Trasladar un poema
por ejemplo –algo que intenta traducir con palabras lo que no se puede decir con palabras-
al mundo pre-claro de las palabras del uso cotidiano, es casi una herejía, un
irrespeto, una profanación. Pero movido quizás por el vicio de entender y
comunicar -deformaciones de una vida dedicada a la docencia- sentí que no podía
sino hacerlo cuando leí otra vez ese poema que a mí, aparte de admirar su
arquitectura impecable, nunca me había dicho demasiado.
Y hoy me dice
tanto.
Las palabras
aguardan con paciencia a su tiempo. Incluyo tanto a las palabras cotidianas
como a las de la poesía. Sentí, y por eso estoy escribiendo sobre el poema
“Elogio de la Sombra” de J. L. Borges, que había llegado el tiempo de pensarlo
y decirlo. Lo supe desde que leí sus dos versos iniciales:
La vejez (tal es
el nombre que otros le dan)
puede ser el tiempo
de nuestra dicha.
Parece irrisorio, o
quizás un pobre consuelo, decir que la vejez pueda ser el tiempo de nuestra
dicha. ¡Se han escrito tantas banalidades sobre la vejez! Que con la vejez
somos más sabios, que al no estar sometidos el imperio de los deseos el espíritu
comienza a aparecer, que aprendemos a apreciar el fulgor de las rosas y el
canto nupcial de los pájaros. Lo que ustedes quieran. En algunos casos puede
incluso que todo eso sea cierto.
Pero también es
cierto que cuando somos viejos comenzamos a sentir el dolor de la vida que se
nos va, el cuerpo que no quiere caminar, el miedo a la nada que te hace
despertar sobresaltado en medio de la noche. Eso no lo dice Borges. En su
estilo tan propio nos dice solo que la vejez es una palabra, un nombre, pero a
la vez puede ser un tiempo: el tiempo de la dicha.
Francamente, desde
mi absurdo apego a la vida, no lograba entender a esa dicha. Borges tampoco. Con su honestidad a toda prueba, lo confiesa:
Todo esto
debería atemorizarme
pero es una
dulzura, un regreso
¿Estamos entonces
frente a alguien que se siente atraído por el magnetismo de la muerte? Llegado
a este punto debí resistir la tentación de escribir algún párrafo freudiano
relativo a la pulsión de la muerte. Hay algo de eso, tal vez. Pero la posición
de Borges dista de ser la del clásico melancólico-depresivo. Todo lo contrario:
su poema es un elogio a la vida ya vivida. Incluso, Borges lamenta no haberla
vivido más extensa e intensamente.
De las
generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído
unos pocos
Los que sigo
leyendo en la memoria
Del Sur, del
Este, del Oeste, del Norte,
convergen los
caminos que me han traído
“a mi secreto
centro”.
A su secreto
centro. Recién ahí, cuando escribió la palabra “centro”, fue cuando comencé a
entender a Borges. Ese poema no es –como antes había imaginado- una carta de
despedida, y si lo es, lo es solo en parte. El suyo no es el poema “del hombre
que va hacia la muerte” de Heidegger. Por el contrario, es el poema del hombre
que ya ha llegado a la muerte, del hombre que, aun siendo ciego, ve su propio
final: el del hombre que cruzó la meta y miró hacia atrás,
contemplando con cierto asombro el largo trecho recorrido.
Borges escribe ese
poema desde el momento en que él está comenzando a separarse de sí mismo:
Quedan el hombre
y su alma.
Vivo entre
formas luminosas y vagas.
O sea: Borges no
escribe desde su vida hacia la muerte sino "desde otra parte" que ya no es su
vida –no, no es la muerte, pues la muerte "no es"- hacia su vida. Ya no hay nada que
lamentar, lo que fue ya fue y el futuro ya no es más.
Al no tener futuro
Borges solo tiene pasado pero ese pasado, al no tener tampoco un futuro,
comienza a extinguirse, y con ello deja de ser pasado y pasa a ser otro tiempo
incomprensible al uso de nuestras palabras. Borges nos escribe –eso fue lo que
descubrí- desde otro tiempo. Un tiempo sin futuro, sin pasado, y por lo mismo,
sin presente. O quizás, lo que es casi lo mismo, desde un tiempo donde todo es presente.
Mis amigos no
tienen cara
las mujeres son
lo que fueron hace tantos años.
No hay letras en
las paginas de los libros.
Frente a la visión
de ese nuevo tiempo Borges menciona ¡ojo! por segunda vez la palabra “centro”.
Emerson y la
nieve y tantas cosas
ahora puedo
olvidarlas. Llego “a mi centro”,
a mi álgebra y
mi clave,
a mi espejo
Pronto sabré
quien soy.
¿Por qué cuando ha
llegado al final Borges habla de “su centro”? Desde el punto de vista
geométrico es un temendo error. Pero desde el punto de vista filosófico no lo
es.
Borges,
efectivamente, al escribir ese poema desde su propio final, se encuentra situado
entre dos tiempos: el que precede a su muerte y el que sigue a su muerte. Por
eso nos habla dos veces de su centro. Él es su propio centro. Él es el punto
intermedio que yace entre su acceso al, y su
descenso del, mundo. Ese “centro” es para Borges el lugar privilegiado de la
poesía: la cercanía de un "más allá" vista desde un "más acá".
Borges regresa al
lugar desde donde llegó al mundo. Pronto sabrá definitivamente quien es él
después de haber sido por “un tiempo”
Borges. Borges está a punto de regresar al SER. Desde allí, en medio de su luminosa ceguera, aún estando su cuerpo en
vida, nos envió este poema: su propia agonía. Más que un poema, es toda una revelación. Gracias
Borges.
25.01.2016
@FernandoMiresOl
25.01.2016
@FernandoMiresOl
JORGE LUIS BORGES - ELOGIO DE LA SOMBRA
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.