Fernando Mires - CHILE, LA NEGOCIACIÓN DE LA TRAGEDIA




Otra vez lo mismo. Otra vez han sido descubiertos culpables de torturas y asesinatos. Aparecen ¡25 años después! nuevas actas, documentos ocultos son desclasificados. Voces se escuchan pidiendo castigo para todos quienes participaron en la violencia dictatorial. Desde las propias filas gubernamentales hay quienes acusan de traición a los que ayer pactaron con la dictadura.
Nuevamente un gobierno –esta vez el de Bachelet segunda- asegura que llevará las investigaciones hasta las últimas consecuencias. Voces piadosas piden la reconciliación. Otros responden, primero justicia, después reconciliación. El pasado es usado como arma política de unos en contra de otros. Parece, en fin, que la clase política chilena fuera absolutamente incapaz de saltar sobre sus propias sombras.
¿Habrá que recordar que en Chile la dictadura no fue derribada por ninguna insurrección de masas? En Chile, los políticos, tanto los de la derecha pinochetista como los de la izquierda democrática, buscaron y obtuvieron una salida pactada. No había otra alternativa. A partir de esa visión realista firmaron acuerdos y compromisos, algunos velos fueron extendidos para ocultar atrocidades, esbirros y verdugos se mezclaron con gente proba y como en el cuento del escritor curicano Claudio Giaconi, muchos comenzaron a decir: “Aquí no ha pasado nada”.
Era el precio para iniciar desde el año 1990 la larga vía de la transición que lleva desde una de las dictaduras más criminales habidas en América Latina hacia esa democracia que hoy, con todos sus defectos (si no tuviera defectos no sería democracia), ha permitido al menos que los enemigos políticos se organicen en sus partidos, compitan entre sí y disputen el poder.
No es, por lo demás, una historia demasiado original. Sucedió en la República Dominicana en la era post-Trujillo, en Uruguay y en Argentina, en la España post-franquista, en el Portugal post-salazarista y en Grecia después de la “dictadura de los coroneles” y volverá a ocurrir – si es que ya no está ocurriendo- en Cuba, después de los Castro. Ocurrió incluso en la Alemania post-nazi cuando tantos “pequeños fascistas” fueron indultados. Después de la dictadura comunista de la RDA -aunque a diferencias de Chile, en Alemania han sido abiertos casi todos los expedientes- los seguidores de Honecker no fueron encarcelados. Frau Honecker y otros reciben puntualmente sus pensiones desde Alemania.
La diferencia es que en Chile, desde la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Aylwin, pasando por el informe Rettig, el informe Valech ordenado por Lagos, y otros más, la clase política chilena intenta, como ocurre con los jueces en tantas novelas policiales, dar de una vez por todas el caso por cerrado.
Pero en la historia no hay casos cerrados. La historia, aunque parezca paradoja, no es cronológica. Un hecho ocurrido hoy puede estar más ligado a uno ocurrido hace veinte años que a otro ocurrido ayer. Sucede lo mismo con nuestras biografías. Una palabra escuchada en la primera infancia puede tener una resonancia imprevista en la vejez. En la historia -ni en la personal ni en la nacional- “las viejas” no pasan. No pasan, ni siquiera cuando se mueren. A veces no es necesario nombrar el pasado para sentir su presencia. Como escribió William Faulkner : El pasado no está muerto ni enterrado. De hecho, ni siquiera ha pasado.
Las maldades cometidas por las dictaduras si bien pertenecen al pasado cronológico, no residen solo en el pasado. Pinochet, Franco, Stalin, Hitler, y muchos más, son cenizas, pero la presencia histórica de cada uno de ellos es en sus países innegable. En cierto modo continúan viviendo y, lo que es peor, actuando.
El pasado también actúa sobre la vida política. En gran medida el pasado de una nación es filtrado por la comunicación política. De ahí que no se trata de negar el pasado. Tampoco de olvidarlo. Ni de reprimirlo; y mucho menos de ocultarlo. Lo decisivo reside en la posición que asumimos frente a ese pasado. Podemos recordar lo sucedido mirando hacia adelante, es decir, permitiendo que el pasado pase junto con nosotros, o podemos mirar el pasado hacia atrás y, como Lot en el Génesis, convertirnos en estatuas de sal.
La historia política de cada país está llena de estatuas de sal. Hay quienes viven rindiendo culto al pasado, no solo conmemorándolo –lo que puede ser incluso necesario– sino, además, ritualizándolo y sobre todo idealizándolo.
En el campo de la izquierda, que es el que más conozco, me he topado muchas veces con estatuas de sal, seres que permanecen congelados en algún momento de su historia y siguen pensando como si estuviéramos en los días de John Lennon, Che Guevara y la Guerra del Vietnam. Algunos de ellos fueron, durante la dictadura, torturados de modo atroz. Eso, pese a todo el dolor que arrastran consigo, no convierte a todo lo que dicen en verdades irrefutables.
Tal vez hay que dejarlos ser. Quizás es el modo que ellos escogieron para protegerse del pasado; o de sí mismos. Pero tampoco se puede dejar de decir que esa actitud, en muchos casos entendible, ha llevado a no pocos jóvenes a reinventar un pasado donde sus padres y abuelos fueron héroes mitológicos a los cuales hay que reivindicar e incluso vengar y no seres comunes y corrientes, débiles y falibles como en la realidad fueron y son.
El remezón no telúrico ocurrido por la re-aparición de Carmen Gloria Quintana, las declaraciones del ex conscripto incendiario, las nuevas investigaciones estadounidenses acerca de los crímenes en serie cometidos por Pinochet, y los secretos revelados sobre las actas escondidas, obligan a replantearse el problema del pasado en toda su intensidad y magnitud. El pasado es otra vez en Chile, presente.
Ha llegado al parecer la hora para que de una vez por todas sean revelados los nombres y apellidos de todos los asesinos e implicados, es decir, de los que dieron ordenes, de los que actuaron, de los que firmaron y de los que callaron después de haber presenciado tantas muertes. Ha llegado también la hora de sacar a algunos personajes de la escena pública, no importa la edad avanzada que tengan, ni el lugar que ocuparon y aún ocupan en la sociedad.
Es cierto que en este mundo nunca vamos a encontrar la justicia eterna, pero la ciudadanía necesita tener por lo menos la seguridad de que las leyes están hechas para ser cumplidas. Ha llegado en fin la hora de hacer un corte jurídico y administrativo. Los asesinos a sus rejas, los cómplices a sus culpas, y los muertos, a descansar.
Si bien es cierto que la política, a diferencias de la filosofía no se hizo para revelar verdades a cualquier precio -“la verdad tiene su hora” decía el primer presidente Frei– el tema de los crímenes cometidos durante y por la dictadura no puede seguir siendo usado por cada gobierno del mismo modo como los presidentes de Bolivia usan el tema del mar cada vez que baja su popularidad en las encuestas. Con el mar tal vez sí, pero con las tragedias no se puede jugar al póquer.
Sin embargo, también hay que decir que el necesario corte jurídico y administrativo que alguna vez tendrá lugar en Chile no solucionará de por sí la relación tortuosa que mantiene la mayoría de los chilenos con el pasado de su país. Ese corte será solo una condición, pero no para sepultar el pasado, sino para que suceda todo lo contrario: para comenzar de una vez por todas a recordarlo. Al fin y al cabo sin recordar nadie puede pensar. El recuerdo es una condición del pensamiento. Dicho en otras palabras, el juicio jurídico y administrativo no será ni puede ser un juicio político.
El juicio político no existe como tal. En la vida ciudadana recibe otro nombre. Su nombre verdadero es el de ”debate público”.
El debate público en torno al pasado dictatorial no ha podido ser realizado en un marco hasta ahora determinado por el compromiso, la negociación y el silencio. Pero si la hora de la verdad llega, no habrá ningún pretexto para no hacerlo. A través de ese debate, realizado en las familias, en las calles, en la prensa, puede que aparezcan, además, otras verdades. Una de esas verdades dirá seguramente que la historia reciente de Chile no fue una en la cual solo hubo malhechores y víctimas inocentes.
A través de ese debate podrá saberse por ejemplo que muchos de los que hoy exigen justicia total, predicaron (predicamos) “la violencia revolucionaria”, manifestando su (nuestro) absoluto desprecio a la democracia que ayer llamaban (llamábamos) “burguesa” y hoy llaman “neo-liberal”. Apoyaron y aún apoyan a dictaduras tan o más criminales que la pinochetista, y aún hoy, no son capaces de solidarizarse con los prisioneros y perseguidos de otros regímenes solo porque estos se autodenominan “de izquierda”.
En fin, un debate verdaderamente político deberá dejar claro que la línea que separa a los ángeles de los demonios, si es que existe, es muy delgada, tan delgada que a veces no se ve. También hará saber que -así lo precisó Kant- justamente porque no somos ángeles, fue inventada la política: sucia, enredosa, corrupta, todo lo que ustedes quieran. Pero sin ella no tendríamos otra alternativa que matarnos unos a otros.
En suma, nadie debe hacerse ilusiones: un debate político no llevará a la reconciliación de todos los chilenos, algo imposible y en cierto modo no deseable. La política, en gran parte, vive de la no-reconciliación. La vida política no apareció para encontrar la reconciliación entre los mortales, sino para mantener el nivel de nuestras enemistades bajo el techo de un mínimo espacio ciudadano. Más no se nos puede pedir. Eso es incluso demasiado.