Es una recopilación de textos. Dos razones me han llevado a darlos a conocer en forma de libro. La primera es que hay entre todos los textos una unidad de sentido, una que no busqué y fue configurada por su propia dinámica. La segunda es que habiendo sido publicados en diversas fechas, vistos en conjunto dichos textos adquieren el carácter de una crónica. Quizás sea necesario decir algo más sobre esa segunda razón.
La crónica es
un género literario situado entre la historiografía y el ensayo. Sin la
rigurosidad que supone lo primero, sin la espontaneidad que se atribuye a lo
segundo, trae consigo la posibilidad de
entregar al lector textos escritos en
el marco de un tiempo que se extiende sobre la superficie de un presente
siempre continuo.
Un
libro-crónica carece de pasado y de futuro. Es, en cierto modo, una
articulación de distintos presentes. Entre esos diversos presentes he intentado
introducir, por cierto, algunas pausas
de reflexión teórica escritas en ritmo de ensayo. Esa es justamente otra
posibilidad que ofrece la práctica literaria de la crónica: no es necesario
renunciar a la teoría, pero la teoría emerge no de los libros sino de una
realidad incierta e imprecisa, como todo lo que sucede en la vida cuando
todavía no conocemos un desenlace final.
Esa fue la
razón por la cual después de haber releído a los textos, decidí publicarlos tal como los había escrito, sin quitar y sin agregar ni un punto ni una coma. Si no
lo hubiera hecho así habría corrido el peligro de traicionar al momento en el
cual los escribí.
Pero, además,
había otra razón, y aunque parezca arrogancia he de confesarla: No tengo que
arrepentirme de ninguna palabra, ninguna frase, ningún párrafo. Por cierto, una
que otra línea podría haber sido mejor formulada, quizás hay por ahí alguna
redundancia; puede que por momentos el estilo sea impreciso o en otros
demasiado tajante. Pero en general, subscribo punto por punto todo lo que
escribí. Repitiendo a Edith Piaf puedo decir: “no me arrepiento de nada”. No es
poca cosa, tratándose de un libro político.
1.
Los textos
cubren el periodo que se extiende desde la muerte de Hugo Chávez hasta las
parlamentarias del 6D. Como toda periodización se trata de una construcción
precaria pues nadie puede decir con seguridad cuando comienza y cuando termina
un periodo histórico. No obstante, el periodo partía de una muerte y no hay
nada que sea más definitivo que una muerte. El 6D, a su vez, me pareció una fecha
indicada para cerrar el periodo. Después del 6D comenzará otro periodo y no
estoy muy seguro si ese será el último de esta ya larga historia.
Sin embargo,
“el cambio” al que hago mención comenzó a gestarse ya durante Chávez. Visto
así, el gobierno Maduro no solo es la continuación temporal de el de Chávez. Es
también su continuación política. Esa es la razón por la cual he rechazado en
este libro la tesis, hoy mantenida por algunos sectores chavistas, relativa a
que Maduro –habiendo dilapidado el enorme capital electoral que le fue legado-
habría “traicionado” a Chávez. Todo lo
contrario. Maduro fue extremadamente leal a Chávez. Pienso incluso que Maduro
es Chávez en los tiempos de Maduro. Todo el descalabro económico, toda la
corrupción, toda la arbitrariedad y autoritarismo del régimen, todo, lleva el
sigo de los tiempos de Chávez.
Maduro no
imitó mal a Chávez. Lo imitó muy bien. Ahí reside el problema. Esa es la gran
tragedia de Venezuela. Si bien Chávez está muerto, su obra destructiva ha sido
radicalmente continuada por su sucesor.
2.
Varias veces
he sido preguntado por las razones que me han llevado a ocuparme tan
intensamente por Venezuela. Voy a dar la misma respuesta otra vez: se trata en
verdad de dos razones. Una es política; otra es politológica. Vale la pena
hacer la diferencia.
Desde el punto de vista político entiendo
la emergencia de gobiernos autocráticos y autoritarios en América Latina -cuyo
centro nuclear es la Venezuela chavista- como una reacción frente al proceso de
democratización iniciado en las dos últimas décadas del siglo XX, sobre todo a
partir del fin de la Guerra Fría. El momento culminante de ese proceso fue,
como es sabido, el declive de las dictaduras militares.
Ahora bien,
una de las características centrales del neo-autocratismo latinoamericano ha
sido la reactivación de la lógica política de la Guerra Fría. Tanto en su
lenguaje, estilo y discurso, presidentes como Morales, Correa, Ortega, los
Kirchner, han intentado retornar al mundo de la Guerra Fría sobre la base de un
anti-norteamericanismo retórico que, por lo demás, nunca practicaron.
La
recurrencia al mentado “socialismo del siglo XXl” ha sido una coartada destinada a otorgar legitimidad a gobiernos
extremadamente centralistas, autoritarios, refractarios a la alternancia
política y, por cierto, simpatizantes de las más sangrientas dictaduras del
planeta. En esa perspectiva se trata de gobiernos radicalmente
reaccionarios.
Ahora, dentro
de ese conjunto, los más reaccionarios, vale decir, los más antidemocráticos, han
sido los gobiernos de Chávez y de los hermanos Castro, pues al autoritarismo
propio a los gobiernos ya nombrados, agregaron un radical y exultante
militarismo. Eso quiere decir: si arrancamos el antifaz ideológico socialista
al chavismo y al castrismo, asoman sus verdaderos rostros: los de los últimos
representantes de un militarismo anti-político encarnado ayer por Pinochet y
por Videla. Por lo mismo cada derrota que los militaristas de hoy experimenten
debe ser considerada como un desbloqueo al proceso de democratización iniciado
en las postrimerías del siglo pasado.
La razón
politológica de mi interés sobre Venezuela obedece a una cierta deformación
profesional. Convencido como estoy de que la razón de la política no reside en
los consensos sino en las diferencias, más todavía si estas son antagónicas, el
caso de Venezuela despertó en mi una innegable voracidad intelectual. En
efecto, creo que no hay país en el mundo en donde los antagonismos hayan
alcanzado un tan alto grado de polarización.
Para quien ha
ejercido la docencia, y además, escrito diversos textos sobre teoría política,
el caso venezolano es un desafío. ¿Cómo seguir caminando sobre una muy estrecha
vía política sin caer en el abismo de la violencia y de la guerra? Esa es la
pregunta.
Hubo
momentos, debo confesar, en los cuales llegué a pensar que toda posibilidad
política estaba definitivamente cerrada. Y sin embargo, pese a encuentros no
exentos de violencia y muerte, el primado de la política continúa vigente. A
primera vista, un verdadero milagro. Pero no lo es.
El primado de la política por sobre las
balas ha sido posible en gran medida gracias a la conducción de la MUD. Una
conducción que no proviene de superhombres, ni de mesías, ni de héroes, ni de
grandes oradores y en ningún caso de intelectuales iluminados por una estrella.
La fortuna logró, sin embargo, juntar a un conjunto de personas con
experiencia, con capacidad de diálogo, pero sobre todo, con sentido común. Un
sentido común que no existe en el chavismo, pero tampoco en toda la oposición.
3.
Como notará
el lector, yo mismo, como autor, he tomado partido. En ningún momento he
tratado de ser imparcial. Objetivo sí; imparcial, no.
Ser objetivo no es lo mismo que ser
imparcial. La objetividad es cumplida cuando la presentación de los hechos se
ajusta a lo sucedido y con eso, basta. La imparcialidad en cambio es la
práctica de emitir opiniones sin criticar a ninguno de los bandos en contienda.
A veces tan loable intención puede ser posible. Hay otras, sin embargo, en las
cuales es absolutamente imposible. En situaciones límites – y el chavismo es
una de esas- donde la apuesta es entre dictadura o democracia, el ideal de
imparcialidad puede llegar a convertirse en abierta complicidad.
Frente al
conjunto de la oposición tampoco he sido imparcial. Ahí también he tomado
partido. Motivos surgidos de una lógica elemental me obligaron a hacerlo. A lo
largo del libro me pronuncio constantemente en contra de quienes desde la
oposición atacaban a la MUD y a sus dirigentes con tanto o más virulencia que
al propio chavismo. Pues para mí siempre estuvo muy claro: La MUD llegó a
ser, para bien o para mal, el único frente de asociación de los partidos
políticos democráticos de Venezuela. Intentar destruirla, desde fuera o desde
dentro, sin proponer una organización alternativa, era, en mi opinión, simple
masoquismo político.
Del mismo modo siempre me pronuncié en
contra de quienes intentaron una salida no electoral, propiciando la abstención
o embarcándose en aventuras destinadas a despertar el patriotismo de los
militares. Buscar atajos o salidas me ha parecido siempre una locura sin
nombre. La alternativa debía ser, no había otro camino, democrática,
constitucional, pacífica y electoral. Solamente en dirección a esa alternativa
la movilización en las calles podía adquirir algún sentido. Fuera de ella, no.
No era, por
lo demás, la primera vez que frente a un proceso he tenido que tomar un doble
partido. Lo de Venezuela fue para mí, en cierto modo, un “déjà-vu”.
La primera experiencia ocurrió durante los
acontecimientos que llevaron a la fundación de Solidarnosc en Polonia (1981).
Desde el primer momento surgieron ahí dos tendencias. Una era la del KOR, con
Joseph Kuron y Adam Mischnik alrededor de Walesa. Dicha tendencia levantaba una
alternativa democrática y electoral e incluso buscaba un acercamiento con
fracciones comunistas organizadas alrededor del general Jaruzelski. La segunda,
guiada por un catolicismo ultramontano, postulaba un enfrentamiento sin
concesiones al régimen. El solo hecho de que la primera opción aseguraba las
vías menos cruentas, me indujo a apoyarla sin reservas, gastando mucha tinta en
su defensa (lo de la tinta no es metafórico; en ese tiempo no había internet).
La segunda
experiencia tuvo que ver con el caso chileno. Ocurrió durante el plebiscito que
llevó a la destitución de Pinochet. Ahí se enfrentaron dos tendencias: la de
una fracción mayoritaria del Partido Socialista unido a la Democracia
Cristiana, por el plebiscito, y la del Partido Comunista más una fracción
socialista unida a grupos de extrema izquierda, por una salida insurreccional.
Como sucedió en el caso polaco, volví a gastar tinta defendiendo a la primera
opción. Incluso escribí un libro sobre el tema. Por ahí debe estar amontonado,
entre otros.
Hoy me ha
vuelto a suceder lo mismo por tercera vez. La única diferencia es que en
Venezuela la última palabra no ha sido pronunciada. Por eso esta vez he escrito
un libro que termina con puntos suspensivos: “el cambio” no ha terminado. Está
recién comenzando.
Si Dios me da
alguna de sus fuerzas, podría ser incluso posible que alguna vez decida
escribir otro libro sobre el tema. Nadie sabe. Ya veremos.
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