En
política internacional, sobre todo en los tiempos post-polares de la
globalización, cada mandatario puede conversar con otro sin provocar asombro.
No obstante hay algunos encuentros que anuncian nuevas configuraciones en las
relaciones internacionales. Encuentros que reciben el nombre de “históricos”.
Uno de esos es el que tuvo lugar el 9.08 2016 en San Petersburgo entre los dos
autócratas más consumados del espacio euroasiático: Recep Tayyip Erdoğan y Vladimir Putin.
El
mismo presidente turco ha manifestado que su encuentro con Vladimir Putin
significa para él un nuevo comienzo. Lo que no ha dicho es qué es lo que
comienza.
Para
indagar acerca del sentido de ese –en las propias palabras de Erdoğan- “encuentro
histórico”, es necesario entender el
momento en que tuvo lugar. Ese momento estuvo signado, sin duda, por el
fracasado golpe de Estado del 15 de Julio.
Que
el primer contacto internacional después del golpe haya sido buscado por Erdoğan con un gobernante cuyo
país no es miembro de la OTAN es muy significativo. ¿Se trata de una reacción
en contra de EE UU por haber negado la extradición del predicador islámico
Fethullah Gülen? Así lo ha dicho la prensa
internacional. No obstante, el encuentro con Putin parece obedecer a razones de
mayor alcance.
Ya
antes del golpe, Erdoğan había decidido actuar
en contra de las instituciones democráticas de su país. Después del fiasco de
los militares laicistas no ha hecho más que multiplicar sus ataques a la
democracia. El proyecto de reimplantar la pena de muerte puede ser leído como
un mensaje a los gobernantes europeos en cuya líneas les dice que el gobierno
de Turquía ya no tiene interés en nivelar sus tradiciones con las de Europa Occidental.
La pena de muerte es, en ese contexto, un signo de des-europeización. Y
des-europeización significa, para Erdoğan islamización.
Por
cierto, la islamización del poder no obedece solo a convencimientos religiosos.
El presidente turco ha descubierto más bien una ideología que le permite
extender su zona de influencias hacia todo el Oriente Medio. Pero en ese propósito
enfrenta un problema y un dilema a la vez. El problema es que deberá disputar
espacios con tres potencias: Irán, Arabia Saudita y Rusia. El dilema es como
enfrentarlas: o con el poder de la fuerza o con negociaciones.
Todo
indica que Erdoğan –a diferencia de los días en los que mandó derribar a un avión de combate
ruso- está hoy dispuesto a seguir caminos que conduzcan a la segunda
alternativa. Con Irán, las líneas demarcatorias están claras. Irán no aspira
más que a asegurar su hegemonía en el espacio chiíta, sobre todo en Irak. Con
Rusia las negociaciones serán más dificultosas, de ahí que el “nuevo comienzo”
puede ser un largo comienzo.
En
cualquier caso, Erdoğan podrá usar siempre la
“carta rusa” en contra de Europa y los EE UU y la carta OTAN en contra de
Rusia. Si Erdoğan usa bien esas dos cartas y
logra una repartición de hegemonías con Irán y Rusia en el espacio islámico,
Arabia Saudita quedará neutralizada y con ello, la presencia de los EE UU en la
región.
En
términos generales, todo favorece por el momento a Erdoğan. Si logra consolidar sus relaciones con Rusia, el Oriente Medio quedará a
merced de la hegemonía turca-rusa. Europa, incapaz de unirse consigo misma, no
podrá hacer nada en contra. ¿Y que pasara con la Siria de El Asad, hasta hace poco enemiga de Erdoğan? No fue
mencionada en las conversaciones turcas-rusas. Signo que muestra que bajo
determinadas condiciones El Asad también podría ser negociado.
Los
EE UU con Trump o sin Trump no se manifestarán demasiado interesados en
jugárselas de nuevo por naciones europeas incapaces de unirse frente a enemigos
comunes. Lo más probable entonces es que EE UU, si se dan las condiciones
descritas, volverá a la política de los equilibrios de bloques puesta en
práctica en el pasado reciente por Kissinger. ¿Y la OTAN? En el mejor de los
casos, seguirá existiendo en el papel.
¿Y
Europa? Que se las arregle como pueda.