Fernando Mires - EL TIEMPO DE LAS DICTADURAS



Cuando en el video lo observaba vociferar, insultar del modo más obsceno a sus adversarios, agredir verbalmente a gobernantes extranjeros, inventar planes de terrorismo, mentir y mentir, parodiando más que imitando a su antepasado, me fue imposible no preguntarme como se sentirá ese hombre cuando está a solas, enfrentado consigo, en ese tribunal del que nos hablaba Sócrates donde todos somos jueces de nosotros. No encontré ninguna respuesta. Hay veces en las cuales resulta imposible ponerse en el lugar del otro. Sobre todo cuando ese otro se encuentra muy lejos de uno. No hablo de lejanías geográficas.
Sin embargo, al día siguiente de mi observación, encontré un atisbo de respuesta. Sucedió al leer un artículo del escritor español Enrique Vila-Matas titulado “Pensamos”, en contraposición a “Podemos” de Pablo Iglesias (El País, 28.04.15). En ese artículo –no lo voy a contar aquí- Vila-Matas critica a Pablo Iglesias por su arrogancia de querer presentarse como vindicador de la historia, como si la historia de España comenzara recién con “Podemos” .
Según Vila-Matas, Iglesias padece del mal de otros iluminados que lo han precedido algunos de los cuales han llegado al poder con el preciso objetivo de abolir el pasado. Vila-Matas cita incluso unas conocida frase de J. L. Borges: “El pasado es indestructible, pues tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las que precisamente vuelve es el proyecto de abolir el pasado”.
Entiéndaseme: no estoy comparando a Iglesias con un dictador. Ni siquiera con el mandatario descrito al comienzo. Iglesias es un hombre de verbo y debate, no de insulto y gritería. No obstante, al igual que el energúmeno, cree –según Vila-Matas- que él y su movimiento representan un corte abrupto con el pasado, es decir, que él y los suyos son portadores de “un nuevo comienzo”. Eso es precisamente lo que hace de él un personaje potencialmente peligroso.
El proyecto de abolir el pasado en nombre de un futuro luminoso ha sido el de casi todos los dictadores (y de los que quieren serlo). Es por eso que todos sus desmanes los adjudican a la cuenta de “costos necesarios”. ¿Qué importan las muertes, las prisiones, las torturas, los exilios, las mentiras, al lado del futuro que nos aguarda?
Los dictadores se sienten a sí mismos como grandes demoledores. Razón por las cuales todos, sean jacobinos, fascistas, bolcheviques, cristianos, pinochetistas, declaran ser revolucionarios. De ahí el desdén que experimentan frente a todo lo que existe en tiempo presente. Ellos imaginan ser los heraldos del nuevo comienzo. Sobre las ruinas del pasado (es decir, de las tradiciones, de la cultura, de los valores e instituciones) nacerá el mundo nuevo. El tribunal de la historia los absolverá de toda culpa. Visto de ese modo, el futuro no solo es un tiempo, es, además, la religión de las dictaduras. Toda dictadura es futurista.
El gran problema es que muchas veces los dictadores logran cumplir por lo menos una parte de su objetivo. O convierten al pasado en ruinas o lo reducen a un conjunto de mitos alucinantes. Pero a la vez, al abolir el pasado destruyen a la única dimensión verdaderamente existente del ser humano: la de ese ayer que hace posible al hoy de cada día.
Sin pasado no puede haber presente. Al demoler el pasado las dictaduras destruyen los cimientos sobre los cuales reposa el futuro. Así, las mismas dictaduras anulan la posibilidad de un nuevo comienzo del cual dicen ser sus portadoras. Porque si hay un nuevo comienzo, este recién comienza cuando una dictadura ha caído. Pero ese comienzo ya no es revolucionario: es restaurador.
Como ocurre en la escena analítica, donde el paciente intenta secuencializar su pasado, en la escena post-dictatorial los pueblos y las naciones buscan reencontrarse con el pasado para así imaginar al futuro, poniendo esas imágenes bajo la forma de discurso sobre el espacio público de discusión. Esa es una tesis de Hannah Arendt.
En la filosofía política nadie ha tematizado la idea de “el nuevo comienzo” con tanta intensidad como Hannah Arendt. En contraposición a Heidegger, Sartre y Camus, para quienes los humanos son arrojados en un mundo cuyo objetivo es la muerte, Arendt puso el acento en la natalidad de todo lo viviente.
La natalidad en La Condición Humana (el texto filosófico más importante de Arendt) precede y continúa a la mortalidad. Antes de ser mortales, somos natales. En cada ser que viene al mundo en la forma de un niño, se encierra la posibilidad de un nuevo comienzo. Pero no de uno que rompe con el pasado, sino de uno que lo continúa en dirección al futuro. Pues el niño cuando viene al mundo no es arrojado a la nada, sino desde la nada viene a una casa (nach Hause kommens) y por eso, él deberá sentirse ahí como en su casa (zu Hause sein).
Desde esa “casa propia” (puede ser un pesebre) comenzamos a descubrir el mundo exterior en donde laboramos e intercambiamos bienes e ideas. Pero si el niño llega a una casa arruinada (la casa de las dictaduras) donde han desaparecido los límites entre el mundo exterior y el interior, desaparece también la posibilidad de vivir desde el pasado hacia el futuro.
Sin privacidad no puede haber ciudadanía, sin ciudadanía tampoco puede haber privacidad. Desde un presente vaciado de pasado, el nuevo comienzo dictatorial se convierte en una radical imposibilidad. Pues solo podemos comenzar de nuevo en continuidad con lo que hemos recibido del pasado. Por lo mismo, afirma Arendt, cada uno de nosotros es portador de “una herencia sin testamento”. En consonancia con esa premisa, el propósito de cada dictadura, sobre todo cuando esta se apoya en un proyecto total, es el de desheredar a los ciudadanos.
Pero si la política tiene lugar en los espacios públicos de la polis, puede llegar a convertirse en el medio gracias al cual, haciendo uso de la gramática y la polémica, configuraremos el futuro en tiempo presente junto a los nos-otros y en diferencias con los otros. No hay otra posibilidad para vivir con alguna certeza en este mundo.