Fueron sin duda elecciones matemáticamente dramáticas pero políticamente
menos de lo que la mayoría de los analistas esperaban.
En el país chico (aunque por razones no geográficas, grande) parecía que la
principal contradicción que separaba a Tabaré Vásquez de Luis Lacalle Pou, era
la edad. La edad convertida en símbolo vacío de una renovación profunda que en
Uruguay podía ser cualquier cosa, menos profunda. Pues desde una perspectiva
programática lo que separa a las dos opciones es poco: Algo más o menos de
mercado, algo más o menos de Estado, y no mucho más. En materia de política
internacional, lo mismo. En verdad, casi no hay nada en juego.
Del mismo modo, en Brasil no estaban
en competencia dos modelos políticos o económicos. Se trataba simplemente de la
posibilidad de una alternancia entre dos formaciones políticas no antagónicas.
Porque dicho sinceramente: hay más antagonismo entre republicanos y demócratas
en EE UU que entre el PT y el PSDB en Brasil. Si hubo antagonismo, ese se
perdió en la primera vuelta, en el momento en que el entusiasmo inicial
despertado por la fracasada candidatura de Marina Silva se autodisciplinó,
volcándose a favor de Aécio Neves.
La diferencia política que separa al PT del PSDB es mínima. Quizás un poco
más de trabajadores a favor del PT y algo más de clase media a favor del PSDB.
Es difícil entonces entender a quienes pronostican a Rousseff un cúmulo de
tormentas sociales y políticas solo por el hecho de haber sido vencedora en una
votación cerrada. Puede sí que las tormentas aparezcan, nada está descartado,
pero no como consecuencia de la rivalidad entre los dos partidos
socialdemócratas. Es decir, no por lo que ambos partidos representan sino por
lo que no representan. Me refiero a ese mundo indescifrable de organizaciones
civiles, a protestas populares no previstas, a estallidos de movimientos
estudiantiles, a la irrupción de la gente de los barrios.
Quizás lo más notable de ambas elecciones es que ninguna fue expresión de
una lucha a muerte entre la derecha tradicional y la izquierda histórica. De
ahí que el dramatismo inherente a las campañas electorales fue configurado en
torno a las características personales de cada candidato. Pero en ningún caso
las elecciones fueron expresión de un antagonismo político existencial. Esa
parece ser, por lo demás, la tónica en casi todo el continente con la excepción
de Venezuela, país donde existe un conflicto agudo no entre izquierda y
derecha, sino entre la amenaza dictatorial y la defensa de la democracia.
Ni socialismo contra capitalismo, ni pobres contra ricos, ni pro-chinos
contra pro-americanos, ni antimperialistas contra imperialistas, y sobre todo,
ni izquierda contra derecha, separaron a los contrincantes de Brasil y Uruguay.
Hecho significativo: El eje histórico tradicional –izquierda-derecha- que
determinó la política latinoamericana durante el siglo pasado, ha entrado en un
visible proceso de erosión.
No se trata de que las categorías de izquierda o de derecha han
desaparecido del mapa político. Pero lo cierto es que cada vez son menos
políticas. Se trata más bien de nociones identitarias con referencia al pasado
más que al futuro (caso Chile) o de una simple diferencia operacional.
Ninguno de los candidatos triunfantes venció a una derecha reaccionaria,
neoliberal y latifundista. La contradicción que marcó la pugna electoral en
Brasil y Uruguay fue entre una izquierda pragmática contra una no-derecha
igualmente pragmática. ¿Y la verdadera derecha? La verdadera derecha, al
parecer, no existe en ninguno de esos países. Ni en el chico ni en el
grande.
¿Estamos entrando a una fase en donde las izquierdas no enfrentarán más a
las derechas? Si es así, la misma noción de “la izquierda” irá perdiendo
relevancia. En ese sentido la política latinoamericana se está pareciendo cada
vez más a la de algunos países de Europa en los cuales los términos izquierda y
derecha ya casi no cuentan para los electores.
Ulrich Beck nos habla de la entrada a una fase post-política. Pero como
siempre, Beck se equivoca: la política no ha terminado. Lo que ha aparecido es
un nuevo tipo de política –la llamaremos política democrática- imposible de ser
entendida por binarios mentales, seguidores de Carl Schmitt, quien sabía mucho
de política pero nada de democracia.
Lo mismo sucederá en Argentina, donde para
nadie es un misterio que, pese a la retórica agresiva que usan los políticos
para despedazarse entre sí, la contienda solo se da entre formas diferentes de
ser peronista. Los enemigos políticos –es lo que aquí se afirma- ya no son de
por vida. Cuando más, adversarios ocasionales.
El declive de las enemistades políticas irreversibles no debe ser computado
necesariamente como algo negativo. Recordemos que para Hannah Arendt, a
diferencia del anti-demócrata Schmitt, el peligro más grande en la vida democrática es la “sobrepolitización de lo
político”.
No todo es política, como decían los revolucionaros sesentistas. Si fuera
así, la vida sería un infierno. Como el infierno de Venezuela donde todo es
política y la política es todo. Es por eso que la lucha democrática en ese país
pasa por devolver la política al espacio democrático. O dicho así: mientras en
la mayoría de los países de América Latina la lucha política tiene lugar en
la democracia, en Venezuela tiene lugar por la democracia.
Ni Rouseff ni Neves, ni Vásquez ni Lacalle Pou, son líderes alucinados. Son
solo profesionales políticos, vale decir, personas que reciben un sueldo para
hacer política, actividad que realizan, algunas veces mal, otras veces mejor.
En América Latina, hasta ahora tierra de profetas y redentores, la
devaluación de la actividad política no significa necesariamente un retroceso.
Incluso podría ser signo de un cierto avance civilizatorio.