Si hay una palabra
que sirve tanto para un barrido como para un fregado, es la palabra populismo.
En la jerga política periodística populismo ha devenido en sinónimo de
demagogia. Pocos han reparado –y ese mérito seguiré concediéndoselo al
fallecido teórico del populismo, Ernesto Laclau- en que populismo es un concepto indisolublemente
unido a la apelación política al pueblo.
Laclau, cuando
comenzó a pensar sobre populismo –particularmente en su libro “Hegemonía y Estrategia Socialista” escrito en conjunto
con Chantal Mouffe (México 2000) - no lo hizo para reivindicar el peronismo
–como han afirmado algunos de sus adversarios- sino para demostrar las razones
por las cuales el populismo había atraído más pueblo que aquellas corrientes
-sobre todo marxistas- que oponían al concepto de pueblo el concepto de
“clase”.
Para Laclau,
renunciar a la práctica populista era lo mismo que renunciar al ejercicio de la
política. Incluso, y llevado por su énfasis, afirmó en su libro, “La Razón Populista” (Buenos Aires 2005),
que la política ha de ser populista o no ser. Disminuyendo un tanto el énfasis,
podríamos afirmar que si bien una política sin momentos populistas es una
imposibilidad, no todos los momentos de la política son o deben ser populistas.
La gobernabilidad también pertenece a “lo político”.
Durante los
periodos electorales la mayoría de los candidatos recurren a prácticas
populistas. Y es lógico que así sea: cada elección supone trazar una línea
destinada a alcanzar o conservar una mayoría (mayoría, concepto que descuidó
Laclau). Esa, línea, dada la multiplicidad de demandas a veces contradictorias
entre sí, no puede ser recta. Nunca ha
existido una mayoría socialmente homogénea. Pero pasada las elecciones llegará
el momento de la gobernabilidad. Ese momento no puede ser siempre populista
pues no pocas veces los gobernantes deben optar por alternativas no populares
e, incluso, antipopulares.
De acuerdo a todos
los filósofos contractualistas el pueblo delega pero no gobierna directamente.
La democracia directa es de por sí un absurdo. Toda democracia es delegativa y
la delegación implica un márgen de autonomía de los delegados.
Si bien populismo
supone apelar al pueblo, el pueblo es a su vez construido por su apelación,
premisa de Carl Schmitt que Laclau llevo a la deriva de las por el llamadas
“luchas democráticas”. Por lo mismo el pueblo político de Laclau no es ni
puede ser un pueblo religioso o étnico aunque su apelación sea religiosa o
étnica. De acuerdo a esa razón –a ese punto llegó Laclau en sus últimos
artículos- no existe un populismo en sí, sino uno que “se va haciendo” en el
marco de una lucha por la hegemonía (Ver por ejemplo, “Debates y Combates”,
Buenos Aires 2008).
Es por eso que
tampoco hay populismo sin atributo. Más todavía –es mi afirmación- el atributo determina el tipo de populismo.
Hay populismos
xenófobos, hay populismos militaristas, anti-democráticos, nacionalistas, etc.
Pero también hay populismos democráticos. Solidarnosc, por ejemplo, durante la
época de Lev Walesa, fue un clásico ejemplo de populismo democrático. Walesa
fue líder simbólico de múltiples demandas (obreras, ciudadanas, religiosas). Todas ellas confluyeron como afluentes a ese océano político llamado
Solidarnosc.
En el espacio
latinoamericano, el populismo peronista logró vincular las demandas de los
sindicatos obreros con las de otros sectores populares en torno a los nombres
de Eva y Perón. En la Venezuela de Chávez, a su vez, el pueblo, en sus formas
más heterogéneas, fue convocado alrededor de las fantasías de un autócrata
militar devenido en mesías redentor.
La tragedia del
sucesor, Maduro, reside en que, habiendo perdido la base popular del chavismo
originario ya no puede ser más un gobernante populista. El de Maduro es un
simple gobierno autocrático y militar. El pueblo, en cambio, comienza a
articularse en torno a otros símbolos. Uno de esos símbolos puede ser también
una sola palabra. En Polonia esa palabra fue Solidarnosc. En Venezuela las palabras pueden llegar a ser "eleccione libres, ya".
Interesante es
constatar que tanto en Polonia como en Venezuela observamos una lucha por la
re- apropiación de el nombre del pueblo. Mientras en Polonia la Nomenklatura se
erigía como representante de un pueblo que la rechazaba, la pandilla de Maduro
se refiere a un pueblo “chavista” que en la práctica ya ha dejado de existir.
En gran medida la
lucha entre madurismo y anti-madurismo tiene lugar en los espacios de lo
simbólico y de lo imaginario. O el
pueblo militarista y mitológico de Chávez/ Maduro o el pueblo democrático y
político de la oposición. Así se explica por qué líderes de la oposición como
Capriles hacen un uso cada vez más frecuente de la palabra pueblo.
Capriles, cuando se refiere reiteradamente a “nuestra
Venezuela” al decir “nuestra” dice, “y no solo la de ustedes”,
del mismo modo como cuando la gente en las calles de Dresden y Leipzig coreaba “nosotros somos el pueblo” querían decir, “nosotros” y no la casta
comunista en el poder. Ese “nosotros” era la palabra que simbolizaba la ruptura
de un contrato que nunca había sido firmado (elegido) por el pueblo.
¿Estará emergiendo
en algunos países de América Latina un populismo democrático como fue el de
Walesa (o Mandela) muy diferente al de los populismos antidemocráticos de
nuestro tiempo representados por gente como Donald Trump, Marine Le Pen o
Vladimir Putin? Sobre ese tema hay que seguir indagando. Lo evidente, por
ahora, es que si bien no toda política es populista –como llegó a imaginar
Laclau- la idea de “el pueblo”, desde
que hay política, ha estado siempre en disputa.
También podemos
aceptar la tesis de que, cuando la apelación al pueblo se convierte en
antagonismo a una dictadura, esa palabra, pueblo, se llena de contenidos y
símbolos democráticos. Todo depende entonces de lo que imaginamos cuando
hablamos en nombre del pueblo. O mejor dicho: en contra de quien hablamos
cuando nombramos al pueblo.
@FernandoMiresOl
@FernandoMiresOl