Si
algún lector va a leer este artículo, ruego fijarse en el título. Cuando digo
que –según mi opinión- Angela Merkel merecía el galardón no estoy diciendo que
el cuarteto de Túnez no lo merecía. Las informaciones muestran de modo preciso
como ellos colaboraron para salvar los restos de la “primavera árabe” y lograr
mantener en su país un orden parecido a la democracia.
Tampoco
es mi propósito iniciar una inútil controversia acerca de quien merecía el
premio: si los tunecinos, si el papa Francisco o si la Merkel, o cualquier otra
u otro postulante.
He
de partir de la premisa de que el tribunal de Oslo discutió el tema con
seriedad y tomó la decisión que consideró más justa. Punto. Lo único que
afirmo, y lo hago de modo taxativo, es que si a Angela Merkel le hubiese sido
otorgado el premio, ella lo habría merecido. Y con creces. Las razones por las
cuales ella merecía el premio son, por lo demás, compartidas por muchas
personas.
Angela
Merkel ha logrado constituirse en la principal líder política de Europa frente
a los problemas más candentes de nuestro tiempo (no solo en Europa). Dicho en
clave de síntesis, esos problemas son principalmente cuatro.
- La unidad política de Europa
- Las migraciones, sobre todo las que vienen desde Siria
- El auge de los partidos y gobiernos populistas xenófobos en Europa
- El peligro que representa para la paz mundial la agresiva política
internacional de la Rusia de Putin.
Con
relación al primer tema, Merkel asumió la responsabilidad, en contra de sus
retractores, incluyendo los de sus propias filas, de mantener a Grecia dentro
de la UE. Gracias a la ayuda del presidente Hollande y, no por último, del
realismo político de Alexis Tsipras, logró su cometido.
Desde
el punto de vista de una lógica instrumental los detractores de Merkel
parecían tener toda la razón: ¿Cómo asumir el financiamiento de una economía en
ruinas como es la de Grecia? ¿No habría sido más rentable expulsar a Grecia de
la UE?
Efectivamente,
en el corto plazo la salida de Grecia era la solución más rentable. Pero –he
ahí donde entró a jugar la inteligencia de Merkel– la rentabilidad económica no
siempre se traduce en rentabilidad política. Había llegado la hora de definir
la identidad de Europa: o es una asociación monetaria o deberá constituirse en
una unidad de valores culturales y políticos compartidos.
Merkel
no lo pensó dos veces: si Europa iba a ser algo más que un banco continental
–en eso la estaban convirtiendo los burócratas de la EU- Grecia no podía ser
abandonada a su suerte. Europa necesitaba de Grecia tanto o más que Grecia de
Europa. Los hechos ocurridos, días después de que Merkel, Tsipras y Hollande se
pusieran de acuerdo en los términos del “rescate”, terminaron por dar la razón
a la canciller alemana.
Putin,
pocos días antes de la firma del acuerdo, había levantado la peligrosa tesis de
que Rusia y Grecia están unidos por una comunidad religiosa (cristianismo
ortodoxo) y ya se sabe lo que quiere decir Putin cuando habla de comunidad.
Poco tiempo después Putin llevó a cabo la ocupación militar de Siria y en
nombre de la guerra en contra del ISIS comenzó a destruir las posiciones de los
rebeldes sirios aliados de Europa. De igual manera, en nombre de la guerra en
contra del ISIS, Erdogan en Turquía -tan cerca de Grecia- inició una feroz
guerra en contra del pueblo kurdo, aliado de Europa en contra del ISIS. Y por
si fuera poco, el broche de oro: los miles y miles de refugiados, muchos de los
cuales pasan por Grecia. En casi todos esos acontecimientos, y en muchos otros
por venir, Europa necesita de Grecia.
O
digámoslo de otro modo: para enfrentar a todos esos problemas, Europa debe
estar unida y no en vías de desintegración. La mejor garantía para la paz en
Europa, y en gran medida, cerca de Europa, pasa por la unidad de Europa, aunque
eso cueste millones de euros. Esa disyuntiva la advirtió Merkel desde el primer
momento.
Mucho
más todavía tienen que ver con la paz inter- y extra- europea, las migraciones
que vienen desde el Oriente Medio. Frente a ellas Merkel se vio frente a una
encrucijada: O tomaba el camino xenófobo de Urban en Hungría, erigiendo muros y
alambradas y con ello echando por la borda los principios que identifican a
Europa ante el mundo, o abría las fronteras. Para los sectores conservadores e
incluso para una gran parte de la socialdemocracia, la de Merkel fue una
locura. Pero visto en perspectiva, era la salida más inteligente.
Merkel
entendió rápidamente que el tsunami migratorio no era una catástrofe natural.
La mayor parte de los fugitivos huyen de una guerra del mismo modo como miles y
miles de alemanes lo hicieron en el reciente pasado. En esta nueva guerra,
Alemania, como casi todos los países europeos, forman parte de la coalición en
contra del ISIS y si no asumen tareas militares deben asumir al menos las
no-militares, entre ellas recibir a los fugitivos de guerra.
Más
todavía: si Alemania y los demás países de Europa hubieran cerrado las
fronteras ¿cómo Europa habría podido recabar el apoyo de los países árabes no
solo en su guerra en contra del ISIS sino, además, frente a los conflictos que
se avecinan con la Rusia de Putin?
En
gran medida, esos letreros que portaban fugitivos sirios en los cuales se podía
leer “Mama Merkel” son el resultado de un acercamiento mucho más productivo que
el logrado por toda la diplomacia europea con los países islámicos en los
últimos años.
¿Qué
con los refugiados vienen algunos terroristas? Puede que así sea. Pero el
número de terroristas islámicos creados por el inhumano bloqueo a las
migraciones, habría sido mucho mayor.
El
recibimiento de las multitudes que huyen de la guerra es, sin duda, un aporte a
las relaciones pacíficas de Europa con sus vecinos del Oriente Medio.
Relaciones que frente a la avanzada de Putin en la región, son y serán más
importantes que nunca. En ese sentido Merkel vislumbra lo que no pueden captar
ni los miedosos conservadores de su partido, ni los ingenuos bienpensantes de
la socialdemocracia.
Siria
y gran parte de Irak están a punto de convertirse en escenario de diversas
guerras de representación en la que tomarán parte directa Rusia, Irán, Arabia
Saudita, Turquía y, naturalmente los EE UU, más algunos países miembros de la
NATO. De tal modo que el éxodo de dimensiones bíblicas que viene de Siria no es
solo un fenómeno migratorio. Se trata, dicho del modo más directo, de la
evacuación de la población civil de un territorio que en un futuro muy cercano
puede llegar a ser -utilicemos otro término bíblico- apocalíptico.
Sin
embargo, “Mama Merkel” no es la “Madre Teresa”. Si bien su actitud frente a los
refugiados surge de principios éticos, ellos están puestos al servicio de
objetivos políticos. En ese sentido –y ese fue el punto que dejó más claro su
discurso de Estrasburgo (6-O)- Merkel sabe que la paz de Europa no solo se
encuentra amenazada desde fuera sino también desde dentro de Europa.
Por
una parte, el innegable terrorismo internacional. Por otra, los partidos
ultranacionalistas, xenófobos y fascistas, partidos que preceden
cronológicamente a las migraciones. Esos partidos simpatizan abiertamente con
la política militar de Rusia, tanto en Ucrania como en Siria. Objetivamente
constituyen puestos de avanzada en la geoestrategia de Putin. Quizás es fue la
razón por la cual en el mencionado discurso, Merkel, siempre tan tranquila y
moderada, declaró una guerra política a la xenofobia organizada.
No
solo con negociaciones se logra la paz, como imaginan los socialdemócratas,
algunos dispuestos a ceder parte de Ucrania a Putin a cambio de algunas
concesiones en Siria, como si los territorios, los acuerdos internacionales y
las personas fueran simples mercancías. La lucha por la paz no excluye, por el
contrario, requiere, de la lucha en contra de los enemigos de la paz, sea esta
interna o externa. O ambas a la vez.
Y
bien, precisamente por haber reconocido los antagonismos que separan a la
política europea de la rusa, Merkel ha logrado posicionarse frente a Putin con
buenas cartas sobre la mesa.
Por
de pronto Merkel muestra su disposición a integrar a Rusia en proyectos
económicos conjuntos. Putin, dada la precaria situación económica que vive su
país, necesita de la colaboración europea y no tiene más alternativa que
negociar con Merkel. Dentro de esas negociaciones está incluido el destino de
Ucrania y en gran parte el de Siria, temas sobre los cuales Merkel se muestra
dispuesta a hacer solo las mínimas concesiones posibles. Pero para abordar esos
puntos, Merkel requiere de una Europa unida que la respalde frente al jerarca
ruso, por lo menos con la misma seguridad con que siente el respaldo del
gobierno de Obama del cual no pocas veces ha tenido que hacer de portavoz ante
Putin.
En
ese sentido, haber recibido el Premio Nobel de la Paz, habría significado para
Merkel un respaldo simbólico en sus negociaciones por una coexistencia pacífica
entre Europa y Rusia. Por lo menos un respaldo similar al que recibieron en
otras ocasiones Kissinger, Arafat y el mismo Obama quienes, por las funciones
que representaban, podían ser cualquier cosa, menos palomas de la paz.
Angela
Merkel tampoco es una paloma de la paz. Pero es una líder política que si logra
el consenso y el apoyo internacional necesario, puede hacer más por la paz que
todas las palomas del mundo.
Al
menos el Premio Nobel de la Paz 2015 está en buenas manos. Podría haber sido
peor.