Que
la política suele ser sucia, sobre todo en contiendas electorales, no lo vamos
a descubrir ahora. Incluso en países políticamente bien constituidos, cuando
llega la hora de la máxima disputa, los contrincantes se dan con todo.
¿Cuantas
cosas no le han dicho a Obama cuando ha sido candidato? Las alusiones al color
de su piel han sido levedades, comparadas con las difamaciones que lo acusan de
islamista y hasta de comunista.
Como
en el juego del fútbol, cuando se juega una final, la política tiende a
desbordarse de sus cauces hasta el punto de que en algunos momentos puede
llegar a parecerse a su madre: la guerra.
Comparar
a la política con un juego no es recurso metafórico. La política es un juego
por la sencilla razón de que debe ser sometida a reglas y al igual que los
juegos deportivos, arbitrada. Sin arbitraje no hay regla que valga. Imagine
usted una final entre Barça y Real sin un árbitro. Si alguien sobrevive será
simple casualidad. Con una final electoral entre dos partes políticas podría
ocurrir lo mismo. Por eso toda contienda electoral requiere de árbitros. En ese
sentido al Poder Judicial y a los tribunales electorales les ha sido concedida la
función de arbitrar en las elecciones.
En
política, sin embargo, a diferencias del fútbol, hay otros elementos que
intervienen en la regulación del juego. Ellos derivan de la propia naturaleza
de la política, actividad constituida por líneas antagónicas pero también
transversales.
En la política, en efecto, no solo hay enfrentamientos sino, también, alianzas. Por lo mismo, a diferencias de la guerra, los antagonismos políticos no son siempre irreconciliables.
En la política, en efecto, no solo hay enfrentamientos sino, también, alianzas. Por lo mismo, a diferencias de la guerra, los antagonismos políticos no son siempre irreconciliables.
En
la política, para que sea política, no puede haber enemigos mortales. En la
política el enemigo de hoy puede ser, si no un amigo, por lo menos un aliado de
mañana. Así se explica por qué en la mayoría de las campañas electorales la
autocontención de las partes puede ser tan efectiva como la contención que
proviene de las leyes.
Pongamos
como ejemplo las elecciones que tendrán lugar en España el 20-D. Allí nos
encontraremos con una contienda entre tres partidos grandes (PP, PSOE y CDs)
separados por poquísimos puntos, y un partido mediano: Podemos. Ahora,
cualquiera sea el vencedor, este deberá necesitar de una alianza con un segundo
o con un tercero para gobernar. Esa es la razón por la cual la contienda
electoral española transcurrirá en estilo moderado, sin ofensas, infundios
ni amenazas.
Cualquier
exceso verbal de hoy podría arruinar en España una alianza de mañana. Más
todavía si se tiene en cuenta que por lo menos los tres grandes de la política
deberán enfrentar a un enemigo común: el amenazante secesionismo de una
fracción sediciosa de la política catalana.
Pongamos
ahora un ejemplo contrario: la elección final o ballotagge que tendrá lugar en
Argentina el 22-N. En ese ballotagge,
el kirchnerismo ha reconocido a su enemigo existencial. Esa
es la razón que explica por qué desde el poder, Cristina y los suyos han
desatado una verdadera campaña del terror en contra de Mauricio Macri.
Si
bien es cierto que los argentinos no son angelicales cuando se trata de dirimir
disputas, esta vez las gotas de la agresión han colmado todos los vasos. Incluso
el propio candidato de gobierno, Daniel
Scioli -cultural y políticamente más
cerca de Macri que de Cristina y por supuesto de gente como Aníbal Fernández y
Carlos Zannini- se ha visto sobrepasado por la agresividad proveniente del
Estado. Si no fuera por las contenciones judiciales que todavía funcionan con
precaria latinoamericanidad, la contienda podría ser transformada en batahola
descomunal. O en una “pueblada” como amenazan los extremistas del kirchnerismo.
Durante
el ballotagge el kirchnerismo está mostrando lo peor de sí mismo. Hecho que
tal vez convenga a Macri pues justamente ese estilo ha sido una de las razones
por las cuales no pocos votaron y votarán por él. Cristina no ha entendido al
parecer que la oposición a su gobierno no ha crecido tanto por cuestiones
programáticas –la verdad, los programas sociales de Scioli y Macri no se
diferencian demasiado– sino por el piquitero estilo impuesto a su investidura,
tan opuesto a la reconocida elegancia de su vestidura.
Si
en situaciones como la argentina, las elecciones, a pesar de su virulencia, se
encuentran protegidas por un andamiaje institucional, hay un caso en donde no
hay elementos de autocontención. Tampoco existe allí la mínima protección
institucional a la que puedan apelar los electores de la oposición. En
Venezuela, digámoslo con muy pocas palabras, no hay justicia.
Las
revelaciones del fiscal Franklin Nieves quien fuera forzado desde el ejecutivo
para presentar pruebas falsas en contra de Leopoldo López y así hacer posible
un veredicto ya dictado antes del juicio, es un testimonio de los tantos que
vendrán. Testimonio que muestra, en todas sus formas la degradación a que ha
sido sometida la justicia por el regimen venezolano.
En
contra de Leopoldo López ha sido, efectivamente, cometido un crimen judicial sin
atenuantes. Un crimen que es el resultado de otro crimen mayor: el realizado en
contra de la propia justicia venezolana.
Nadie
sabe si Cabello-Maduro son concientes de la monstruosidad que han cometido.
¿Saben que al no haber justicia solo puede haber impunidad? ¿Saben que allí
donde rige la impunidad todos los crímenes son posibles? No me refiero en este
caso solo a los crímenes políticos. La altísima criminalidad que asola las
calles venezolanas tiene mucho que ver con la inducida destrucción del aparato
judicial del país.
Solo
en un país sin ley ni justicia un mandatario puede cometer el delito de
declarar en público y a viva voz que ganará las elecciones “como sea”. O el
delito de declarar que “no entregará a la revolución” (léase, el
gobierno y sus instituciones) en caso de perder las elecciones. O el delito aún
mayor de amenazar a la ciudadanía con un golpe de estado: no otra cosa es la
alianza del “pueblo” (es decir, Maduro, Cabello y su gente) con la Junta
Cívico-Militar (el generalato chavista).
Maduro
sabe que lo que se le viene encima –lo testifican todas las encuestas– es una
rebelión democrática, nacional y popular organizada a través de la ruta
electoral. Un aluvión de votos que amenaza debilitar más su ya muy débil
jefatura. Solo después de las elecciones -después, Henri Falcón, solo después- podrán ser abiertos los espacios para el diálogo político.
Pero
un diálogo político precisa de un lenguaje político. Rehabilitar el lenguaje
político, es decir, a la política (pues la política es lenguaje) deberá ser una
tarea ineludible para la oposición, aunque eso signifique deslindar a quienes,
aún desde la propia oposición, han hecho suyo el lenguaje de la dictadura. Más
adelante vendrán los momentos de la re-institucionalización.
Todos
esos momentos deberán culminar en el objetivo principal: la democratización del
país. Pero siempre paso tras paso, de modo civil, con la frente en alto y con
la constitución en la mano. No hay ningún otro camino.