Tranquilo;
no me voy a subir arriba de ningún podio para condenar moralmente a alguien. No
seguiré la ruta de quienes -tal vez porque no han tenido la oportunidad de
convertirse en delincuentes- acusan con furia a Almodóvar, Macri, Messi, Platini, Putin (a este último habría que condenarlo por cosas mucho peores) y a
tantos otros descubiertos a través de esa proeza del periodismo que llevó a
desclasificar los papeles de Panamá.
Tampoco,
Dios me libre, voy a tratar de justificar a nadie. Mi profesión no es ser juez
y solo haré aquí lo de siempre: ejercitar el pensamiento alrededor de cosas que
aparecen sobre la superficie de este mundo (dicho en términos más
profesionales, ese es el quid de la razón fenomenológica)
¿Qué
es lo que más llama la atención en el caso de los papeles de Panamá?
Aparte
de la enorme cantidad de involucrados y de la notoriedad publica de muchos de
ellos, es evidente que se trata de personas que tienen mucho dinero. Motivo que
me llevó a escribir un tuiter del que luego me arrepentí y por lo mismo borré.
El tuiter era una pregunta y decía: “¿es que esa gente no tiene suficiente
dinero para vivir?”
Era
ese el tuiter de un normal ciudadano indignado. Pero no apuntaba hacia ningún
lado. El tuiter correcto debería haber sido otra pregunta: ¿Qué es lo que
lleva a personas que tienen tanto dinero a evadir impuestos ocultando ganancias
no siempre mal habidas? Frase que al superar los 140 caracteres ya no era
“tuiteable”. Esa es la razón por la cual estoy sentado aquí escribiendo un
artículo de opinión. Y mi premisa dice: esas personas no han delinquido por
necesidad.
Esas
personas han delinquido porque no quieren perder (en impuestos) “algo” de su
dinero. Luego, son personas que tienen miedo a perder dinero. Un miedo lógico
desde un punto de vista económico formal pero no desde un punto de vista
existencial ya que lo que sobra a esas personas es justamente dinero.
Resistiré
la tentación de despachar el problema de un modo fácil. No diré que esas
personas al actuar de modo ilógico sufren una anomalía. Tampoco comparto la
tesis que hace ya más de medio siglo popularizó Erich Fromm (“Del Tener al
Ser”) quien siguiendo las lecciones de el Karl Marx de los “Grundrisse”
diagnosticó que el malestar de nuestro tiempo deriva de la sustitución del ser
por el tener, hecho que lleva a la enajenación del individuo con respecto a la
realidad. El error de Fromm a mi juicio fue que, al igual que Marx (y por lo
mismo, Hegel), partía de un concepto formal de realidad.
Tuvo
que aparecer Lacan para decirnos que lo real no es lo que concebimos como real
sino lo que no podemos alcanzar desde la perspectiva de esto que llamamos realidad: lo indecible, lo que aparece ante
nuestros ojos como siniestro (Freud) pues bordea el precipicio de la nada.
¿Y
qué tiene que ver lo dicho con las cuentas de Panamá? Mucho, si recordamos que
hace un minuto dijimos que lo que tienen en común todas las personas con
cuentas en Panamá, además de mucho dinero, es su miedo a perderlo. Por eso
delinquieron. Es decir, esas personas tienen miedo, y ese miedo no es solo
propio a esas personas sino -esta es mi más profunda convicción- a la condición
humana.
El
ser humano, desde que sabe que es, vive con el miedo a no ser, miedo que lo
lleva a sustituir la tenencia del miedo por la tenencia de un objeto
sos-tenedor. Es el miedo a volver al vacío de donde venimos, miedo que se
manifiesta como miedo a la muerte o miedo a perder la vida. Pero es mucho más
profundo, pues se trata de un miedo que está más allá de la propia muerte: es
el miedo a la nada, o miedo a ser nada, o para decirlo en términos
costumbristas: un miedo a ser un don nadie. Esa es la razón por la cual no
podemos soportar la pérdida de los objetos a los cuales hemos ligado nuestro
ser, en este caso, el dinero. Pero no es solo el dinero. Puede ser otra
tenencia. Puede ser incluso otra persona. Puede ser también un amor.
No
hay contradicción querido Erich Fromm entre ser y tener. El ser es deseo de ser
y el deseo pertenece al “registro del tener” (Lacan). El ser debe ser sos-tenido para que no caiga en el vacío de su no-ser. El problema entonces no es
que el ser se manifieste en el tener sino en cuál es el objeto que hemos
elegido tener para man-tener al ser. Me refiero a ese objeto que no queremos ni
podemos perder. En el caso de los ahorristas de Panamá, ese objeto es el
dinero.
Hay
personas, en cambio, a las cuales no les ha sido concedido el privilegio, no
del dinero, sino de tener un objeto que los man-tenga. Son quienes viven
aterrados al borde del abismo, los que están a punto de caer en el vacío, los
acosados por el miedo a la nada, los que solo encuentran, al final, una
“enfermedad” la que al “tenerla” termina protegiéndolos de no ser nada. El
paciente que se declara enfermo ha comenzado a sanar, dijo una vez Freud.
El
hecho es que, cuando hemos encontrado a ese objeto que nos sujeta, es decir, a
ese objeto que nos convierte en sujeto, no solo no queremos perderlo, sino
además, nos convertimos en sus objetos, o como se dice en lenguaje corriente,
en adictos del objeto. La analogía con el droga-adicto salta a la vista.
Efectivamente; cualquier objeto puede ser convertido en droga. La droga-objeto
nos hace suyo, nos domina, nos controla, no podemos vivir sin ella.
El
dinero, y en ese punto sí tenía razón Marx, es un objeto que al contarlo nos
permite mantener la ilusión de medir nuestro valor de ser. El dinero, decía
Marx, no es un valor, pero en un mundo de representaciones, es la
representación del valor (de la mercancía). El dinero es para mucho la representación
de lo que valemos, es decir, de “cuanto” somos.
El
Tío Rico McPato lo sabía tan bien como Marx. El dinero para la genial criatura
de Walt Disney, al igual que para los ahorristas de Panamá, ha perdido su rol
de mediación entre diversas mercancías (incluyendo nuestra capacidad de
trabajo) y se ha convertido en una mercancía en sí; algo que no puede ser
“gastado” porque si se gasta se pierde. Desde esa perspectiva McPato no es un
ser anómalo. En estricto sentido, es un pato-lógico.
Tío
McPato vive colgado de su dinero, el drogadicto de su droga, el enamorado de su
amor. ¿Absurdo? Tan absurdo como el conocidísimo chiste del loco que pintaba el
techo a quien a un trabajador pidió prestada la brocha. El loco contestó:
“¿Estás loco? ¿Y con qué me voy a sostener?”. Ese loco “colgado de la brocha”
estaba en cierto sentido menos loco que otros locos. Al menos no ocultó, como
hicieron los ahorristas de Panamá, al objeto con el que (imagina) ser
sos-tenido en este mundo.
El
problema es, en consecuencia, que el objeto que estamos buscando no es el
objeto del cual deberemos sostenernos. No hay, en efecto, ninguno objeto en este
mundo que permita llenar el vacío de ser del cual la condición humana es su
trágica portadora. Solo así nos explicamos por qué quienes tienen mucho dinero
siempre quieren tener más. Lo mismo ocurre con la droga, con los alimentos, con
las posesión de mujeres u hombres, con el poder.
El
deseo de tener, como si fuera una bolsa plástica, se ensancha mientras más
con-tiene. Hasta que la bolsa revienta por algún lado: en la cárcel, en la
psiquiatría, en el cuerpo que se asestó el toque final, en la desclasificación de una lista oculta en un país tropical. Como sea, el objeto del
deseo está destinado a no ser hallado. Siempre será una sustitución del
verdadero objeto. ¿Y dónde está el verdadero objeto? Nadie lo sabe. Lo único
que sospechamos algunos es que ese objeto no pertenece al reino de este mundo.
Mantener
en alguna parte oculta el codiciado objeto del deseo proporciona al menos una
cierta seguridad. Ficticia, ilusoria, pero necesaria para el deseante.
Fue Harry Hole, el carismático comisario inventado por el quizás mejor escritor de novelas policiales de nuestro tiempo, el noruego Jo Nesbø, quien mejor que muchos analistas logró captar la sicología del ser deseante.
En la novela “El Fantasma”, Harry Hole llega a una conclusión. Siempre el drogadicto guarda en algún lugar seguro y muy oculto una porción de su droga la que aún en los momentos de mayor necesidad se abstiene de consumir. Ese secreto no será compartido con nadie. Es en cierto modo su seguro de vida (o de muerte). Ese secreto es su Banco de Panamá.
Fue Harry Hole, el carismático comisario inventado por el quizás mejor escritor de novelas policiales de nuestro tiempo, el noruego Jo Nesbø, quien mejor que muchos analistas logró captar la sicología del ser deseante.
En la novela “El Fantasma”, Harry Hole llega a una conclusión. Siempre el drogadicto guarda en algún lugar seguro y muy oculto una porción de su droga la que aún en los momentos de mayor necesidad se abstiene de consumir. Ese secreto no será compartido con nadie. Es en cierto modo su seguro de vida (o de muerte). Ese secreto es su Banco de Panamá.
Por
supuesto, este texto es solo una línea de interpretación en el entramado de
líneas que conducen a Panamá. No he escrito por ejemplo sobre otra línea, una
que lleva al deseo de trasgresión, de saltar sobre la ley y el orden y engañar
incluso al Estado del cual algunos ahorristas forman parte. Las prohibiciones
que debemos acatar en el curso de nuestras vidas son tantas y a veces tan duras
que terminan originando el deseo de transgredirlas. Todos sabemos, desde niños,
el influjo casi erótico que ejerce en nosotros la prohibición, hecho que
pagamos con culpas, la mayor de las veces, imaginarias.
Los
papeles de Panamá han certificado una vez más la infinita magnitud de la pobreza
humana. No me refiero a la pobreza material ni menos a la moral. Me refiero a
la pobreza de espíritu de la cual, de una manera u otra, todos somos
portadores. Esa pobreza es, sin embargo, nuestra única riqueza. Pues si
fuéramos ricos de espíritu no necesitaríamos de más espíritu. ¿Dónde reside ese
espíritu? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Nuestra tarea entonces es buscarlo,
aunque en el fondo sepamos que nunca lo vamos a encontrar.
En
todo caso ya tenemos un indicio: ese espíritu no está en Panamá.