Es muy positivo
pero no mucho lo que ha sido dicho acerca de El botón de Nácar,
documental de Patricio Guzmán que mereció el premio al mejor guión en el
Festival de Cine de Berlín 2015. Quizás la explicación reside en el hecho de
que el género documental es en la producción fílmica el equivalente a lo que es
el ensayo en la literatura. Ni documentales ni
ensayos suelen alcanzar la resonancia de los filmes argumentativos y de
las grandes novelas.
El Botón de
Nácar de Patricio Guzmán
es el segundo film de una trilogía iniciada con su ya clásica Nostalgia de
la Luz. Por eso, tanto en uno como en otro encontramos un mismo
principio sobredeterminante: la tragedia por tantos vividas en el Chile de la
dictadura y su relación con la historia. No solo con la historia mundial, sino
con la historia humana, o quizás, pre- y post-humana, vale decir, la relación
entre la singularidad microscópica de un acontecimiento terrenal y la trama
tejida a lo largo de la historia del universo. Tarea, dirán muchos, imposible
para un documental.
Pues bien, Guzmán
ha convertido a esa tarea en una posibilidad. Para decirlo de modo llano: tanto
Nostalgia de la Luz (2010) como El Botón de Nácar son dos obras
de arte en el pleno sentido del término. Eso significa, no se trata de “simples
documentales”. El de Guzmán es la expresión de un arte que va más allá de la
documentación. El suyo es un intento por alcanzar lo imposible: el acceso a
otros tiempos del ser: A un antes y a
un después frente a los cuales las imágenes actúan como representaciones
simbólicas de un mundo que no puede ser revelado en toda su extensión y
profundidad.
Así como la poesía
(la verdadera poesía) busca trascender al significado ocasional de las palabras
con el objetivo de acercarse (acercarse, sin llegar) al espacio de lo
indecible, el arte cinematográfico busca revelar lo que no se puede ver, un más
allá que existe antes y que seguirá existiendo después de la imagen. En ese
sentido Patricio Guzmán no pudo haber elegido mejor el lugar: Chile, su país
natal. El país de la loca geografía para decirlo con los términos que impuso el
libro de Benjamín Subercaseaux.
La locura de la
geografía chilena no solo tiene que ver con la extraña geometría del país sino
con la propia historia geológica del planeta. Quiero decir, así como en la
historia humana encontramos en diversos lugares del mundo reminiscencias que
delatan épocas arcaicas -nichos de salvajismo en medio de la civilización,
tribalismos, culturas y tradiciones desaparecidas- o así como en el rostro
surcado de arrugas de un viejo asoma de pronto la mueca de lo que fue una vez
la sonrisa de un niño, en la geografía chilena -sobre todo a lo largo de sus
2670 millas de costa- perviven momentos de esa vida aparecida recién después
del soplo creador, cuando el mundo comenzó a hacerse a sí mismo.
No solo los
moluscos prehistóricos, las algas milenarias, los crustáceos nerudianos, los glaciares, las araucarias, la cordillera
nevada, los volcanes y los movimientos sísmicos, delatan la existencia de un
país situado en una zona que todavía no ha terminado de hacerse (o de ser). En
ese mal llamado Océano Pacífico que no solo “tranquilo te baña” (como dice el
himno nacional) late un inconsciente amenazante para todos los que habitan en esa
prodigiosa superficie. Un mar muy grande y profundo. Un mar que si un día se
enoja puede convertir a Chile en una leve anécdota de la historia universal.
Hablamos de un mar
que guarda muchos secretos y que, como sucede en el film de Guzmán, puede revelarlos
en un simple botón de nácar como representación y testimonio de crímenes
horribles perpetrados por los militares chilenos durante la era dictatorial. O de las voces de esos antiguos habitantes de la Patagonia, últimos testigos de
un pasado milenario intentado borrar por cruentas conquistas hechas en
nombre del progreso.
Nadie sabe lo que
el mar sabe. Guzmán tampoco lo revela. No puede hacerlo. Pero sí nos da a
conocer cómo y por qué ese mar sabe mucho más de lo que nosotros imaginamos.
Sus aguas están en el principio de la creación pues nacieron vinculadas al
baile de las galaxias y al destino de todo el universo. En esas aguas se
encuentra el origen y quizás por eso mismo, el final del planeta.
Guzmán –ahí reside
el arte de su documental – trabaja
sobre las base de tres tiempos (o planos) que se conjugan entre sí sin contraponerse jamás. Uno es el tiempo de la historia recién
ocurrida cuyas huellas o cicatrices se niegan a desaparecer. Otro es el tiempo
del territorio antes de que fuera nación. El tercero es el tiempo del universo,
un tiempo que no conocemos y al que solo podemos pre-sentir gracias a las
visiones que persiguen y obsesionan a artistas como Guzmán. Dentro de esa
historia somos menos que una fracción de un segundo. Sin embargo, en el botón
de nácar se encuentran inscritos los otros tiempos del ser. No del ser humano,
me refiero al ser al cual nunca tendremos pleno acceso. Al ser de la verdad.
Como toda obra de
arte el Botón de Nácar contiene una que otra imperfección. Ciertas
alusiones al periodo de la Unidad Popular están de más, sobre todo para quienes
sabemos que detrás de tantas buenas intenciones hubo errores y falsas
concepciones del mundo. Las opiniones de los dos expertos, el poeta Raúl Zurita
y el historiador Gabriel Salazar, no aportan mucho al espectador mínimamente
informado, más bien interrumpen el discurso fílmico haciendo desviar la atención hacia
detalles secundarios. Pero son minucias. Pequeños borrones en una magnífica
obra de arte de cuyos intensos azules nadie que la haya visto podrá separarse
durante mucho tiempo (el director de fotografía es Katell Djian)
Más allá del film,
una reflexión: ¿Cómo explicar la crueldad sin límites de los esbirros de la
dictadura chilena?
Imposible de
explicar si no supiéramos que Chile no es la excepción sino la regla en medio
de la tortuosa historia de la humanidad. Para sus ciudadanos, Chile perdió su
inocencia en 1973. Para los habitantes indígenas ya la había perdido en el
siglo XlX.
La historia es una
carnicería, escribió no sin razón Nietzsche. Tal vez no hay ningún pueblo que en mayores o en menores magnitudes no conozca horrores como los vividos por
una gran parte de los chilenos durante y después del golpe militar. Razón de
más para pensar que no solo la historia geológica está recién comenzando, la
humana también. El botón de Nácar es –aunque parezca paradoja- solo un
botón de muestra. La condición humana sigue siendo una utopía.
Los pre-humanos,
vale decir nosotros, estamos dotados de una enorme capacidad de destrucción.
Nuestra inteligencia no solo nos ha servido para pensar, sino para mentir, es
decir para ocultar delitos y crímenes. Pero –y eso lo demuestra Guzmán en la
relación entre las aguas y un botón- la realidad nunca puede ser definitivamente
negada por la sencilla razón de que la realidad es siempre real.
Detrás de cada
mentira hay una verdad. Pero detrás de una verdad no puede haber ninguna
mentira. La verdad, si no por nosotros mismos, será alguna vez revelada, aunque
sea por la memoria de las aguas, en un simple y diminuto objeto escondido en las hondas profundidades del océano.
Esa es la verdad
que nos narra y muestra Patricio Guzmán en su magistral El botón de nácar.
Para ver trailer de El Botón de nácar hacer clic