Aunque la mayoría
de los expertos piensen lo contrario, no fue mucho lo que avanzó la política
española con la decisión del Rey al entregar las llaves para formar un
futuro gobierno al PSOE (2.02.2016). Quizás bajo condiciones normales esa alternativa
habría sido posible. El problema es que las condiciones ya no son normales en
España.
Cuando se formó el
cuadrilátero que depuso -gracias a la presencia de los partidos emergentes,
Podemos y Ciudadanos- al bipartidismo tradicional, no pocos pensamos que desde
ahí en adelante se abriría un abanico de posibilidades aleatorias.
En verdad, con la
excepción de una alianza “antinatural” Podemos- PP, todas las otras parecían
posibles. Fue esa la razón por la cual al día siguiente de las elecciones del
20-D la mayoría de las opiniones apostaron por una “solución alemana”; léase:
una coalición de gobierno entre conservadores y socialistas. Solución que en el
caso español se hacía más expedita gracias a la eventual inclusión (centrista)
de Ciudadanos. Esa posibilidad se encuentra todavía vigente y quizás al final
logre imponerse, aunque el precio que debería pagar PSOE sea astronómico.
Que esa coalición
obvia entre dos partidos históricos y un emergente no haya tenido lugar es un
obstáculo que hay que adjudicar a la pésima conducción política impuesta por
Pedro Sánchez durante el periodo electoral. Bien que haya atacado al PP por su
lado más débil, el de la corrupción, aunque en esa materia no es el PSOE el
partido más indicado para hacer de juez moral. Mal que haya radicalizado
hasta tal punto su discurso –llegó a insultar a Rajoy en términos personales-
haciendo casi imposible un reencuentro político entre las dos formaciones de la
era post-franquista.
Olvidó Sánchez, si
es que alguna vez lo supo, que una de las normas elementales de la política es
la de no quemar todas las naves en las disputas entre partidos democráticos.
Esa es justamente la diferencia entre la política alemana y la española.
Durante el periodo electoral socialcristianos y socialdemócratas se dan
con todo en Alemania. Pero siempre dejan una nave que permita un reencuentro
futuro si las condiciones así lo ameritan.
Ironía entonces es
que el PSOE, justamente el partido más afectado por los resultados del 20-D,
haya sido comisionado para solucionar la crisis política. Esa crisis – este es
el punto- no es otra sino la crisis del propio PSOE. Hecho todavía más evidente
si se considera que bajo la conducción de Sánchez el PSOE logró obtener la
votación más baja de toda su historia.
Reiteramos:
coalicionar con el PP sería desde un punto de vista teórico e incluso
matemático la solución más lógica para el PSOE. Pero ¿cómo explicar esa
decisión a electores que votaron con el propósito de derrotar “para siempre” al PP? Esa es la
razón por la cual Sánchez, presionado por las bases de izquierda del PSOE,
parece todavía dispuesto a inclinarse hacia una alianza con Podemos sobre la
base de una imaginaria “unidad de las izquierdas”.
El problema es que,
como ha formulado de modo inequívoco Felipe González en representación de “la
vieja guardia socialista”, Podemos no es un partido de izquierda sino un
partido populista. Peor todavía, es un partido aliado con los enemigos
históricos del PSOE: los independentistas, sean estos de derecha o de
izquierda. No haber hecho esa evaluación, fue el segundo error de Sánchez. El
error más grave de todos.
Si Sánchez estaba
decidido a enfrentar de modo radical al PP debió haber hecho lo mismo con
Podemos. Al no hacerlo confundió a sus propios electores, algunos de los cuales
imaginaron que PSOE y Podemos son “dos partidos hermanos”. Recién cuando
Podemos pocos días ante de la elección decidió pactar con los independentismos,
algunos socialistas –en primer lugar los andaluces- se dieron cuenta de que las diferencias con el partido de
Iglesias no eran de una coma más o menos. Esas diferencias tienen que ver nada
menos que con la propia sustancia de la nación política común.
Los socialistas
exigen (piden más bien) como condición para una alianza de gobierno que Podemos
renuncie a su apoyo a los referendos secesionistas, algo que Iglesias no puede
hacer sin perder por lo menos ese 30% de electores independentistas que lo
llevaron a ocupar las posiciones privilegiadas que hoy ocupa. Las mismas que le
permiten dictar pautas sobre todo el espectro político.
Bajo las
condiciones descritas, el PSOE deberá elegir ahora entre la peste o el cólera.
O se rompe por el centro uniéndose a Podemos o se rompe por la izquierda
uniéndose al PP. Quiera o no, el PSOE se encuentra debajo de las garras de
Pablo Iglesias. Y este último no solo lo sabe; además, lo goza.
Si PSOE se une al
PP, aún con la inclusión simbólica de Ciudadanos, cederá el amplio espacio
de la oposición de “izquierda” a Podemos. Si se une a Podemos cederá gran parte
del gobierno a Podemos y a sus aliados independentistas y con ello se alejará
del centro político (lo que objetivamente convendría mucho a Ciudadanos). Si no
hace ni lo uno ni lo otro y decide ir a una segunda elección, todos los indicadores
muestran la posibilidad de que Podemos lo desplace al tercer lugar de las
preferencias políticas.
En breve, haga lo
que haga, el PSOE esta siendo jaqueado por Podemos.