El fracaso del
golpe del 15-J en Turquía ha puesto de manifiesto que el gobierno de Recep
Tayyip Erdogan no solo basa su fuerza en la represión, sino también en un muy
fuerte apoyo popular. Las imágenes televisivas en las cuales vimos a miles de
personas aglomeradas frente a los tanques, dispuestas a dar la vida por el
presidente elegido, dan cuenta de una mística política-religiosa muy difícil de
ser entendida en la mayoría de los países occidentales.
Desde los primeros
momentos fue evidente que el golpe carecía de dos apoyos básicos, el interno y
el externo. Unicamente en Damasco, el régimen de Al Asad llamó prematuramente – y
sospechosamente- a celebrar con fuegos artificiales el golpe de estado. A
diferencias del golpe del general Abdelfatah Al-Sisi en Egipto que derribó al
gobierno islamista de Mohamed Morsi (2013), la intentona golpista de l5-J en
Turquía no contaba con el beneplácito de la OTAN, ni con el de la
UE ni, mucho menos con el de los EE UU.
La UE, quizás por
primera vez en su historia, hizo una declaración política (afortunadamente
condenando al golpe). Obama reaccionó rápidamente en contra de los golpistas.
Los sucesos del
15-J obligarán a los políticos europeos a reevaluar la enorme importancia que
tiene Turquía para la seguridad internacional de toda Europa.
Tanto o aún más que
durante la Guerra Fría la ubicación estratégica de Turquía es hoy fundamental.
Por un lado, Turquía es un garante en la lucha en contra de ISIS y del terrorismo
internacional. Por otro, es el único baluarte frente a la alianza Rusia-Siria
en el Oriente Medio. No por último, sin el concurso de Turquía, Europa jamás
podrá resolver la crisis migratoria que hoy está padeciendo.
Contrasta esta
percepción con la miserable política que han mantenido los gobiernos europeos a
través de la UE hacia el gobierno turco. No solo no han intentado atraerlo
hacia sí. No solo han bloqueado el proyecto de Turquía por ingresar a la UE.
Además, han permitido que desde Europa, Erdogan sea injuriado en nombre de una
mal entendida libertad de opinión y de un peor entendido laicismo. Más aún: han
llegado a confrontar innecesariamente al gobierno turco con sucesos que han
ocurrido ¡hace más de un siglo! (Armenia).
Frente a esa
absurda actitud europea, ¿qué otro camino podía tomar Erdogan sino refugiarse
en el mundo de sus propias tradiciones religiosas que son también las de la
mayoría de la población de su país?
Ha llegado el
momento en que Occidente deberá aceptar a Turquía como lo que es o ha llegado a
ser. Un país altamente industrializado donde no solo chocan sino, además,
coexisten modernidad y tradición. Un país cuya intensa religiosidad mantiene
raíces profundas en el mundo agrario y entre los sectores más pobres de la
nación. Pero, a la vez, un país en donde emergen pujantes y numerosas clases
medias, una nueva intelectualidad pro-occidental y un creciente laicismo
político. Está claro, Turquía no es y nunca será Suiza, pero tampoco es y será
un califato como objetivamente es Arabia Saudita.
Turquía no es ni
debe ser reducida a actuar como el gendarme de Occidente en el Oriente Medio.
Tampoco ese romántico puente extendido entre “las dos culturas”. Turquía es
Turquía, con todas sus contradicciones a cuestas.
Naturalmente, el
acercamiento de Turquía a Europa supone cumplir determinadas obligaciones (con
respecto a la población kurda, por ejemplo). Pero también significa adquirir
nuevos derechos políticos. Estos últimos no les han sido concedidos. Los
difíciles obstáculos puestos a Turquía para que evolucionara hacia occidente,
han empujado al país hacia el oriente. Erdogan solo ha sabido entender y
movilizar los resentimientos nacionales en contra de Europa. Pero el no los
inventó.
¿Qué hará Erdogan
después del fracasado golpe del 15-J? Por el momento aparecen dos
posibilidades. La primera es que, como avezado político, entienda que al
interior de los sectores más modernos de su país existe un gran malestar en
contra de los proyectos fundamentalistas anidados en su gobierno. La segunda, y
lamentablemente, la más probable, es que Erdogan utilice el fracaso del golpe
para hacerse de todo el poder, convirtiendo a su gobierno en una dictadura con
cierta fachada democrática, al estilo Putin. De Europa depende en gran medida
que esa segunda alternativa –ya en cierne antes del fallido golpe- no sea
llevada hasta sus últimas consecuencias.
Para los políticos
realistas europeos -pensemos en Ángela Merkel- está claro que Europa no puede
prescindir de Turquía. Ellos saben que Europa necesita más de Turquía que
Turquía de Europa. Y, sobre todo saben que Europa puede soportar muchas
deserciones, como el Brexit por ejemplo. Pero lo que nunca podrá soportar a
riesgo de que Europa deje de ser Europa– es una deserción militar turca. Ha
llegado entonces la hora de la política y de la diplomacia.