Que Conchita Wurst, nombre femenino del transvestista
austriaco Thomas Neuwirth hubiera sido con su canción Rise
like a phoenix, la triunfadora de la Final del Festival de la Canción Eurovisión
2014, es todo un acontecimiento. Y sobre todo lo es, si tomamos en cuenta que
un acontecimiento no es solo algo que sucede.
Acontecimiento es un suceso que hace historia.
La historia se hace sobre la base de acontecimientos y no
de acuerdo a leyes, puntualizó Hannah Arendt en su texto ya clásico, Entre el
Pasado y el Futuro. Son hechos que al ocurrir trazan marcas que
dividen un tiempo en un “antes” y en un “después”. Evidentemente, el triunfo de
Conchita ha dividido la historia del Festival Eurovisión en un antes y en un
después de Conchita
El sentido otorgado por Hannah Arendt al concepto
acontecimiento es lo más parecido –ella lo dijo siempre- a un milagro. Pero no
se trata de un milagro en sentido religioso sino fenomenológico esto es, algo
que irrumpe, sorprende y transgrede un determinado orden de cosas. Algo que
antes de aparecer no tiene causas pero al aparecer crea sus causas: o su propia
historia.
¿Le estoy dando mucha importancia filosófica a un hecho
tan vulgar como es un festival de la canción?, se preguntará, y no sin cierta
razón, más de alguien. “Después de todo
lo que acaba de suceder no es nada de nuevo” dijo en ese sentido y con voz
grave un sociólogo en un programa de la televisión. “Desde años ” –agregó- “las
mujeres barbudas en los circos, junto a otros seres con “deformaciones”, han
fascinado la morbosidad de ciertos espectadores”. En ese mismo momento, yo, que
nunca me he preocupado por esos festivales, decidí escribir un artículo sobre
el fenómeno Conchita. Porque, según mi opinión, lo que hicieron los votantes al
elegir a Conchita fue todo lo contrario de lo que decía el afamado sociólogo.
Conchita, efectivamente, fue
extraída de la oscuridad de lo morboso y de lo insano para ser
incluida en el orden público de lo normal. Desde el momento en que ella venció,
cualquiera mujer barbuda podrá ganar un festival de lo que sea y nadie se
sorprenderá. El acontecimiento llamado Conchita ya es historia.
La mayoría de los críticos
están de acuerdo en que sin barba Conchita nunca habría vencido. Supongo que es
así. La verdad es que sobre ese tipo de canciones no entiendo mucho, más bien
–no quiero ofender a nadie- me parecen algo idiotas. Pero, si es así ¿cuál fue
la razón de los votantes al elegir por tan abrumadora mayoría a Conchita?
Recordemos el proceso de
elección. En los comienzos de la votación, Conchita no pasaba de los lugares
medios. Pero de pronto alguien descubrió que sí, que de verdad tenía ciertas
posibilidades de ganar. Fue entonces cuando en avalancha, como si los votantes
hubieran sentido un deseo que no se atrevían a expresar, comenzaron
-impulsados por un goce fálico (Lacan) o siguiendo los compases de un impulso
colectivo– a votar en masa por Conchita. Por unos momentos Conchita se transformó
en la representante de un enorme movimiento celular de masas. Fue, en el
sentido arendtiano del término, un verdadero milagro.
¿Entonces votaron por la barba?
No, no es así; nadie vota por una barba. Votaron por una mujer con barba; no es
lo mismo. Quiere decir, votaron por una dualidad, por un dos en uno, por una
ambivalencia. Hecho que recuerda en parte la atracción universal que llegó a
ejercer Michael Jackson. Pues, como Conchita, Jackson era un ser dual: ni
adulto ni niño; ni negro ni blanco; ni masculino ni femenino. Pero ahí reside
también la gran diferencia entre ambos: Mientras Jackson no era ni lo uno ni lo
otro, Conchita Wurst es lo uno y es lo otro. Su propio nombre artístico es lo
uno y es lo otro.
Wurst quiere decir en alemán,
salchicha. Conchita Wurst: La Concha y la Salchicha. O sea: mientras Michael
Jackson representaba el principio de la ambigüedad, Conchita Wurst representa
el principio de la ambivalencia. Y esa diferencia que se da entre la ambigüedad
y la ambivalencia es en este caso muy decisiva. Mientras la ambigüedad se
refiere a no-ser-totalmente-algo, la ambivalencia se refiere a ser dos cosas al
mismo tiempo. La ambigüedad es negativa; es lo- que- no- se- es. La
ambivalencia en cambio es afirmativa; es lo que, aún estando dividido, es uno.
“El escándalo de la
ambivalencia” fue una de las tesis del sociólogo Sygmunt Bauman que causaron sensación durante los años ochenta del siglo XX. Aunque debe decirse que Bauman –en su libro Ambivalencia
y Modernidad- no hizo otra cosa sino amplificar el concepto de ambivalencia
acuñado por Sigmund Freud en La Interpretación de los Sueños.
Según Freud, la condición
humana es ambivalente y la incapacidad de soportar la ambivalencia se encuentra
en los orígenes de las llamadas enfermedades psíquicas. Esa ambivalencia se
presenta de distintos modos: entre el niño que todavía somos y el adulto que
debemos ser, entre el civilizado y el bárbaro, entre los deseos y los deberes,
y por cierto, entre lo femenino y lo masculino.
Para defenderse de los peligros
de la ambivalencia, el ser humano ha inventado un Yo superpuesto a su yo real.
Ese Sobre-Yo actúa como un dictador al interior de nuestras almas. Como todo
dictador, reprime nuestros deseos los que para salvarse buscan asilo en el
inconsciente desde donde intentan regresar; y a veces lo hacen a través de las
neurosis, de las psicosis, y sobre todo, muy disfrazados, al interior de
nuestros sueños.
Sygmunt Bauman extrapoló el
concepto freudiano de ambivalencia hacia el plano político. Así pudo comprobar
que las llamadas dictaduras totalitarias intentan destruir la ambivalencia de
la condición humana. Las dictaduras, en efecto, no pueden tolerar la
diversidad, son amantes de la uniformidad, y se dejan regir por la idea
imposible de un pensamiento único. Ese es, además, el mismo procedimiento por
el cual se rigen todas las organizaciones autoritarias como ejércitos, cleros,
y los partidos dogmáticos de izquierda y de derecha. El odio a los extranjeros
que propagan los neofascistas europeos por ejemplo, tiene su origen en el
siempre incumplido ideal de la univalencia.
No es casual que Thomas
Neuwrith, álter ego masculino de Conchita, venga de un país en donde hasta hace
poco gran parte de la ciudadanía se vanagloriaba de que en la Orquesta
Sinfónica de Viena no podían entrar mujeres. Como todo homosexual, Neuwrith
hubo de padecer la discriminación hacia su ambivalente naturaleza. Razón de más
para pensar que su barba fue pensada, originariamente, como una forma de
protesta. No iba a ser la mujer ni el hombre “normal” que exigían que fuera. Él
o ella iba a ser las dos cosas al mismo tiempo.
¿Fue entonces la altísima
votación de los jóvenes europeos una votación de protesta? En cierta medida,
sí. Por supuesto, no todos quienes votaron por Conchita eran miembros del
movimiento gay. Pero sí, había una amplia mayoría que vio en ella, quizás de un
modo no totalmente conciente, una representante pública de las ideas de la
diversidad, de la ambivalencia, del derecho a ser diferente, valores nacidos en
Europa a los que muchos no estamos dispuestos a renunciar en nombre de nada. O
dicho en breve, sin aceptación de la ambivalencia no puede haber democracia.
No olvidemos que después de
haber sido nominada para representar a Austria en el certamen, más de 31.000
austriacos pidieron a través de Facebook el retiro de la actuación de Conchita
por considerarla grotesca e indecente.
¿Tuvo entonces la victoria de
Conchita Wurst un carácter político? En el sentido corriente del término, no.
En su sentido más amplio, vale decir, como un hecho político-cultural,
probablemente sí lo tuvo. Las aguas de la política, como ocurre con todo lo
reprimido, suelen saltar sobre sus diques e irrumpir en lugares donde lo
político está vedado. Ello quedó lo suficientemente claro cuando el público
abucheó a las representantes rusas. Fue un acto injusto.
La canción de las gemelas rusas
era realmente bonita. Ellas no tenían la culpa de que en su país un gobierno
autócrata haya exigido, junto con la dictadura de Bielorrusia, el retiro de
Conchita a fin de que el festival no fuera convertido en (textual) “un
semillero de la sodomía”. Tampoco tenían culpa de que el homofóbico Putin,
aliado de los sectores más retrógrados del cristianismo ortodoxo, haya desatado
una represión sin cuartel en contra de los homosexuales de su país.
Cuando obtuvo el premio,
Conchita, en su inconfundible estilo gay, dijo: “Estoy viviendo un sueño”. No
sospechó que, efectivamente, en el más estricto sentido freudiano, ella o él, o
mejor dicho, ella y él, estaban viviendo de verdad un sueño. Porque en los
sueños esos antagonismos que nos echan a perder tanto la vida se articulan
entre sí hasta lograr una síntesis muy difícil de encontrar en el mundo diurno.
Esa síntesis la pudo alcanzar Conchita gracias a su nutrida barba. Pues
de verdad, en los sueños ocurren milagros. El sueño de Conchita fue, por eso
mismo, el milagro de la mujer barbuda.
Para escuchar a Conchita Wurst cantando "Rise like a phoenix" hacer clic
AQUÍ
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