Ante el reaparecimiento de un antimonarquismo nacional-populista en España, publico nuevamente el presente artículo. Su fecha originaria de publicación fue el 8/6/ 2014
¿Se equivocaron de siglo? ¿Quieren hacer
en el siglo XXl la revolución antimonárquica que no hicieron en los siglos
XVlll y XlX, justo ahora cuando el rey no tiene poder? La pregunta fue
pertinente cuando después de anunciada la abdicación del rey Juan Carlos en su
hijo Felipe, miles de personas desbordaron las calles de España para exigir el
fin de la monarquía.
¿Fin de la monarquía parlamentaria? ¿Cree de verdad esa gente que los problemas
que hoy padece España -entre otros el paro, la inflación, las migraciones, el
populismo- van a ser solucionados con la salida de la familia real del palacio
de La Zarzuela?
¿O imaginan que el poder real –valga la redundancia-
reside en la realeza? Porque mirando el problema por donde se quiera, el poder
del rey no tiene nada que ver con el ejercicio del poder fáctico. El de la
realeza no es un poder; es solo representación simbólica de un poder. Sobre ese
punto ya casi no hay discusión.
¿O no querían destituir al poder sino a su simbología? Si
así fue, la teoría de René Girard sobre el rol histórico del chivo expiatorio (El
Chivo Expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986) se vería reflejada en la España
de hoy. El rey, efectivamente, era para esas multitudes el chivo expiatorio
frente a problemas que nada tenían que ver con el rey. Y bien, aunque parezca
insólito, hasta en ese rol la monarquía estaba cumpliendo una de sus funciones
pues ser chivo expiatorio significa concentrar el descontento a fin de que no
se deslice hacia otros objetos menos protegidos que un rey.
“El rey es solo un representante del pasado” –dijo frente
a los micrófonos una manifestante “progre”-. Ella no sabía que con esa
afirmación estaba dando una de las razones principales para justificar la
existencia de la monarquía.
El rey representa efectivamente al pasado, vale decir,
una de las dimensiones del tiempo que nos pertenece a todos.
El poder, en todas sus dimensiones temporales, incluyendo
el pasado, requiere de representación. Sin esa representación los militares,
los banqueros, los sindicatos, los curas, las autonomías nacionales y
nacionalistas, se representarían por sí mismos. Para que eso no ocurra están
los partidos. Sin embargo, el Estado, entidad que representa a todas las
representaciones, también debe ser representado, tarea para la cual los
mandatarios no son siempre aptos.
No es necesario por supuesto que la
representación nacional del pasado sea un rey, pero tampoco hay nada en contra
de que lo sea, entre otras cosas porque el rey pertenece al pasado. Y bien, ese
pasado también existe en el presente. “El pasado nunca muere, ni siquiera ha
pasado” (William Faulkner). Sin un pasado en el presente, las naciones, como
los individuos, no podrían entender su historia.
Pero el lugar del rey no reside solo en su representación
pasada. El rey, en su forma simbólica es, además una idea. Esa idea dice así:
Por sobre el poder temporal existe otro poder. Puede que no sea divino, pero
está por sobre lo temporal. Si ese poder no existiera, significaría que el
poder comienza y termina en nosotros. De ahí que la figura del rey es una
representación que indica, a escala humana, que existe “un poder sobre el
poder”.
El rey muere y la dinastía real se mantiene en el curso
del tiempo asegurando continuidad y permanencia más allá de los vaivenes
políticos. Por lo mismo, el poder del rey no es político (lo político es
siempre contingente y temporal) aunque, para decirlo con Claude Lefort, cumple
la tarea de asegurar “la persistencia de lo político” (La incertidumbre
democrática, Antrophos, Barcelona 2004)
Sin el rey o algo semejante situado sobre el poder
político, este último tendería a convertirse en poder absoluto. “El poder sobre
el poder” protege así al poder político de sus tentaciones de absolutidad. Esa
es la razón por la cual en las monarquías parlamentarias, así como en el
ajedrez, el rey debe ser protegido: El rey, en suma, es un protector protegido.
Ese poder, el del rey, cumple la función de representar
el sostenimiento del tiempo de la mortalidad en el espacio de la eternidad, o
lo que es similar, el poder del tiempo absoluto en el espacio del tiempo
relativo.
Quizás no fue casualidad que después del derrocamiento
del desdichado Luis XVl, ya pasada la marea revolucionaria, el poder político
haya sido absolutizado por la dictadura de Napoleón. O que después del fin de
la monarquía alemana de Guillermo ll, el poder político haya sido absolutizado
por Hitler. O que después del derrocamiento del zar Nicolas ll, el poder haya sido
absolutizado por Stalin.
Precisamente para defenderse de esos políticos que
intentan absolutizar el poder fue creada en los regímenes parlamentarios europeos el cargo de
presidente.
El presidente en las democracias parlamentarias cumple
funciones similares a las de un rey –es dignatario y no mandatario (diferencia
importante)– pero su cargo no es hereditario. En EE UU, a su vez, sus
fundadores se las arreglaron para poner en lugar del rey a la Constitución: un
poder escrito que constituye a la nación más allá de las políticas
circunstanciales. La Constitución en EE UU es sagrada; casi una reina.
Y en los países latinoamericanos ¿quién protege al poder
político de los políticos? Parece que nadie. El Señor Presidente (Asturias)
cumple las funciones de ejecución y de representación a la vez. Quizás esa
dualidad explica el porqué tantos mediocres presidentes han sido adorados como
reyes o el porqué algunos se han convertido en autócratas situados por sobre la
Constitución (a la que modifican cuando y como les da la gana) o el porqué se
sientan sobre la división de poderes o el porqué designan a sus sucesores o el
porqué tantos pretenden eternizarse en el poder.
Nadie está pidiendo, por supuesto, la creación de nuevas
monarquías. Pero no sería mala idea comenzar alguna vez el debate sobre el
exacto lugar que debe ocupar el presidente en una democracia. La monarquía
absoluta pertenece al pasado. El presidencialismo absoluto es, en cambio, algo
muy presente. En cierto modo, es el gran peligro antidemocrático de nuestro
tiempo. Sobre todo en América Latina.