Como ya hace tiempo vengo pensando
sobre el tema relativo a los vacíos en la política, leí con atención el
artículo de Gabriel Boric y Carlos Ruiz titulado “El vacío político y el
futuro de las luchas sociales” (El Mercurio, 13.04.2015)
Por supuesto, nadie está de acuerdo con
todo lo que uno lee en un texto. No estuve de acuerdo por ejemplo con esa
muletilla teórica de los chilenos de izquierda cuando echan la culpa de todo al
mercado, como si el mercado fuese una cosa y no un contexto de relaciones
múltiples. Menos con ese recurso fácil de buscar alternativas en “un nuevo
sujeto político” que nadie sabe donde está ni como va a aparecer. No basta
decir tampoco que la sociedad ha cambiado sin decir como y donde ha cambiado.
Pero no voy a insistir en los desacuerdos. Me referiré en cambio a algo que
parece ser fundamental, a saber: que la política chilena en este momento acusa
un vacío político.
Boric/Ruiz no lo dicen pero se entiende
así: un vacío político no es un vacío de poder. El poder en Chile está ocupado
e incluso, sobre-ocupado. Nueva Mayoría no es solo una coalición, es una
macro-coalición. Sin embargo, constatan los autores, la representación
gubernamental está muy lastimada debido a los escándalos financieros del hijo
de la presidenta.
Pero antes, aclaremos: Chile está lejos
de ser uno de los países más corruptos del planeta. Aún contando escándalos
recientes, no supera –no hablemos de Venezuela donde la corrupción es
intergaláctica- a lo que han tenido que vivir recientemente países europeos
como Italia y España. Aunque allí también aparecería como una gran noticia, un
caso como el de Dávalos no sería como en Chile un problema de vida o muerte. Y
la razón es simple: en Chile la representación simbólica gubernamental es la
única que permite sostener una coalición tan heterogénea y contradictoria como
NM. El régimen chileno no siendo personalista está muy personalizado. Espero
que se entienda esta diferencia.
Para ser más precisos, no estamos
frente a un significante vacío, como designaba Ernesto Laclau a las
representaciones simbólicas populistas cuando estas son tan opacas y difusas
que impiden establecer una relación lógica entre representantes y
representados. Estamos sí frente a una ausencia de significante o, dicho en las
palabras de Boric/Ruiz, frente a un vacío político. Michelle Bachelet es, o ha
llegado a ser, la representación de ese vacío. Ella misma es ese vacío.
En el sentido de Boric/Ruiz, Bachelet
no cubre el espacio que le corresponde asumir políticamente. En cierto modo
–esa es mi opinión- ella ha sido condenada a ser solo una eficiente
administradora del poder. Como tal, su tarea principal es dejar contentos a
moros y a cristianos. Ella, por lo mismo, no es una conductora; es una
mediadora. Su poder político –ahí reside su paradoja trágica– está basado en la
despolitización del poder. No existe, digámoslo drásticamente, la política de
la señora Bachelet. Por eso su persona ha llegado a ser su política. De ahí que
cuando algo falla en la persona o en su entorno, todas las críticas se
concentran ¡y con qué saña! en lo puramente personal.
El vacío político chileno no es solo un
problema particular de la presidenta. Es también el de una coalición que,
teniendo un programa, carece de proyecto político. Con cierta razón Boric/Ruiz
se burlan de antiguos políticos como Bitar, Correa, Insulza, Viera-Gallo que
(textual) “invocan los
chantajes conservadores de la transición, cuyo ridículo apenas despierta acaso
compasión”.
La transición hacia la democracia fue
un proyecto del pasado. Hoy nadie sabe hacia donde transita el gobierno. Es por
eso que la lucha por el poder no aparece como un medio para lograr un objetivo,
sino como un mezquino “fin en sí”. Por lo mismo, no han sido los casos de
corrupción los hechos que han producido el vacío político, sino al revés: el
vacío ha hecho posible que los casos de corrupción ocupen la centralidad del
espacio político.
Cuando no hay política su espacio
puede ser llenado con cualquier cosa: con los negocios, con la farándula, y no
por último, como ha ocurrido en otros países latinoamericanos, con liderazgos
demagógicos y autoritarios. Ya lo decía Aristóteles: “de la corrupción de la
democracia, surgen los demagogos y los tiranos”.
No se trata por supuesto de volver a
los tiempos de los grandes mesianismos históricos. “La revolución en libertad”,
“la revolución con vino tinto y empanadas”, “la revolución restauradora” son,
afortunadamente, capítulos del pasado. Pero tampoco se trata de convertir a la
política en una práctica antipolítica, como hoy está sucediendo. De esa
práctica, la presidenta Bachelet no es por cierto la causante, pero sí su fiel
reflejo.
Michelle Bachelet no ha trazado las
líneas que separan a enemigos de adversarios y de opositores. Los grandes
problemas que recorren al mundo, pasan por su lado. Si en Panamá tiene lugar
una Cumbre que consolidará los pilares del desarrollo político de la región en
los próximos años, ella se ausenta, refugiándose en inundaciones y temporales.
Si se le exige pronunciarse frente a violaciones a los derechos humanos en
naciones con las cuales Chile mantuvo fuertes vínculos históricos, guarda
silencio. Frente al proyecto de la derecha destinado a economizar a la
política, no defiende con énfasis el proyecto de democracia social que ella
cree representar. Nunca un claro no; nunca un claro sí. Su único interés parece
ser que NM no se divida, olvidando que la política, para que exista, requiere
en determinados momentos de la división; y la división de la confrontación. Ese
es el detalle que lamentablemente “olvidan” Boric/Ruiz.
La formación de un nuevo “sujeto
político” que sustituya al existente e impida una salida autoritaria, pasa por la posibilidad
de que tenga lugar una lucha abierta al interior de NM, lucha que, como tal,
conllleva el riesgo de una división. Mírese el tema por donde se lo mire,
no hay otra alternativa. ¿O piensan Boric/
Ruiz que NM se va a transformar a sí misma por generación espontánea?
Sin embargo, la posibilidad de un confrontación interna es el problema que no puede ni sabe asumir Bachelet.
Es, además, justamente lo que ella quiere
evitar. La política, de acuerdo a su lógica presidencialista, debe estar sometida al principio
de gobernabilidad, aunque eso signifique despojar a la política de esa dignidad
que solo puede ser obtenida a través de la polémica y del debate público.
Podría decirse, radicalizando los
términos, que la presidenta ha sido chantajeada por la lógica de su propia
antipolítica. Si da un paso para allá, arriesga una fractura por acá y
viceversa. El suyo, en nombre de una falsa idea de unidad, ha llegado a ser un
gobierno paralítico. Al lado de esa parálisis, la corrupción aparece como un
problema de segunda clase.
Imaginemos, a modo de ejemplo, que
Bachelet hubiera asistido a Panamá no como comparsa sino como decidida actora
política. Imaginemos que allí hubiera pronunciado un enérgico discurso fijando
claramente su posición (cualquiera que sea, nadie la conoce) frente a Estados
Unidos, Cuba y Venezuela y otros temas candentes de la región. En Chile una
parte la habría aplaudido a rabiar, otra quizás la habría abucheado. Pero al
menos habría logrado que su posición política y no las prácticas delictivas de
su nuera e hijo hubieran pasado a la primera plana del discurso político
nacional.
El vacío político -seamos justos- no comenzó con Bachelet. En cierto modo ella es la continuadora
del sello antipolítico impuesto a su administración por Sebastián Piñera,
presidente que pasará a la historia por el extraño mérito de no haber dicho
jamás algo importante. Pero al menos en ese punto Piñera era consecuente: su
visión de la política, así como la de casi toda la derecha, era y es una visión
empresarial. En cambio Bachelet accedió al gobierno con la pretensión de fundar
una nueva era: la del Chile democrático y social de la post-transición.
Durante NM, Chile pareciera estar
volviendo a la condición pre-política vivida por el país a comienzos del siglo
XX cuando un presidente como Don Ramón Barros Luco (1910-1915), quien
inmortalizó el sándwich que lleva su nombre, diría con mucha soltura: “En Chile
hay dos tipos de problemas. Los que se solucionan solos y los que no tienen
solución”. Ese podría ser también un lema para la Presidenta Bachelet.
Bajo esas condiciones, ¿quién puede
sorprenderse de que la política sea vista por la mayoría de los chilenos como
sinónimo de cambulloneo,
apitutamiento, chaqueteo, macuquería, muñequeo, chuchoca, chamullo, chanchullo y otros términos imposibles de ser
entendidos fuera de Chile? No obstante, dichos términos reflejan, aún mejor que
muchas categorías politológicas, el grado de intensa degradación que ha llegado
a asolar la vida política del país. Expresiones al fin que surgen no de un
vacío político, sino de una política del vacío, es decir, de una política que
no comenzó precisamente con Michelle Bachelet pero que ella ha sabido practicar con la más absurda convicción. Lástima: Uno quisiera apoyarla pero no hay en qué.
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