Fernando Mires – BRASIL Y URUGUAY: ¿EL FIN DE LAS DERECHAS?



Fueron sin duda elecciones matemáticamente dramáticas pero políticamente menos de lo que la mayoría de los analistas esperaban.
En el país chico (aunque por razones no geográficas, grande) parecía que la principal contradicción que separaba a Tabaré Vásquez de Luis Lacalle Pou, era la edad. La edad convertida en símbolo vacío de una renovación profunda que en Uruguay podía ser cualquier cosa, menos profunda. Pues desde una perspectiva programática lo que separa a las dos opciones es poco: Algo más o menos de mercado, algo más o menos de Estado, y no mucho más. En materia de política internacional, lo mismo. En verdad, casi no hay nada en juego.
Del mismo modo, en Brasil no estaban en competencia dos modelos políticos o económicos. Se trataba simplemente de la posibilidad de una alternancia entre dos formaciones políticas no antagónicas. Porque dicho sinceramente: hay más antagonismo entre republicanos y demócratas en EE UU que entre el PT y el PSDB en Brasil. Si hubo antagonismo, ese se perdió en la primera vuelta, en el momento en que el entusiasmo inicial despertado por la fracasada candidatura de Marina Silva se autodisciplinó, volcándose a favor de Aécio Neves.
La diferencia política que separa al PT del PSDB es mínima. Quizás un poco más de trabajadores a favor del PT y algo más de clase media a favor del PSDB. Es difícil entonces entender a quienes pronostican a Rousseff un cúmulo de tormentas sociales y políticas solo por el hecho de haber sido vencedora en una votación cerrada. Puede sí que las tormentas aparezcan, nada está descartado, pero no como consecuencia de la rivalidad entre los dos partidos socialdemócratas. Es decir, no por lo que ambos partidos representan sino por lo que no representan. Me refiero a ese mundo indescifrable de organizaciones civiles, a protestas populares no previstas, a estallidos de movimientos estudiantiles, a la irrupción de la gente de los barrios. 
Quizás lo más notable de ambas elecciones es que ninguna fue expresión de una lucha a muerte entre la derecha tradicional y la izquierda histórica. De ahí que el dramatismo inherente a las campañas electorales fue configurado en torno a las características personales de cada candidato. Pero en ningún caso las elecciones fueron expresión de un antagonismo político existencial. Esa parece ser, por lo demás, la tónica en casi todo el continente con la excepción de Venezuela, país donde existe un conflicto agudo no entre izquierda y derecha, sino entre la amenaza dictatorial y la defensa de la democracia.
Ni socialismo contra capitalismo, ni pobres contra ricos, ni pro-chinos contra pro-americanos, ni antimperialistas contra imperialistas, y sobre todo, ni izquierda contra derecha, separaron a los contrincantes de Brasil y Uruguay. Hecho significativo: El eje histórico tradicional –izquierda-derecha- que determinó la política latinoamericana durante el siglo pasado, ha entrado en un visible proceso de erosión.
No se trata de que las categorías de izquierda o de derecha han desaparecido del mapa político. Pero lo cierto es que cada vez son menos políticas. Se trata más bien de nociones identitarias con referencia al pasado más que al futuro (caso Chile) o de una simple diferencia operacional.
Ninguno de los candidatos triunfantes venció a una derecha reaccionaria, neoliberal y latifundista. La contradicción que marcó la pugna electoral en Brasil y Uruguay fue entre una izquierda pragmática contra una no-derecha igualmente pragmática. ¿Y la verdadera derecha? La verdadera derecha, al parecer, no existe en ninguno de esos países. Ni en el chico ni en el grande. 
¿Estamos entrando a una fase en donde las izquierdas no enfrentarán más a las derechas? Si es así, la misma noción de “la izquierda” irá perdiendo relevancia. En ese sentido la política latinoamericana se está pareciendo cada vez más a la de algunos países de Europa en los cuales los términos izquierda y derecha ya casi no cuentan para los electores.
Ulrich Beck nos habla de la entrada a una fase post-política. Pero como siempre, Beck se equivoca: la política no ha terminado. Lo que ha aparecido es un nuevo tipo de política –la llamaremos política democrática- imposible de ser entendida por binarios mentales, seguidores de Carl Schmitt, quien sabía mucho de política pero nada de democracia.
Lo mismo sucederá en Argentina, donde para nadie es un misterio que, pese a la retórica agresiva que usan los políticos para despedazarse entre sí, la contienda solo se da entre formas diferentes de ser peronista. Los enemigos políticos –es lo que aquí se afirma- ya no son de por vida. Cuando más, adversarios ocasionales.
El declive de las enemistades políticas irreversibles no debe ser computado necesariamente como algo negativo. Recordemos que para Hannah Arendt, a diferencia del anti-demócrata Schmitt, el peligro más grande en la vida democrática es la “sobrepolitización de lo político”.
No todo es política, como decían los revolucionaros sesentistas. Si fuera así, la vida sería un infierno. Como el infierno de Venezuela donde todo es política y la política es todo. Es por eso que la lucha democrática en ese país pasa por devolver la política al espacio democrático. O dicho así: mientras en la mayoría de los países de América Latina la lucha política tiene lugar en la democracia, en Venezuela tiene lugar por la democracia.
Ni Rouseff ni Neves, ni Vásquez ni Lacalle Pou, son líderes alucinados. Son solo profesionales políticos, vale decir, personas que reciben un sueldo para hacer política, actividad que realizan, algunas veces mal, otras veces mejor.
En América Latina, hasta ahora tierra de profetas y redentores, la devaluación de la actividad política no significa necesariamente un retroceso. Incluso podría ser signo de un cierto avance civilizatorio.