amado Strawinsky. Se
cuenta que interrumpió la lectura y que esta fue continuada por un funcionario,
pero este siniestro detalle no le consta a Julian Barnes.
Como ustedes ven, recordar y seguir la
investigación de estos fenómenos es más que necesario. Y la escasa prensa de
este libro me parece, en algunos casos, sospechosa. Pablo Neruda, que escribió
una absurda Oda a Stalin, respondió años después, interrogado por un periodista
francés conocido: «Je me suis trompé». Quizá era difícil no equivocarse, sobre
todo bajo presiones burocráticas más sutiles de lo que uno pensaba, pero
persistir en el error, ahora, con toda la información disponible, como sucede
en estos días muy cerca de nosotros, es bastante más que un error.
Jorge Edwards, escritor.
Fuente: https://www.almendron.com/tribuna/la-memoria-debil/