Víctor Orbán y su
Fidesz (Partido Cívico Húngaro) pasarán a la historia como forjadores de una
nueva ideología. Esa es la ideología de la rebelión i - o anti-liberal. El
concepto de i-liberalidad comienza, efectivamente, a hacer escuela entre
diversos gobiernos y movimientos políticos europeos, hasta alcanzar a Rusia e
incluso a la propia Turquía.
El anti-liberalismo
proclamado por Orbán y sus simpatizantes no tiene nada que ver con la economía
liberal. El liberalismo de nuestros días, a diferencia del liberalismo del
siglo XlX, es un liberalismo disociado; y lo es hasta el punto que los
liberales económicos han llegado a ser muy diferentes a los liberales
políticos.
La disociación
interliberal llegó a ser ostensible desde el momento en que los liberales
económicos descubrieron que sus “modelos” podían ser impuestos en países
regidos por dictaduras, autocracias o simplemente por gobiernos autoritarios, como son los de la mayoría que rigen en Europa del Este.
A primera vista la
protesta anti-liberal aparece como reacción frente a las migraciones que
provienen desde el Oriente Medio. Mas, no es así. Antes de la oleada
migratoria, Orbán y sus colegas, en primer lugar el polaco Kaczyinski, pero
también los presidentes “socialdemócratas” de Eslovaquia (Robert Fico) y de la
República Checa (Milos Zeman), habían hecho del nacionalismo una bandera de
lucha. Un nacionalismo que en nombre del amor patrio proclama la negación de
“los otros”. Esos “otros” son, por el momento, dos: los extranjeros islámicos
(enemigo religioso) y la Europa cosmopolita, liberal y laica heredada de los
tiempos de la Ilustración (enemigo político).
“Europa no sabe
reconocer sus raíces” recita con insistencia Orbán. Europa es decadente, repite
desde Varsovia, Kaczyinski. Europa es antes que nada cristiana, corean todos
los i-liberales, como si Jesús hubiera nacido en París o Londres. Por lo mismo
no se trata del mensaje amoroso de Cristo. Es el cristianismo combativo,
cruel y, en gran medida, inquisitorial de las iglesias medievales.
Marine Le Pen ya lo
venía anunciando al oponerse con piadosa furia al matrimonio igualitario. La
misma cantinela proclama Putin –perseguidor implacable de homosexuales- rodeado
de fanáticos monjes ortodoxos. No deja de ser irónico que toda esa nueva
generación de políticos ultra-cristianos asuman en nombre del anti-islamismo
los modelos teocráticos que proclaman los gobiernos islamistas.
Pero no se piense
que estamos frente a fanáticos religiosos como Franco quien mandaba a matar con
deleite en nombre de Dios. Ninguno de los nuevos gobernantes apostólicos posee
una biografía religiosa: por el contrario, si no vienen del laicismo, rindieron
culto al más riguroso ateísmo. Putin antes que nadie. La nueva religiosidad que
dicen practicar es una simple jugada instrumental.
Autócratas y
dictadores –no solo en Europa, en América Latina también- han descubierto que,
si bien la religión no es una ideología, puede ser usada como ideología.
Por ejemplo, si
analizamos los modelos de dominación que proponen Orbán en Hungría y Erdogan en
Turquía, veremos que son muy parecidos: un ejecutivo personalista, fuerte y
autoritario; una limitación estricta a la libertad de información; un rechazo
sin concesiones a la EU. En ese último punto, las nuevas derechas político
religiosas no están solas. Reciben, además, el apoyo de “nuevas” izquierdas,
como Syriza en Grecia (aplaudida por la Le Pen) y Podemos en España.
A quien mejor ha
convenido la ideología de Orbán es a Putin. Razón que explica las relaciones
empáticas establecidas entre ambos mandatarios.
Putin no había
podido hasta ahora hacerse de una cosmovisión ideológica similar a la que
poseyó el imperio soviético, una que sirviera de legitimación a sus mal
disimulados proyectos de expansión territorial. Ahora, en cambio, tomando a
préstamo la creación ideológica del presidente húngaro, Rusia ha pasado a ser
parte de una comunidad de naciones religiosas y “patrióticas” opuestas a la
Europa liberal. A partir de esa premisa, Putin ha iniciado desde Siria una “cruzada” en
contra del Islam, retomando la hegemonía que una vez tuvo la URSS
en esa región. Ha ganado incluso simpatías en Europa Occidental donde no pocos
lo ven como el héroe que salvará al mundo de las hordas del ISIS.
Los besos que se estamparon
el papa Francisco y el patriarca ortodoxo ruso Kiril en la Habana, poniendo fin
a discordias milenarias entre ambos cristianismos, facilitan indirectamente las
ambiciones de Putin. Con una cristiandad unificada comienzan a darse las
condiciones para que, en nombre de una ideología única, la Europa cristiana y
anti-liberal establezca su hegemonía sobre la Europa laica y pluralista.
En otros términos,
al igual que durante la ex URSS y sus partidos comunistas, Putin ha logrado
montar caballos de Troya en los países de Europa Occidental. Así podrá
continuar la senda de los bolcheviques. Que esa senda sea recorrida en nombre
de la revolución mundial o en nombre del cristianismo universal, le da lo
mismo. Lo importante es levantar una ideología unitaria: un polo ideológico de
atracción. Se quiera o no, los anti-liberales de derecha o de izquierda han
llegado a ser peones de Putin en el tablero europeo.
La Europa liberal
en cambio, no fue el resultado de una ideología o programa. Como puntualizó
Ralf Dahrendorf (“En defensa de la Unión Europea”, Tecnos, 1976), surgió de la
realidad de post-guerra de acuerdo a una correlación de fuerzas determinada por
la existencia de fuertes sindicatos, de empresarios corporativamente
organizados y del aparecimiento de gobiernos socialdemócratas y
socialcristianos.
Economía de
mercado, Estado social y pluralismo político, fueron, según Dahrendorf, los
tres pilares del nuevo orden europeo. Gracias a esa combinación Europa llegó a
convertirse en una alternativa en contra del mega-proyecto soviético. Las
multitudes de refugiados que venían del Este, precisamente de esos países cuyos
gobiernos dan hoy la espalda a Europa, anhelaban rehacer sus vidas en un
ambiente de libertad y prosperidad. Con la misma esperanza llegan hoy miles de
refugiados sirios.
No está escrito que
la Europa liberal será derrotada por sus enemigos. Las reservas democráticas
que prevalecen en el continente son múltiples. Sin embargo, la línea
demarcatoria ya ha sido trazada.
De acuerdo a la
lógica de la estrategia anti-liberal, su victoria definitiva comenzará cuando
sean derribados los tres principales bastiones de la Europa liberal. El primero
es el bastión histórico representado por la Francia laica y republicana. El
segundo es el bastión político representado por la Alemania de Ángela Merkel.
El tercero es el bastión organizativo representado por la UE.
En términos
figurados podemos decir que en Francia está teniendo lugar una batalla política
entre las fuerzas anti-liberales de su máxima líder Marine Le Pen y la nación
republicana y demócrata. Allí ya ha sido trazada una verdadera línea Maginot.
Una línea no militar pero sí política. Si el Frente Nacional logra cruzar esa
línea, el declive de la democracia europea no solo sería material; sería, además,
dado el lugar que ocupa el nombre de Francia en el mundo, una caída muy
simbólica.
La Alemania de
Merkel, a su vez, ha llegado a ser tanto desde una perspectiva económica como
política la nación líder de la unificación europea. Ángela Merkel representa a
ese liderazgo en ambas dimensiones razón por la cual el suyo es el gobierno más
admirado y a la vez más odiado de Europa. Ese liderazgo parecía ser hasta hace
un par de meses, incuestionable. Hasta que estalló la crisis migratoria.
Frente a las
migraciones Merkel no tenía tres posibilidades. O acogía a las multitudes que
pedían asilo o levantaba cercos de contención como lo hizo sin vacilar Orbán en
Hungría. Fiel a sus principios, Merkel optó por la primera alternativa. Atacada
con furia por los sectores xenofóbicos de su país, incluyendo los de su propio
partido, Merkel está intentando ahora encontrar una solución europea al
problema.
Putin, captando que
una caída de Merkel puede abrir un enorme espacio a sus proyectos hegemónicos,
se apresuró a agravar el problema. Con perversa precisión ha comenzado a
bombardear sin piedad a la población civil de Siria (sobre todo en Alepo)
aumentando así la presión en los límites que separan al país con Turquía, y por
supuesto, con Europa. Su esperanza es inequívoca: derribar a Merkel con
incontenibles multitudes de refugiados.
¿Y la UE? Sin
Francia y Alemania la UE solo será un pálido recuerdo.
¿Lograrán Francia y
Alemania resistir las embestidas anti-liberales que vienen desde fuera y desde
dentro del continente? La misma pregunta puede ser formulada de un modo aún más
dramático: ¿Logrará Putin lo que no logró Hitler ni Stalin: poner a Europa a
sus pies? Probablemente no. Pero el dañó político e incluso moral puede ser muy
grande.
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