Otra vez lo mismo. Otra vez han sido descubiertos culpables de torturas
y asesinatos. Aparecen ¡25 años después! nuevas actas, documentos ocultos son
desclasificados. Voces se escuchan pidiendo castigo para todos quienes
participaron en la violencia dictatorial. Desde las propias filas
gubernamentales hay quienes acusan de traición a los que ayer pactaron con la
dictadura.
Nuevamente un gobierno –esta vez el de Bachelet segunda- asegura que
llevará las investigaciones hasta las últimas consecuencias. Voces piadosas
piden la reconciliación. Otros responden, primero justicia, después
reconciliación. El pasado es usado como arma política de unos en contra de
otros. Parece, en fin, que la clase política chilena fuera absolutamente
incapaz de saltar sobre sus propias sombras.
¿Habrá que recordar que en Chile la dictadura no fue derribada por
ninguna insurrección de masas? En Chile, los políticos, tanto los de la derecha
pinochetista como los de la izquierda democrática, buscaron y obtuvieron una
salida pactada. No había otra alternativa. A partir de esa visión realista
firmaron acuerdos y compromisos, algunos velos fueron extendidos para ocultar
atrocidades, esbirros y verdugos se mezclaron con gente proba y como en el
cuento del escritor curicano Claudio Giaconi, muchos comenzaron a decir: “Aquí
no ha pasado nada”.
Era el precio para iniciar desde el año 1990 la larga vía de la
transición que lleva desde una de las dictaduras más criminales habidas en
América Latina hacia esa democracia que hoy, con todos sus defectos (si no
tuviera defectos no sería democracia), ha permitido al menos que los enemigos
políticos se organicen en sus partidos, compitan entre sí y disputen el poder.
No es, por lo demás, una historia demasiado original. Sucedió en la
República Dominicana en la era post-Trujillo, en Uruguay y en Argentina, en la
España post-franquista, en el Portugal post-salazarista y en Grecia después de
la “dictadura de los coroneles” y volverá a ocurrir – si es que ya no está
ocurriendo- en Cuba, después de los Castro. Ocurrió incluso en la Alemania
post-nazi cuando tantos “pequeños fascistas” fueron indultados. Después de la
dictadura comunista de la RDA -aunque a diferencias de Chile, en Alemania han
sido abiertos casi todos los expedientes- los seguidores de Honecker no fueron
encarcelados. Frau Honecker y otros reciben puntualmente sus pensiones desde
Alemania.
La diferencia es que en Chile, desde la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación de Aylwin, pasando por el informe Rettig, el informe Valech
ordenado por Lagos, y otros más, la clase política chilena intenta, como ocurre
con los jueces en tantas novelas policiales, dar de una vez por todas el caso
por cerrado.
Pero
en la historia no hay casos cerrados. La historia, aunque parezca paradoja, no
es cronológica. Un hecho ocurrido hoy puede estar más ligado a uno ocurrido
hace veinte años que a otro ocurrido ayer. Sucede lo mismo con nuestras
biografías. Una palabra escuchada en la primera infancia puede tener una
resonancia imprevista en la vejez. En la historia -ni en la personal ni en la
nacional- “las viejas” no pasan. No pasan, ni siquiera cuando se mueren. A
veces no es necesario nombrar el pasado para sentir su presencia. Como escribió
William Faulkner : El pasado no está muerto ni enterrado. De hecho, ni
siquiera ha pasado.
Las
maldades cometidas por las dictaduras si bien pertenecen al pasado cronológico,
no residen solo en el pasado. Pinochet, Franco, Stalin, Hitler, y muchos más,
son cenizas, pero la presencia histórica de cada uno de ellos es en sus países
innegable. En cierto modo continúan viviendo y, lo que es peor, actuando.
El
pasado también actúa sobre la vida política. En gran medida el pasado de una
nación es filtrado por la comunicación política. De ahí que no se trata de
negar el pasado. Tampoco de olvidarlo. Ni de reprimirlo; y mucho menos de
ocultarlo. Lo decisivo reside en la posición que asumimos frente a ese pasado.
Podemos recordar lo sucedido mirando hacia adelante, es decir, permitiendo que
el pasado pase junto con nosotros, o podemos mirar el pasado hacia atrás y,
como Lot en el Génesis, convertirnos en estatuas de sal.
La
historia política de cada país está llena de estatuas de sal. Hay quienes viven
rindiendo culto al pasado, no solo conmemorándolo –lo que puede ser incluso
necesario– sino, además, ritualizándolo y sobre todo idealizándolo.
En
el campo de la izquierda, que es el que más conozco, me he topado muchas veces
con estatuas de sal, seres que permanecen congelados en algún momento de su
historia y siguen pensando como si estuviéramos en los días de John Lennon, Che
Guevara y la Guerra del Vietnam. Algunos de ellos fueron, durante la dictadura,
torturados de modo atroz. Eso, pese a todo el dolor que arrastran consigo, no convierte
a todo lo que dicen en verdades irrefutables.
Tal
vez hay que dejarlos ser. Quizás es el modo que ellos escogieron para
protegerse del pasado; o de sí mismos. Pero tampoco se puede dejar de decir que
esa actitud, en muchos casos entendible, ha llevado a no pocos jóvenes a
reinventar un pasado donde sus padres y abuelos fueron héroes mitológicos a los
cuales hay que reivindicar e incluso vengar y no seres comunes y corrientes,
débiles y falibles como en la realidad fueron y son.
El
remezón no telúrico ocurrido por la re-aparición de Carmen Gloria Quintana, las
declaraciones del ex conscripto incendiario, las nuevas investigaciones
estadounidenses acerca de los crímenes en serie cometidos por Pinochet, y los
secretos revelados sobre las actas escondidas, obligan a replantearse el
problema del pasado en toda su intensidad y magnitud. El pasado es otra vez en
Chile, presente.
Ha
llegado al parecer la hora para que de una vez por todas sean revelados los
nombres y apellidos de todos los asesinos e implicados, es decir, de los que
dieron ordenes, de los que actuaron, de los que firmaron y de los que callaron
después de haber presenciado tantas muertes. Ha llegado también la hora de
sacar a algunos personajes de la escena pública, no importa la edad avanzada
que tengan, ni el lugar que ocuparon y aún ocupan en la sociedad.
Es
cierto que en este mundo nunca vamos a encontrar la justicia eterna, pero la
ciudadanía necesita tener por lo menos la seguridad de que las leyes están
hechas para ser cumplidas. Ha llegado en fin la hora de hacer un corte jurídico
y administrativo. Los asesinos a sus rejas, los cómplices a sus culpas, y los
muertos, a descansar.
Si
bien es cierto que la política, a diferencias de la filosofía no se hizo para
revelar verdades a cualquier precio -“la verdad tiene su hora” decía el primer
presidente Frei– el tema de los crímenes cometidos durante y por la dictadura
no puede seguir siendo usado por cada gobierno del mismo modo como los
presidentes de Bolivia usan el tema del mar cada vez que baja su popularidad en
las encuestas. Con el mar tal vez sí, pero con las tragedias no se puede jugar
al póquer.
Sin
embargo, también hay que decir que el necesario corte jurídico y administrativo
que alguna vez tendrá lugar en Chile no solucionará de por sí la relación
tortuosa que mantiene la mayoría de los chilenos con el pasado de su país. Ese
corte será solo una condición, pero no para sepultar el pasado, sino para que
suceda todo lo contrario: para comenzar de una vez por todas a recordarlo. Al fin
y al cabo sin recordar nadie puede pensar. El recuerdo es una condición del
pensamiento. Dicho en otras palabras, el juicio jurídico y administrativo no
será ni puede ser un juicio político.
El
juicio político no existe como tal. En la vida ciudadana recibe otro nombre. Su
nombre verdadero es el de ”debate público”.
El
debate público en torno al pasado dictatorial no ha podido ser realizado en un
marco hasta ahora determinado por el compromiso, la negociación y el silencio.
Pero si la hora de la verdad llega, no habrá ningún pretexto para no hacerlo. A
través de ese debate, realizado en las familias, en las calles, en la prensa,
puede que aparezcan, además, otras verdades. Una de esas verdades dirá
seguramente que la historia reciente de Chile no fue una en la cual solo
hubo malhechores y víctimas inocentes.
A
través de ese debate podrá saberse por ejemplo que muchos de los que hoy exigen
justicia total, predicaron (predicamos) “la violencia revolucionaria”,
manifestando su (nuestro) absoluto desprecio a la democracia que ayer llamaban
(llamábamos) “burguesa” y hoy llaman “neo-liberal”. Apoyaron y aún apoyan a
dictaduras tan o más criminales que la pinochetista, y aún hoy, no son capaces
de solidarizarse con los prisioneros y perseguidos de otros regímenes solo
porque estos se autodenominan “de izquierda”.
En
fin, un debate verdaderamente político deberá dejar claro que la línea que
separa a los ángeles de los demonios, si es que existe, es muy delgada, tan
delgada que a veces no se ve. También hará saber que -así lo precisó Kant-
justamente porque no somos ángeles, fue inventada la política: sucia, enredosa,
corrupta, todo lo que ustedes quieran. Pero sin ella no tendríamos otra
alternativa que matarnos unos a otros.
En
suma, nadie debe hacerse ilusiones: un debate político no llevará a la
reconciliación de todos los chilenos, algo imposible y en cierto modo no
deseable. La política, en gran parte, vive de la no-reconciliación. La vida
política no apareció para encontrar la reconciliación entre los mortales, sino
para mantener el nivel de nuestras enemistades bajo el techo de un mínimo
espacio ciudadano. Más no se nos puede pedir. Eso es incluso demasiado.