Eduardo Jordá - EL EPIGRAMA CONTRA STALIN


ABC | Eduardo Jordá
Hay mucha gente que cree que la poesía no sirve para nada, pero la poesía, en contra de la creencia general, puede ser una muestra admirable de valentía y de lucidez política. 

En el invierno de 1934, durante un paseo por un parque de Moscú, el poeta Osip Mandelstam le recitó a su amigo, el también poeta Boris Pasternak, un poema que había compuesto después de haber presenciado la terrible hambruna de Crimea y las ejecuciones masivas de «kulaks» –o campesinos acomodados– que se oponían a la colectivización forzosa del campo decretada por Stalin en 1929. Cuando Pasternak oyó el poema, se quedó petrificado. Nadie, en ningún sitio, se había atrevido a escribir nada igual. Y enseguida, casi temblando, le pidió a Mandelstam que se olvidara de todo lo que acababa de suceder: «Lo que me ha recitado usted –balbuceó– no tiene relación alguna ni con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha recitado nada y yo no he escuchado nada, y le pido que tampoco se lo lea a nadie más».
Pero Osip Mandelstam no era una persona timorata ni fácil de convencer. Si había escrito aquel poema –un poema que ahora conocemos como «El epigrama contra Stalin»–, no era para guardarlo en un cajón en espera de tiempos mejores. Porque Mandelstam sabía que no habría tiempos mejores en la Rusia soviética. La misma reacción pusilánime de Pasternak –«Usted no me ha recitado nada y yo no he escuchado nada»– le demostraba que no había vuelta atrás. Y aunque en un principio Mandelstam se había mostrado favorable a la Revolución Rusa, poco a poco se había dado cuenta de que su país se había convertido en una «fosa séptica». Las delaciones, las escuchas de la policía política, las desapariciones de personas que nadie sabía adónde iban a parar –como los «kulaks» ucranianos–, o los juicios sumarísimos por acusaciones infundadas de sabotajes o de negligencias administrativas, le habían convencido de que su país se había convertido en un presidio totalitario. Y él estaba dispuesto a decirlo en voz alta, aunque ese gesto fuera un «acto suicida», como le había balbuceado el aterrorizado Pasternak. Así que aquel mismo invierno, en Moscú, Mandelstam se atrevió a recitar su poema ante nueve personas, todas ellas amigos y conocidos suyos. Y como es natural en el ambiente de fosa séptica que era la URSS, una de aquellas personas corrió a denunciarlo. No sabemos quién fue esa persona –su nombre no aparece en los archivos del NKVD, luego KGB–, y hasta podemos preguntarnos si fue el propio Pasternak o cualquier otro de sus amigos más cercanos. Pero lo que sí sabemos es que la policía secreta se enteró muy pronto de la existencia de ese poema contra Stalin y hasta obtuvo una copia. Y Mandelstam fue detenido un día de mayo de 1934, justo en el momento en que su amiga Anna Ajmátova –de visita aquel día en el modesto apartamento comunitario que el poeta compartía con su esposa Nadiezhda– se estaba comiendo un huevo duro y sonaba una guitarra hawaiana en el piso de al lado.
El «Epigrama contra Stalin» es una de las cumbres de la poesía política del siglo XX, y por eso me permito transcribirlo, en la inmejorable versión del escritor cubano José Manuel Prieto:
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
sólo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
a uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de osetio.
Hoy en día, acostumbrados a las barbaridades que se dicen en cualquier concurso televisivo para adolescentes, estas palabras pueden parecer muy poca cosa. Pero en la Rusia del invierno de 1934 –en la que faltaba muy poco para que empezasen las Grandes Purgas–, este poema tenía el mismo efecto que una ruidosa carcajada en medio de un velatorio. Llamar a Stalin «montañés», «cucaracha», «ejecutor» o bien «osetio» –los osetios tenían fama de ser los caucasianos más brutos de todos– era algo que nadie había hecho antes ni nadie se atrevería a hacer después. Pero lo bueno del poema de Mandelstam es que no era sólo una invectiva hiriente contra un tirano, sino una gran poesía cargada de ritmo y música y complejas asociaciones psíquicas (de hecho, todos los traductores insisten en que es imposible capturar su inagotable carga simbólica). Y si se piensa bien, ninguno de los grandes tiranos del siglo XX recibió nunca una acusación tan humillante como este poema.
Pero las consecuencias de este poema van mucho más allá de la simple denuncia de un tirano. Porque en la noche del 13 de mayo de 1934, cuando Mandelstam fue interrogado por la policía, el juez de instrucción le preguntó por qué había escrito «este panfleto antisoviético».
Mandelstam, impertérrito, le contestó sin pensárselo dos veces:
—Porque soy antifascista.
Esta respuesta debería ser considerada como la clave de bóveda del pensamiento político del siglo XX, igual que las ideas de George Orwell, Albert Camus, Arthur Koestler o Simone Weil. Para Mandelstam, ser anticomunista equivalía a ser antifascista, y al revés, ser antifascista equivalía a ser anticomunista, porque los dos totalitarismos eran igual de reprobables e igual de perniciosos. Pero esta ecuación, que para él era muy sencilla, no ha tenido ningún éxito entre nosotros, y eso que han pasado ochenta años desde entonces. Es decir, que cualquier intelectual o cualquier poeta de hoy en día pueden proclamarse alegremente antifascistas o incluso antifranquistas –aunque hayan pasado cuarenta años desde la muerte de Franco–, pero se lo pensarán muy mucho antes de decir que también, por la misma regla de tres, se consideran anticomunistas o mantienen serias reservas ante las propuestas más autoritarias de todo pensamiento comunista, por mucho que se disfracen con actitudes supuestamente «hipsters» o posmodernas. Y así, todavía consideramos que hay un totalitarismo diabólico –el representado por el fascismo y el nazismo–, mientras que hay otro que no lo es, o que sólo lo fue durante un breve periodo porque cayó en una versión degradada que desvirtuaba su bondad original. Pero Stalin no fue una cucaracha que se apareció por casualidad en la «fosa séptica» de la URSS, sino la consecuencia natural de la locura totalitaria que había instaurado Lenin. Y Osip Mandelstam lo supo ver muy bien, en el otoño de 1933, y se atrevió a escribirlo en un poema, sólo porque él mismo, tal como le dijo al juez instructor que le interrogaba, se consideraba antifascista. Y como era de prever, ser antifascista le salió muy caro: Mandelstam murió en diciembre de 1938, de hambre y frío, en un campo de tránsito siberiano, cuando esperaba turno para ser deportado a un campo del Gulag.