No voy a defender a
Pedro Sánchez. Es lo último que se me ocurriría. Si hay que buscar al mejor
exponente de la crisis política del PSOE y por ende, de la que vive toda
España, no podríamos encontrar un mejor emblema que su persona. Es por eso que,
en lugar de haber cumplido el sueño de todas las madres, el de que su hijo sea
presidente de la república, Sánchez ha pasado a ser el chivo expiatorio de toda
una nación.
La noción de chivo
expiatorio tiene dos connotaciones. Entre los antiguos israelíes había dos
chivos. Uno era sacrificado por el sumo sacerdote para que con su sangre fueran
lavados todos los pecados cometidos por el pueblo. El otro chivo era enviado al
desierto para que, en representación del pueblo, las culpas fueran expiadas.
La fina teología
judía, al igual que la cristiana después, distinguía entre pecado y culpa. Los
pecados debían ser castigados y las culpas (o deudas) pagadas. En un sentido no
teológico, pero sí político, Pedro Sánchez llegó ser un chivo expiatorio en los
dos sentidos mencionados: sacrificado primero (destituido) y enviado al
desierto después (burocracia del partido). La diferencia con los chivos de los israelíes es solo una.
Pedro Sánchez es definitivamente culpable de la crisis de su partido y no un
simple objeto de sustitución como los pobres chivos bíblicos. Sin embargo, aquí
asoma la gran pregunta: ¿es verdaderamente Pedro Sánchez el único culpable?
Desde un punto de
vista macro- histórico no puede serlo. El declive del PSOE comenzó durante los
tiempos de Rodríguez Zapatero y con ciertas interrupciones ha sido mantenido en
forma continúa hasta hoy. Declive que, casi está de más decirlo, forma parte
del inventario del descenso histórico de la socialdemocracia en toda Europa. En
términos precisos, durante Sánchez tuvo lugar la debacle producida por el
antiguo descenso.
En consecuencias,
Sánchez no puede ser sindicado como el único culpable. Solo desde un punto de
vista micro-histórico podría serlo. Aunque no sin ciertas reservas. Por cierto,
desde que asumió la presidencia de su partido, Sánchez no ha dejado burrada sin
cometer. Sus pachotadas al negar la mano a Rajoy, sus insultos personales al
presidente, sus eternos coqueteos con Pablo Iglesias, sus promesas incumplidas
a los dirigentes socialistas, todo eso estaba de más. Actitudes, gestos y
discursos que no calzan con el estándar básico de un político moderno. Mucho
menos con el de los políticos de la antigüedad quienes sabían distinguir
perfectamente entre medios y fines.
Nunca, aparte de
intentar ser presidente a todo precio, se supo acerca de cuales eran los
objetivos que perseguía Sánchez. Pese a que Rajoy –al estilo de la señora
Merkel con los socialistas alemanes - abrió posibilidades para que el PSOE, no
en una participación directa sino con un simple apoyo a su investidura, lograra
incrustar dentro del programa del PP algunas demandas sociales, la posición de
Sánchez fue siempre destructiva
Quizás el único
acierto que tuvo Sánchez fue haber acordado una interesante base programática
con Ciudadanos. Pero C’S, debido a su extrema seriedad –me atrevería a decir, a
su extrema decencia- no ha podido certificar con votos la gran simpatía ganada
por sus jóvenes líderes, Inés Armada y Albert Rivera. No obstante, era de
conocimiento público que Sánchez prefería codearse con Pablo Iglesias sin
lograr acuerdos programáticos (es sabido que Podemos, aparte de un catálogo
tipo IKEA confeccionado en dos semanas, carece de programa). ¿La razón?
Hay dos razones. La
primera, Podemos posee más capital votante que C’s. La segunda –quizás la más
decisiva- es que en no pocas bases del PSOE existe una indudable atracción
hacia Podemos. En ese punto no están equivocados quienes afirman que dentro del
PSOE convive una fracción podemita. Precisamente por eso afirmamos: no se puede
señalar a Sánchez como el único culpable pues Sánchez no actuaba solo sino
poyado por segmentos de su partido. Eso quiere decir que, después de haberse
desembarazado de Sánchez, la tarea interna del PSOE deberá ser la de resolver
sus relaciones con la fracción interna de Podemos dentro del PSOE, arriesgando
incluso una escisión, una que después de todo tendrá que ocurrir más temprano
que tarde.
En otras palabras,
llegará el momento en que el debate al interior del PSOE deberá ser
político-ideológico. Si eso no acontece, los barones socialistas habrán elegido
el peor de los caminos: el de esconder la basura debajo de la alfombra
reduciendo artificialmente la enorme magnitud de la crisis política que
arrastra el partido, a un problema de simples relaciones personales.
Ahora –y este es
definitivamente el gran desafío- el enfrentamiento con el podemismo dentro del PSOE
lleva necesariamente a un enfrentamiento público con Podemos fuera del PSOE.
Eso pasa por dejar de considerar al partido de Iglesias y Errejón como
“compañero de ruta”, y eso, a su vez, por un desenmascaramiento de Podemos,
haciéndolo aparecer no ya como “el otro” partido del socialismo español, sino
como lo que objetivamente es: el partido del nacional-populismo, el equivalente
al Frente Nacional francés, oculto detrás de unos delgados velos ideológicos
que una vez fueron de izquierda.
¿Cuál es el
problema que impide identificar a Podemos como partido populista y no como
socialista-democrático? En parte, se trata de un remanente histórico. Pues hubo
un tiempo en que el árbol de la izquierda crecía ramificado en dos astas. La
socialdemócrata y la comunista nacida de la socialdemocracia.
De una manera u
otra, dentro del socialismo democrático pervivía la tesis de que socialistas y
comunistas, al provenir de un tronco común, pertenecían a la misma familia. Por
lo mismo, había entre ambas corrientes una suerte de hermandad, cainesca si se
quiere, pero hermandad.
Para seguir con la
misma imagen, el asta comunista se vino abajo, derribado por las multitudes
anti-comunistas de Europa Oriental. Los partidos comunistas italianos, francés
y español, dejaron prácticamente de existir para convertirse en sectas
minúsculas sin peso político, como es el caso de Izquierda Unida en España. Eso
significa –para terminar de dibujar la imagen- que Podemos no es un asta del
mismo árbol. Es otro árbol. Otro, nacido en otro tiempo y en otro lugar.
Podemos –a
diferencia de lo que fueron los socialistas y los comunistas en el pasado
reciente- no es, ni con mucho, un partido obrero. Tampoco tiene raíces
ideológicas socialistas hundidas en el pasado. Proviene de multitudes
socialmente desorganizadas pertenecientes al periodo del modo de producción
digital, vanguardizadas por elites universitarias con cierta capacidad
caudillesca. No existe un eje social que lo articule y por lo mismo carece de
un programa definido. Así se explica por qué sus líderes –más allá de
diferencias ocasionales de acentos entre Errejón e Iglesias – gozan de plena
autonomía.
Pablo Iglesias,
habilísimo sin dudas, no vacila en asumir poses anarquistas, lanzar consignas en
contra de todo el sistema, insultar a los socialistas enrostrándoles “la cal
viva”, y al otro día decirse socialdemócrata porque Marx también lo fue. De
pronto se muestra conciliador con Pedro Sánchez, le promete un futuro gobierno
de izquierda en contra del PP, y al mismo tiempo recurre sin ningún tapujo a
los partidos nacional-separatistas usando un atavismo retórico que los
fascistas envidiarían.
Todo hace deducir,
al fin, que la alternativa de sobrevivencia para el PSOE no reside en su
alianza sino en un enfrentamiento con Podemos.
Podemos –eso lo
sabe Pablo Iglesias mejor que cualquier socialista- solo puede crecer sobre las
ruinas del PSOE y para eso necesita destruir al PSOE. En ese sentido Podemos es
el enemigo existencial del PSOE. Pero eso el PSOE no lo sabe. En ese
“no-saber”, y no en otra parte, reside la tragedia del PSOE.
El diario El Mundo
de España tituló una columna de opinión: Pedro Sánchez, mártir en el PSOE y
“héroe” en Podemos. Pocas veces he leído un título tan acertado.