De un vuelo impetuoso se han lanzado
los cuervos
estridentes a la ciudad.
Pronto caerá
la nieve.
Dichoso
aquel a quien el manto
de una
patria cubre
Nietzsche
Un grupo de encapuchados, supuestamente estudiantes,
ataca la iglesia de la Gratitud Nacional y se ensaña en la destrucción de una
imagen de Cristo crucificado. Carabineros interviene y devuelve la imagen
destruida. Se suceden las condenas y las expresiones de indignación con las
que, por cierto, concuerdo plenamente: destruir una imagen y vandalizar una
iglesia es más propio de talibanes que de ciudadanos chilenos, estudiantes o no
(sin olvidar que “talibanes” significa “estudiantes”). Cabe, sin embargo, preguntarse
si este ataque, segundo al menos que sufre la misma iglesia, no se repetirá,
tal como tantas cosas se repiten en Chile sin importar la supuesta energía con
que se las condene: colusiones, corrupción política, la famosa “puerta
giratoria”.
Porque quienes participaron son, querámoslo o no,
efectivamente estudiantes, ya sea que vayan o no a alguna institución formal
educativa. Son estudiantes porque son jóvenes que se han formado, que se están
formando en nuestra sociedad, que están siendo formados por el Chile moderno y
seguirán formándose así, en tanto no cambien las líneas fundamentales de
nuestro modo de educar, y no solo el modo formal de hacerlo, sino el más real
del día a día.
Y es ahí donde deberíamos preguntarnos qué educación
damos, qué valores representamos, en qué creemos, qué transmitimos en
definitiva a los jóvenes. Después de todo, estos jóvenes son nuestros
estudiantes, y no de los profesores, sino de todos.
Lo que un pueblo, una sociedad
transmite a sus hijos, a sus jóvenes, es su cultura. No la cultura, sino su cultura, la
que ese pueblo ha avalado como propia y que se refuerza a cada instante en las
acciones y en los juicios, en las obras y hasta en las omisiones. Y Chile en este momento, o no tiene cultura o su cultura
está en estado agónico, y esto no significa que no sepamos mucho, no significa
que no hayamos leído a Seneca, y no escuchemos a Mozart. Significa que nada
tenemos que enseñar, por eso acaso se carga tanto la mano en los profesores,
pues, en ausencia de la cultura, se espera que solo ellos se hagan cargo del
bulto. Lo que, claro, es imposible.
El esfuerzo desesperado por mejorar la situación
económica del país ha logrado, sin duda, algunos resultados innegables y
satisfactorios, pero también nos ha convertido en una sociedad neurótica,
deprimida y profundamente injusta, donde se trabaja demasiado y se produce
poco. Aunque acaso el costo más grande, el origen de todo, sea que se nos ha
dejado sin alma, sin ese algo que le daba sentido a todo el esfuerzo.
La dictadura atacó a la cultura por considerarla un
trasto inútil y altamente sospechoso, además de ser claramente la mayor forma
de resistencia. Los gobiernos posteriores han seguido considerándola un tema
menor, más bien útil solo para pagar favores políticos. Pero la ausencia de
cultura engendra el vacío y, para llenarlo, se buscan soluciones simples, no se
está para más, tales como el fundamentalismo religioso de los talibanes, el
populismo racista, el consumismo o el anarquismo.
Destruir la cultura es fácil, no así reconstruirla. No
basta con reformas a la educación ni con castigos más severos. Se necesita un
pueblo.
Un pueblo que se mire a la cara y descubra cuánto es lo
que ha perdido.