Fernando Mires - EL OCULTO ROSTRO DE LA POLÍTICA (un ensayo)




El presente trabajo -un ensayo corto y no un artículo largo- parte de la premisa de que la política, en tanto representación simbólica no refleja en su práctica toda la riqueza de una determinada realidad, sino simplemente la que requiere para su representación.
La tarea del analista político no es por lo tanto servirse de los símbolos como si fueran datos cosificados sino interrogarse acerca de lo que existe más allá de su reflejo. En otras palabras, de  lo que se trata es de desimbolizar la realidad, aunque lo que se esconda en cada símbolo no sea de mucho agrado.
El trabajo parte de una revisión teórica acudiendo al llamado de autores que, para quien aquí escribe, son los más decisivos en el oficio de revelar la simbología política.
Sobre la base de la convicción de que la política, al menos la democrática, revela su contextura en sus momentos más cruciales - y no hay momento más crucial que una elección- serán analizados tres eventos electorales latinoamericanos de enorme trascendencia para el futuro político de la región: las elecciones argentinas que tuvieron lugar en Octubre de 2013, las presidenciales chilenas que tendrán lugar el 17 de Noviembre de 2013, y las municipales venezolanas del 8 de Diciembre de 2013.
He renunciado explícitamente a extraer consecuencias finales. Dicha tarea la encomiendo al lector.

1.  Para que nos entendamos mejor, un poco de teoría. Desde Schmitt a Laclau.
Las tesis de Carl Schmitt, tantos años después de haber sido formuladas, continúan siendo objeto de discusión entre quienes nos ocupamos de la política, prueba de que el jurista alemán tocó más de algún nervio vital. Algunas formulaciones de Schmitt son aceptadas incluso por declarados anti-schmittianos pues su evidencia no proviene de una lógica teórica sino de acontecimientos históricos que prueban su factibilidad.
Ya casi nadie, por ejemplo, se atreve a negar el origen "hobbesiano" de la política que usara Schmitt como punto de partida, a saber, el de la proveniencia bélica de lo político. Tampoco el hecho continuamente demostrado de que mientras más cerca de la guerra mayor es la intensidad de la política del mismo modo como la vida será sentida en toda su intensidad cuando la muerte muestra su aborrecible presencia. Dicho en términos hegelianos: la fuerza de la afirmación adquiere todo su sentido frente a la fuerza de la negación.
La intensidad de la lucha confiere a la política una dimensión existencial. Lucha por el poder, según Schmitt, deformada por doctrinas liberales cuyo objetivo es disminuir la fuerza del antagonismo vital, vale decir, la, para Schmitt, sustancia de la política. De ahí la aversión declarada por Schmitt a las instituciones liberales, sobre todo al Parlamento, todas destinadas a amortiguar la intensidad de la confrontación política.
Según Schmitt, un exceso de democracia, esto es, de compromisos, de concesiones y de institucionalidad, conspira en contra de la política la que siempre será lucha por el poder. Pero no por cualquier poder, sino por el poder del Estado.
Muy conocida es la tesis preliminar de Schmitt: "El concepto de Estado presupone el concepto de la política". Afirmación hobbesiana, sin duda, pero no menos evidente en países en donde los usos democráticos son relativamente débiles. 
Podría entonces afirmarse en consonancia con Schmitt que mientras más débil es la democracia liberal (y la democracia según Schmitt es siempre liberal) mayores serán las condiciones para que lo político se exprese en su forma más auténtica, no por cierto en la de guerra de todos contra todos de Hobbes (es la negación de la política por el lado opuesto a la democracia) sino en el antagonismo de “Amigos contra Enemigos”. Ese antagonismo es, a la vez, para Schmitt, el rostro oculto de la política.
La política según Schmitt puede ser negada por la guerra o por un exceso de democracia. La democracia, por lo tanto, no es para Schmitt, como llegó a serlo para Habermas, una condición de la política sino, llevada a los extremos, su propia negación. Tesis que en parte asumió Hannah Arendt. Aunque ella, gracias a su reconocida originalidad, no se pronunció en contra de un exceso de democracia como Schmitt, sino en contra de un exceso de política, exceso que en su forma más radical llevaría a la totalización de la política. Dicha totalización no atenta en contra del individuo (para Schmitt y Arendt el individuo es siempre un dividuo) como sostiene el liberalismo, sino en contra del mundo de la intimidad, el que para Arendt es tan importante como el de la política. De ahí que muchas veces -paradoja arendtiana- cuando vamos a la política lo hacemos para defendernos en contra de los excesos de la política.
Pero Schmitt a diferencias de Arendt no era demócrata y nunca quiso serlo. De ahí su confesa admiración por Lenin y Hitler, ambos, según él, representantes extremos de la política de la enemistad la que para Schmitt es la política por excelencia. Tanto el uno como el otro caudillo, según Schmitt, descorrieron los velos de la política, revelando su oculto rostro: el de la enemistad total.
La amistad de los contrarios sin la cual no podemos vivir la vida íntima, es letal para la política. El enemigo, según Schmitt, no debe ser jamás un amigo.
Sintetizando: Según Schmitt la democracia y sus instituciones desfiguran el rostro de la política. Según el liberalismo -sobre todo en el sentido asignado por John Rawls y sus seguidores- la limitación (amortiguamiento) de la política sería condición de la democracia. Arendt, a su vez, no se plantea en contra de la intensidad de lo político, ni tampoco por su limitación, pero sí en contra de su totalización.
Si aceptamos por un momento la tesis de Schmitt, la enemistad sería condición de la amistad entre quienes se unen en contra de un enemigo común. A la vez, la enemistad política sería una fuente de identidad, pues solo frente al enemigo total podemos saber quienes somos. Sin vosotridad -este es el punto- no habría nosotridad. Por lo tanto, podría decirse que mientras mayor es el grado de polarización política de una nación, mayor será su grado de politicidad.
No obstante, hasta una lógica tan implacable como la de Schmitt contiene puntos que ameritan comprobar su consistencia. Dichos puntos resultan evidentes si tomamos en conocimiento las tesis de un filósofo que sin polemizar explícitamente con Schmitt llevó el discurso de lo político a una ribera que ignoró Schmitt: a la de la lógica de las diferencias. Me refiero a Charles Taylor.
Según Taylor, en contraposición a Schmitt, para quien las diferencias eran constitutivas al antagonismo (sin diferencia no hay antagonismo) las diferencias son pre-constitutivas de lo político. Dichas diferencias no son para Taylor políticas. Son culturales. Pero sin esas diferencias culturales -afirma Taylor mirando la cartografía política de su país, Canadá- no habría diferencias políticas.
Schmitt, ese es el lado débil de su discurso, no se arriesgó a analizar las diferencias pre-políticas, sobre todo las culturales. De ese modo convierte a lo político en un determinante indeterminado, en algo que se explica en sí y de por sí. La política, de acuerdo a Schmitt, carecería de pre-historia y, por lo mismo, de historia. Es, si se quiere, un resultado del antagonismo principal en el marco de la lucha por el poder.
La política surge de las diferencias. En eso están de acuerdo los dos filósofos. Pero esas diferencias son para Taylor pre-políticas; es decir no políticas, aunque sí, bajo determinadas condiciones, politizables. Es por eso que mientras para Schmitt la política resulta de un enfrentamiento puro, para Taylor resulta de un enfrentamiento no político que precede al político pero sin el cual lo político nunca podría ser explicado. Más aún, la diferencia cultural no solo está antes, sino, en sentido hegeliano (que es en parte el de Taylor), se encuentra integrada en la razón de ser de lo político.
Diversos analistas están de acuerdo indirectamente con Taylor al haber advertido que las diferencias entre republicanos y demócratas en los EE UU menos que políticas son culturales. Con mucha mayor razón en Canadá, país esencialmente multicultural. En los países islámicos las diferencias son, además, religiosas o confesionales, como una vez lo fueron en Europa. Y en América Latina, dictaduras oprobiosas, resistidas por las clases cultas urbanas, han hundido sus raíces en lo más profundo del mundo patriarcal agrario. Sin ese dualismo cultural (y no político) la historia política de América Latina sería inconcebible
En dos puntos coincide, además, Taylor con Schmitt.
Primero, en la crítica al liberalismo, doctrina que al poner al individuo por sobre la comunidad, no reconoce a esta última como fuente de identidades colectivas, eliminando las diferencias identitarias en nombre de un ideal abstracto de individualidad. Segundo, en la crítica a la creencia de que la política se encuentra por encima de las diferencias, apuntando hacia un también abstracto ideal de bien común.
La gran diferencia reside en el hecho de que mientras para Schmitt el oculto rostro de la política se revela en el momento de mayor confrontación, vale decir, en una situación de extrema polaridad, para Taylor no es así. En el marco de una polaridad extrema las diferencias, sean culturales o políticas, tienden según Taylor a ser subsumidas bajo el imperio de un antagonismo superior que las opaca e incluso invisibiliza. Eso significa que el antagonismo dilatado al máximo, al suprimir diferencias plurales y convertirlas en duales ocultaría el rostro de la política que, repetimos, nace en, vive de, y necesita de las diferencias. 
¿No expresa cada antagonismo una diferencia? Por supuesto, pero el tema es otro, y sobre eso insiste Taylor: El tema es que no todas las diferencias expresan un antagonismo. En cierto modo ese es también un postulado de otro destacado teórico de la política contemporánea, me refiero a Ernesto Laclau.
A diferencia de Schmitt y Taylor la política no ocultaría según Laclau ningún rostro verdadero pues su modo de ser reside en su propia ambigüedad, en su opacidad y por lo mismo en su ausencia de esencia (principio de indeterminación). Conclusión a la que llega Laclau después de haber realizado una más que interesante combinación entre a) Carl Schmitt de quien toma la noción de antagonismo como medio de realización de lo político desde el "pueblo" b) Jacques Lacan de quien toma la relación dislocada (metonímica y metafórica) entre cadenas de significantes que pueden llegar a anular el significado del significado y c) Antonio Gramsci, de quien rescata su específico concepto de hegemonía.
De acuerdo a Laclau -en ese punto sigue Laclau a Schmitt- no hay política sin pueblo. Más aún, el pueblo se constituye como tal, políticamente. Política y populismo serían, por lo mismo, casi sinónimos. La razón populista es para Laclau la propia razón de la política y viceversa.
No obstante, las distintas demandas e intereses populares no se expresan en la política en su pureza originaria, sino, de acuerdo a Lacan, como significantes simbólicos construidos por el imaginario, en el caso de la política, por el imaginario popular. Hay por lo mismo una dislocación necesaria entre el significante político con su supuesto significado originario.
Mientras más sean los intereses y demandas que se expresan en lo político, más ambigua, es decir más simbólica, será la relación entre significante y significado, hecho que para Taylor sería un obstáculo para la política. Para Laclau en cambio no es un obstáculo. Es una condición de la política.
No obstante, una lectura analítica de los significantes permitirá deducir que a través de ellos tiene lugar una lucha por la hegemonía tanto al exterior como al interior del material significado. En consecuencia, no solo los significados producen significantes, ellos mismos, a su vez, se convierten en significados.
Si embargo, aunque la teoría política de Laclau es útil cuando se trata de analizar el fenómeno de ascenso populista, para analizar la fase de descenso populista nos sirve muy poco. Hecho que no deja de tener importancia.
En efecto, de las tres confrontaciones electorales más importantes del año 2013 en América Latina en dos de ellas presenciamos el momento del descenso del fenómeno populista. Y para analizar ese momento no fue hecha la teoría de Laclau. Ellas son las elecciones legislativas realizadas en Argentina (27 de Octubre) y las municipales de Venezuela el 8 de Diciembre. En la tercera confrontación, la del 17 de Noviembre en Chile y en la cual, como ya se sabe, será elegida presidente Michelle Bachelet, el fenómeno populista brilla por su ausencia, con lo cual se demuestra fácticamente que -en contra de la opinión de Laclau- populismo y política no son necesariamente sinónimos.
2. La máscara cristinista  y el vacío del rostro peronista  
En la fase de ascenso del fenómeno populista los "elementos" que lo conforman se van diluyendo en significantes simbólicos cada vez más vacíos. A la inversa, en la medida en que ese mismo fenómeno entra a su fase de descenso (desarticulación, desintegración, descomposición) las diferencias comenzarán a aparecer por doquier. Eso es precisamente lo que nos muestran los resultados de las elecciones legislativas ocurridas recientemente en Argentina.
Malo entonces fue el chiste con el cual el presidente uruguayo José Mujica pretendió minimizar la derrota sufrida por Cristina Fernández en las elecciones de Octubre. Dijo Mujica: "Son todos peronistas. Saque la cuenta, unos sacaron 40 y pico, el otro 30 y pico. Suman y son 85 y pico %, son todos peronistas. Es siempre la misma, damos la vuelta y estamos en la misma"...
Chiste malo, porque como viejo político sabe muy bien Mujica que en esas elecciones no compitió el peronismo contra el peronismo sino el peronismo cristinista contra el peronismo no cristinista y eso es algo muy diferente. Chiste malo, porque pretendió anular una diferencia central de la política argentina. Chiste malo, porque sabiendo muy bien que el peronismo es un conglomerado de fracciones opuestas entre sí, hizo como si no lo supiera. Esto último es decisivo.
El peronismo no es un partido, ni siquiera un movimiento. El peronismo es una agrupación de tribus políticas que mantienen como referente simbólico un mismo ídolo totémico. En ese sentido, el peronismo es una invención política verdaderamente genial.
Por una parte, la recurrencia al tótem común recuerda a las diferentes tribus que todas tienen el mismo origen: Perón (Adán) y Eva. Eso quiere decir, todos son hijos de Perón y Eva y, por lo mismo, hermanos. Dicha hermandad ficticia pero necesaria limita la escalación de la política hacia una violencia que llevaría a una guerra fratricida. Por otra parte deja la posibilidad abierta para que llegado el momento, cualquiera tribu se una con otra. Por supuesto, en nombre del "verdadero" peronismo.
Dentro del peronismo no hay contradicciones insuperables. Cualquier tribu, sea marxista, fascista, autoritaria, demócrata, puede unirse con la otra. Todas son conectables entre sí. Por cierto, para que eso funcione se requiere de un código común no escrito en ninguna parte. De acuerdo a ese código todos los peronistas se dicen nacionalistas, estatistas y justicieros sociales, aunque no lo sean. Como no siempre lo fue Perón.
Dentro del peronismo es muy importante que nadie intente sobrepasar al mito fundacional. Los diferentes caudillos que ha tenido el peronismo han debido ser, cuando más, subcaudillos. Ninguno, aunque lo intente, puede gobernar sin referencia al Nombre del Padre. Perón es el símbolo del poder real, o en exacto sentido lacaniano, el poder fálico que está sobre y más allá del poder mortal. Fórmula ficticia que permite asumir y prolongar "la presencia de lo religioso en lo político" (Claude Lefort) sin nombrar a lo religioso ni mucho menos a Dios. ¿Para qué nombrar a Dios si tenemos a Perón?
Hay entonces una raya ficticia que nadie debe pisar dentro del peronismo. Un exceso de arbitrariedad, de autoridad, de dominación, incluso de populismo, despierta la sospecha de que el sub líder pretende usurpar el significado simbólico del ídolo totémico. ¿Sucedió eso con Cristina? Parece que sí.
El peronismo bajo la égida de Cristina estaba amenazado de dejar de ser peronismo para transformarse simplemente en cristinismo. No extrañe así que en nombre de Perón, pero en contra del autoritarismo de Cristina, su contradictor interno y externo, Sergio Massa, logró que Cristina perdiera en los cinco distritos principales de la nación. Sergio Massa ha logrado levantarse como el defensor del ideal peronista (cualquiera que sea) en contra de la supuesta usurpación cristinista.
En Argentina, ya no hay duda, ha nacido un nuevo sub-caudillismo peronista: el de Massa. El massismo puede que sea el sucesor del cristinismo, así como el cristinismo lo fue del kirchnerismo y el kirchnerismo del menenismo. El cristinismo está en crisis y con ello, todo el peronismo.
Ahora bien, es en los momentos de crisis cuando las diversas fracciones peronistas se alinean para iniciar una feroz batalla por la hegemonía política y recuperar al peronismo en nombre del peronismo. Ahí aparecen con nitidez las diferencias y ahí asoma, aunque sea por un lapso, el rostro oculto, no muy hermoso, del peronismo y con ello, el rostro oculto, aun menos hermoso de la política argentina. Pues las encarnizadas luchas internas del peronismo son también externas.
Si el gobernador de Tigre, el peronista Sergio Massa logra imponerse sobre el gobernador de la provincia de Buenos Aires, el peronista-cristinista Daniel Sciolli, o si el Alcalde de la Ciudad de Buenos Aires, el semi-peronista Mauricio Macri logra acumular una fuerte adhesión más allá del peronismo, son posibilidades que no solo tienen que ver con la lucha hegemónica al interior del peronismo. Lo que está en juego ahí es la suerte política de toda una nación. Y por si fuera poco de una cuya incidencia continental es enorme.
El clima de la política argentina no será envidiable a mediano plazo. El día después de las elecciones legislativas comenzaron las campañas para las elecciones presidenciales que recién tendrán lugar el 2015. Durante todo ese largo momento veremos con frecuencia el rostro menos oculto de la política argentina. En cierto modo, una lástima.
Así como de acuerdo al psicoanálisis de Donald Witicott el "verdadero yo" necesita de la protección de un "falso yo", o así como cada cuerpo necesita de una vestimenta para no exponer su desnudez bajo la luz pública, el rostro oculto de la política necesita de la protección de un rostro no oculto, del make-up de Cristina, de los anti-faces de la política, o lo que es lo mismo, de significantes ambiguos y vacíos (Laclau) pero no por eso menos necesarios. El simbólico significante es el antifaz (la contra-cara) que cubre el rostro de la lucha política.
3. El apático rostro de la política chilena
Es inevitable: el rostro de la política se presenta casi siempre desfigurado. Hay que hacer a veces esfuerzos para saber cual es la figura originaria que se esconde detrás del rostro oculto. Pero sin esa desfiguración no habría política según Laclau. La política es siempre representación y la representación es -lo dice la palabra- una presentación sobrepuesta.
Ningún político va a decir jamás, yo quiero ser elegido porque quisiera aumentar mis ingresos, o porque deseo el poder, o porque padezco de un serio complejo de inferioridad que necesito compensar con el aplauso público.
Formulando en idioma freudiano: la voz del político no es la de su yo sino la de su Superyo. Los políticos suelen ser superyoicos. La mayoría dice  -y lo peor, así lo creen- que van a la política por sus ideales, a cumplir tareas históricas, a realizar utopías. El verdadero rostro del político no asoma casi nunca, y si asoma, es un pésimo político. Así es y así será. 
El problema entonces no es la desfiguración  de la política, inherente a su representación, sino el grado de desfiguración que la política  puede soportar. Sucede lo mismo con cada uno de nosotros. En el carnaval de la vida, cuando asomamos en el espacio público realizamos actos representativos. En cambio, en el mundo íntimo somos más auténticos. La intimidad, no la publicidad es el lugar de la verdad. Esa es la razón por la cual Hannah Arendt proponía luchar públicamente para salvar los espacios de la intimidad sin los cuales nunca seremos como somos. 
No obstante, un exceso de simbolización en la política puede ser tan nocivo como una ausencia simbolizante. En el caso argentino, ya lo vimos, el ideal peronista comporta un altísimo grado de transfiguración simbólica. El caso opuesto al argentino es el chileno. 
En Chile, en las elecciones presidenciales del 17 de Noviembre los partidos políticos, por lo menos los de la Nueva Mayoría, se presentan con un solo objetivo, y así lo dicen: alcanzar el poder para gobernar. Pocas veces la política ha mostrado de modo tan nítido una ausencia simbológica tan grande.
El mismo nombre Nueva Mayoría es delator. ¿Nueva Mayoría, para qué? En cualquier otro país, al título Nueva Mayoría sería agregado un término adicional. Por ejemplo, Nueva Mayoría para el Socialismo, o para la Revolución, o para la Libertad, o para el Progreso. Pero no, en Chile solo se llama Nueva Mayoría y nada más. Y efectivamente es así: ha sido formada una coalición de partidos de centro (DC) centro izquierda (PPD, PS) e izquierda (PC, IC, MAS) cuyo único objetivo es construir una mayoría política aplastante. Ahí no hay nada que simbolizar, representar, significar, transfigurar, ni sublimar. Se trata simplemente de formar una mayoría de gobierno y punto. 
El rostro de la Nueva Mayoría no puede ser más auténtico. Ese es en cierto modo el problema. La centro-izquierda chilena carece de capacidad de simbolización lo que en la política latinoamericana, no así en la europea, es casi un hecho inédito. ¿Estará convirtiéndose Chile en un país europeo?
Lo mismo ocurre con la candidata triunfal. Michelle Bachelet es sin duda una mujer auténtica. No disimula su extensión, no pavimenta su rostro, y todo lo que dice lo piensa. Jamás va a caer en un lenguaje insultante. Nunca pronunciará un discurso apoteósico ni se deslizará en aberraciones ideológicas, étnicas y religiosas, como hacen sus colegas del ALBA. Dice lo justo, y a veces ni siquiera eso. Bachelet domina, además, de modo casi perfecto. la retórica del silencio. Durante muchos días no habla una sola palabra pública, hecho que desespera a sus adversarios y a veces hasta a sus propios simpatizantes. 
Bachelet es todo lo contrario a un caudillo populista. Algo no poco importante. Porque sin caudillo populista no hay populismo. Es solo una líder, vale decir, una dirigenta. Nunca será una caudilla. Y sin embargo, sin Bachelet no habría Nueva Mayoría. Un verdadero fenómeno.
Bachelet representa, antes que nada, el consenso. Ella fue elegida para intermediar entre fracciones políticas las que sin su presencia se arrojarían hasta los platos por la cabeza. Su papel es conservar la paz en la mayoría para que siga siendo mayoría. En una agrupación política que no tiene símbolos, ni pasados ni futuros, ella es el símbolo. Desaparece Bachelet, desaparece la mayoría. Por lo mismo -tanto en el sentido de la filosofía de Schmitt, de la antropología política de un Taylor y de la politología de un Laclau- ella está obligada a producir un efecto despolitizador. No extraña  por lo tanto que su campaña política haya sido realizada sin entusiasmo, sin  alegría, sin devoción. Bachelet es el opio que adormece a su propio pueblo.
Hay quienes opinan que la política en Chile se ha vuelto una actividad terriblemente aburrida. Opinión que puede ser verificada por una encuesta dirigida por la socióloga Marta Lagos. Según esa encuesta Chile es el país cuyos ciudadanos manifiestan menos interés por la política en toda América Latina. Un 17% sobre la base de una media de 28%. (El Mostrador.02.11.2013). Lo que no dice la encuesta es qué es lo que más interesa a los chilenos. No quiero ni pensarlo.
El aburrimiento en política podría ser visto como algo positivo si los chilenos tuvieran un gran interés por las artes, la religión, la literatura o la filosofía. Pero si el desinterés por la cosa pública se manifiesta solo en la reclusión en la vida privada, estaríamos hablando de una situación política potencialmente peligrosa. 
Fue Max Weber quien en su clásico "Política como Profesión" alertaba en los años veinte del pasado siglo sobre los efectos negativos del aburrimiento político. Para el gran sociólogo la política vive del espectáculo y no del letargo. Si la política pierde su capacidad de entusiasmar -agregaba Weber- todos los caminos se abrirán para que aparezca ese enemigo mortal de la política que es el demagogo. Y demagogos no faltan en Chile. Dos o tres de los nueve candidatos presidenciales merecen ese título. 
Cabe agregar que Weber escribió sus palabras sobre el aburrimiento en política antes de que Hitler hiciera su aparición en la escena de modo que sin saberlo formuló una profecía. Nadie dice que en Chile va a suceder algo parecido, pero bien vale la pena tomar en serio las palabras de Max Weber.
¿Despertará Chile de su letargo político? ¿Se movilizarán los estudiantes en contra de Bachelet como lo hicieron en contra de Piñera? ¿O se reunificará la derecha con la intención de arrebatar a Bachelet el centro político, el mismo que una vez perdiera la legendaria Unidad Popular? Nadie puede contestar todavía esas preguntas. Lo único cierto es que -para citar las palabras de un ducho político en la formidable serie televisiva danesa "Borgen"- : "Las últimas elecciones todavía no han tenido lugar".
4. Venezuela, de la razón populista a la razón militarista.
Volvamos a una deducción de Carl Schmitt: Solo en situaciones de extrema polarización el rostro oculto de la política asoma hacia la superficie. Si eso fuera cierto querría decir que Venezuela es el país más politizado de América Latina. Y lo es. Lo testimonia la ya citada encuesta de Marta Lagos. Según la socióloga, Venezuela se encuentra muy lejos en el primer lugar de interés ciudadano por la política, con un 49% sobre una media de 28%. Si Schmitt resucitara y viajara a Venezuela, sería sin duda el hombre más feliz de la tierra. 
En Venezuela, efectivamente, no hay lugar para posiciones intermedias. Allí quien hable de dialogo o reconciliación será mirado con lástima. Venezuela se encuentra en estos momentos dividida en dos mitades irreconciliables. Acerca de cual es la más grande lo sabremos recién en las elecciones municipales del 8D. Ese es por lo demás el único punto en el cual chavistas y no chavistas están de acuerdo. Las elecciones del 8D aunque no son un plebiscito, tendrán un carácter plebiscitario. Nunca había sucedido algo así en toda América Latina.
En una elección municipal, si es que uno vota, lo hace más bien por un candidato amigo o conocido de ahí que por lo general una elección municipal refleja mal el rostro de la política nacional. No así en Venezuela. Quienes saldrán a votar lo harán por la continuación o por el fin del autoritarismo chavista representado en Maduro. En otras palabras, después del 8D cambiará el rostro político de Venezuela.
La formación de dos bloques antagónicos al gusto de las teorías de Carl Schmitt suele impedir que las diferencias que surcan a cada bloque sean visibles. En cambio, para el filósofo de las diferencias, me refiero a Charles Taylor, ese impedimento desactiva el potencial político de una nación pues las diferencias y no las semejanzas son para él, decisivas en la política. Venezuela, sin embargo, es un caso especial. Allí se cumplen dos teorías que  desde un punto de vista lógico parecieran ser incompatibles: la de Schmitt y la de Taylor
En Venezuela hay dos bloques políticos irreconciliables. Pero el profundo antagonismo que los separa no logra ocultar las diferencias al interior de ellos. Eso quiere decir que las elecciones del 8D también serán decisivas para reacomodar las placas tectónicas al interior de cada bloque. La lucha por la hegemonía política tendrá, luego, un sentido endógeno y exógeno a la vez.
Las diferencias  al interior del bloque chavista aparecieron en la superficie desde el mismo día de la muerte de Chávez. 
Todos saben en Venezuela que entre Maduro y Cabello no solo hay diferencias tácticas, sino además, estratégicas. Ellas pasan por configurar el régimen de acuerdo a una alianza más estrecha con Cuba -es la posición madurista- o bajo la dominación del ejército de acuerdo a una "doctrina de seguridad nacional" -es la de Cabello-. 
Las dos tendencias tienen no obstante puntos comunes. En primer lugar las dos son militaristas, más cerca de Castro la de Maduro, más cerca del "gorilismo" tradicional la de Cabello. Y bien, esas dos tendencias ya existían personificadas en la figura de Chávez. Muerto Chávez ambas comienzan a disociarse entre sí cambiando con ello el propio carácter político del chavismo. 
El chavismo de Chávez era militarista y populista a la vez. Pero Maduro y Cabello son más militaristas que populistas. 
La dudosa y mínima victoria de Maduro en las presidenciales de Abril ha despojado a su gestión de gran parte de su áurea populista, creciendo paralelamente la impronta militarista. Ello no solo es así porque Maduro y Cabello hablen el lenguaje destructivo de la guerra sino porque, además, el peso específico del ejército en el gobierno ha ido aumentando crecientemente. La creación del CESPPA (organización militar destinada a controlar todo el sistema de información de la nación), entre otras instituciones, refleja la presencia militar en los asuntos de gobierno.
Por el momento los militares co-gobiernan. El acceso o no acceso directo al poder puede que sea definido de acuerdo a los resultados del 8D. Como ocurre con los políticos y con gran parte de la ciudadanía, los militares también están en posición de espera.
Lo concreto es que uno  de los rostros menos ocultos del chavismo, el militar, ya ha aparecido sobre la plena superficie. 
Por cierto, el chavismo después de Chávez, como ocurrió con el peronismo después de Perón se ha convertido en una agrupación totémica. Pero el tótem peronista, a diferencias del chavista, no era militarista. O para decirlo así: mientras el peronismo siempre fue más político que militar, el chavismo es, o ha llegado a ser, más militar que político.
Parodiando a Laclau podríamos afirmar que en Venezuela la razón populista ha sido desplazada por la razón militarista. Pero sobre esa segunda razón Laclau no escribió una sola palabra y por lo tanto su utilidad para analizar el caso venezolano es por el momento nula. 
Sin embargo, no solo el chavismo acusa diferencias. También estas existen al interior de la oposición las que, al contrario de las interchavistas, son debatidas públicamente. Para explicar lo dicho hay que tener en cuenta que la oposición no es solo la MUD. 
Al interior de la MUD el tema de la hegemonía interna ya está resuelto. Los partidos y asociaciones que la conforman tienden a orientarse hacia un horizonte que podríamos llamar de centro-centro, centro izquierda e incluso centro-derecha. El predominio de los partidos socialdemócratas al interior de la MUD es, por lo tanto, expresión cuantitativa del carácter social y político que caracteriza al conjunto de la Unidad. 
Más allá de la MUD hay, sin embargo, otras fracciones opositoras. Por una parte, los abstencionistas de siempre. Por otra, un segmento de ultra-derecha sin ninguna expresión social pero con cierta resonancia en uno prestigioso periódico nacional. Dicho segmento está hecho a la medida de lo que Maduro y Cabello quisieran que fuese toda la oposición. Llámelo usted militaristas, golpistas, neocarmonistas, neopinochetistas, incluso fascistas. Cualquiera de estos calificativos les queda bien. 
Encaramados como cernícalos sobre el techo común del antichavismo, la ultraderecha se deja caer cada cierto tiempo sobre las cabezas de Capriles, Aveledo, Petkoff o cualquiera persona que no comulgue con sus alucinaciones golpistas. La Unidad no necesita de esta última, estorba más que ayuda, resta en lugar de sumar, y dificulta con su sola presencia que sectores antimilitaristas del chavismo vean en la oposición una alternativa de recambio político.
Lo más importante, sin embargo,  es destacar que a partir del 8D puede abrirse la posibilidad para que Venezuela recobre poco a poco su oculto rostro político. Un rostro multicolor, pluralista, heterogéneo, en una palabra, democrático. Un rostro tan amplio que incluso el PSUV, convertido en partido institucional por fuerza de las circunstancias, puede llegar a ser parte de su fisonomía.  
¿Y los militares?. No, los militares no. Ellos deberán volver al lugar desde donde los sacó Chávez y de donde nunca debieron haber salido. A los cuarteles. A resguardar la soberanía territorial, que para eso y no para otra cosa les pagan.

Referencias:
Arendt, Hannah,  Qué es la Política?, Paidos, Madrid 1997
Laclau, Ernesto, La Razón  Populista, FCE, Buenos Aires 2005
Schmitt, Carl, El Concepto de lo Político, Alianza, Madrid 1998
Schmitt, Carl, Sobre el Parlamentarismo, Tecnos, Madrid 1996
Taylor, Charles, El Multiculturalismo y la Política del Reconocimiento, FCE, Madrid 2003
Weber, Max, Política como Profesión, Biblioteca Nueva, Madrid 2007