“Toda teoría
es gris, querido amigo, y verde es el dorado árbol de la vida” (Johann Wolfgang
von Goethe)
Ernesto Laclau fue uno de los más importante teóricos
políticos de la llamada post- modernidad.
Laclau fue un teórico como por ejemplo Habermas lo es,
con la diferencia de que mientras este último fue un adaptador de la teoría
política marxista al llamado periodo post-industrial, Laclau, ya desde la
publicación de su clásico Hegemonía y Estrategia Socialista (escrito
junto a Chantal Mouffe) desmontó, aunque él no lo hubiera querido, supuestos
básicos de la teoría política marxista.
Estirando el hilo gramsciano y su concepto de hegemonía,
cruzándolo con el psicoanálisis lacaniano y recursando nociones de pensadores
“malditos” como Carl Schmitt, contradijo Laclau la idea de la masa informe
(Marx), de la masa- magma (Canetti), de la masa hipnotizada (Freud), de la masa
inculta (Ortega y Gasset), de la masa anómica (Durkheim). A esa masa confirió
Laclau la identidad de actor, es decir la de masa-pueblo: objeto y sujeto a la
vez, un pueblo y no una clase que no solo sigue al líder; además, construye al
líder.
El pueblo según Laclau es pueblo en la medida que
articula sus diferencias expresadas en distintas demandas en torno a símbolos
que al serlo tales no pueden sino ser opacos como todas las representaciones
políticas lo son.
El fenómeno Laclau significó un escándalo al interior de
la escolástica marxista. Revisionista, neoliberal, reformista y otros epítetos,
fueron disparados en su contra. No era para menos: Laclau había construido un
sistema post-marxista de interpretación, pero sin lucha de clases, sin
proletariado, sin base y superestructura, sin modos de producción, sin teoría
del valor y sin fetichismo de la mercancía: un marxismo en fin, populista: un
marxismo sin Marx.
Solo en un punto Laclau no rompió con el marxismo
tradicional, y este fue el de su desprecio por el tema de las libertades
políticas. Al igual que los marxistas ortodoxos siguió hasta el final pensando
que la democracia era un fenómeno deducido de las luchas sociales a las que él
llamaba, nunca explicó el porqué, democráticas. Fue esa una razón por la cual,
al igual que Habermas, Laclau jamás pudo entender el sentido libertario de las
revoluciones democráticas del Este europeo. Así se explica también por qué, del
mismo modo que los marxistas más tradicionales, Laclau no hizo el menor
esfuerzo para entender las ideas de Hannah Arendt para quien las luchas
sociales desprovistas de la búsqueda por más libertad desembocaban en terribles
dictaduras.
Ernesto Laclau, reitero, fue antes que nada un teórico.
Si se quiere, un gran teórico. Pero ahí justamente comienzan los problemas.
Pues al ser teórico tenía, como muchos teóricos, dificultades para pensar más
allá de su teoría. En ese sentido, pese a que adscribía a Lacan, Laclau no lo
siguió hasta el final. Mientras que Laclau pensaba a través de su propia
teoría, Lacan fue un anti-teórico radical. Lacan, en efecto, pensaba que la
realidad se inicia allí donde termina toda teoría, en ese “más allá” (teológico
y filosófico a la vez) donde comienza a abrirse “lo real” (lo impensable, lo
indecible, lo no teorizable). A ese Lacan no llegó Laclau.
No se trata por supuesto de adoptar gestos nihilistas y
negar el valor o la utilidad del pensamiento teórico. Solamente quisiera
subrayar el hecho de que ninguna teoría puede dar cuenta total de la realidad
que intenta cubrir. Siempre hay “algo” que se escapa, y si pensamos con Lacan,
ese “algo” es lo verdaderamente importante. En ese sentido cabe hacer la
diferencia entre tres nociones que a veces se confunden entre sí: la ideología,
la teoría y el pensamiento crítico.
Una ideología es un programa de pensamiento formado por
ideas petrificadas. De tal modo quien cree pensar de modo ideológico, no
piensa, más bien es pensado por su ideología. En una ideología se cree o no se
cree, nunca se piensa. Una teoría en cambio, es un conjunto de ideas y
principios destinados a explicar un determinado espacio de realidad. El
pensamiento crítico, por último, si bien recurre a supuestos teóricos, los
utiliza solo de modo parcial y limitado al objeto analizado.
La diferencia entre un teórico y un pensador crítico
reside en que mientras el teórico cree que es imposible pensar sin una teoría,
el pensador crítico piensa que es imposible pensar solo a través de una teoría.
Para el pensador crítico las teorías son utilizables, pero también, como ocurre
con los pañuelos de papel, desechables. Y bien, Laclau era un pensador teórico.
No tan fanáticamente teórico como un Luhmann, para nombrar un caso extremo,
pero teórico al fin.
Gran parte de su vida intelectual la pasó Laclau tratando
de defender su teoría con respecto a cuestionamientos que provenían de la vida
extra-teórica. Así se entiende por qué en las últimas entrevistas Laclau se vio
obligado a contradecirse. Por ejemplo, mientras en su libro La Razón
Populista había afirmado que populismo era no solo una forma de la
política, sino la política propiamente tal, en sus últimas entrevistas afirma
que no toda política es populista. Para salir del paso inventó una dicotomía
(de origen schmittiano, aunque sin citar a Schmitt) entre populismo e
institucionalismo, entendiendo por lo último una política puramente
administrativa. Pero luego advirtió que la contradicción no existía pues ha
habido regímenes populistas extremadamente institucionalistas, y viceversa (el
caso del populismo nazi, entre otros).
Más tarde, quizás a la luz de acontecimientos ocurridos
en América Latina, entendió Laclau al fin que no todas las demandas populistas
eran democráticas y comenzó de repente a hablar de populismos autoritarios y
populismos democráticos. En el primer caso ubicó al populismo de Mugabe en
Zimbabue. Por alguna razón no nombró a Chávez pese a que el suyo era un
populismo típicamente autoritario (y militar).
Muerto Chávez, continuó Laclau refiriéndose al populismo
de Mugabe como a un “populismo degenerado”. Pero donde Laclau decía Mugabe se
podía leer Maduro sin ninguna dificultad. ¿Por qué no lo dijo de modo
explícito? ¿O no quería Laclau contradecir la posición del gobierno argentino
del cual él –no es un secreto para nadie– había llegado a ser un “intelectual
orgánico”? Si fue así, nos topamos aquí con un tema que trasciende a Laclau y sobre
el cual ya se han escrito libros: el tema del compromiso político del
intelectual.
Laclau al prestar servicios intelectuales a un gobierno
ejercía su derecho ciudadano. Ha habido incluso sacerdotes que han asumido
tareas de gobierno y es lógico y normal que así sea. Pero la mayoría ha cuidado
precisar que cuando emiten opiniones de gobierno, no hablan en nombre de Dios.
Algo parecido debería ocurrir con la misión intelectual. Si se da el caso de la
adhesión orgánica de un intelectual a un determinado gobierno, el intelectual
se encuentra obligado a precisar si las opiniones emitidas son las del gobierno
que representa o las de sus teorías. García Linera, para poner otro ejemplo de
“intelectual orgánico”, cuando habla o escribe sabemos que lo hace en nombre de
la vicepresidencia de Bolivia. Todos los elementos teóricos que utiliza los
pone al servicio de su gobierno y él no lo niega ni lo oculta. En el último
Laclau en cambio, nunca estuvo muy claro si sus opiniones eran deducibles de su
teoría o de la posición internacional del gobierno argentino.
De acuerdo a la propia teoría de Laclau, Chávez-Maduro
deben ser ubicados sin ningún problema dentro de la categoría “populismo
autoritario”, al lado del muy lejano Mugabe con el cual el gobierno argentino
no tiene ningún vínculo.
Como sea, la teoría de Laclau solo tiene validez para el
momento de ascenso del fenómeno populista. Para explicar los momentos de
declive del populismo, Laclau no nos sirve mucho. Pero Laclau nunca reconoció
los límites de su teoría. Quizás habría tenido que romper consigo mismo. Pero
¿qué es definitivamente pensar sino romper cada cierto tiempo consigo? Esa es
la razón por la cual Kant siempre decía: “pensar es peligroso”.
Mi impresión es que ya durante los últimos momentos de su
vida, los fundamentos de la teoría de Laclau sobre “la razón populista” estaban
desconectados entre sí, es decir, la teoría como tal ya no existía; y si
existía, estaba tan llena de parches que más valía no presentarla en público.
La sombra de “el árbol de la vida” (Goethe) había arruinado a otra teoría. Pero
hay ruinas y ruinas. Si una casa se derrumba, puede dejar solo polvo. Pero
también existe la posibilidad de que haya algo que rescatar. Y bien, pienso que
de la casa de Laclau hay mucho que rescatar. No a la teoría, pero sí, una buena
cantidad de ideas con gran valor político.
Algunos ejemplos: En contra del pueblo étnico de los
nacionalistas, Laclau redescubrió al pueblo-político. El populismo, hasta antes
de Laclau solo un insulto, fue convertido por él en un concepto neutro,
teóricamente operacional. Sus premisas relativas a las cadenas de equivalencias
conformadas a través de símbolos representativos son fundamentales para
cualquier análisis de los movimientos sociales. Su análisis de los significantes
vacíos que mientras más vacíos más significan, es sencillamente brillante. Y no
por último, el desmontaje radical de diversas categorías marxistas ya
mencionado. Creo que nadie ha hecho más daño al marxismo ortodoxo que Ernesto
Laclau. Lo digo en serio.
Conversar con Laclau era una experiencia interesante.
Fuera de las barricadas, las tres o cuatro veces que dialogamos fueron, al
menos para mí, muy productivas. Tenía Laclau un don difícil de encontrar entre
los intelectuales: Sabía escuchar. Y, además, sabía preguntar. Preguntaba
mucho, pero no para torpedear sino para entender lo que uno planteaba. Y cuando
se sentía muy cuestionado, decía con su acento porteño algo suavizado: “Sabés,
lo que vos decís voy a tener que pensarlo”.
No lo digo porque ha muerto, pero de verdad, pienso que
el pensamiento político es más pobre sin Ernesto Laclau.