Ni en política ni en nada
es aconsejable confundir los deseos con la realidad. Y mucho menos dar por
supuesto lo todavía no ocurrido. Pero ello no impide pensar de acuerdo a los
datos que proporciona el presente. De ahí que es legítimo imaginar que, gracias
al abrumador triunfo electoral obtenido en las elecciones presidenciales por
Hasán Rohaní, habrá cambios en Irán. Cambios que repercutirán en la región
islámica, en las relaciones entre EEUU e Irán, en la política exterior de
Israel, y no por último en las relaciones internacionales tejidas a nivel
mundial por Ahmadineyad.
El primer cambio, quizás el
más importante, ya se produjo. Irán no estará más representado por Mahmud
Ahmadineyad. Hecho aún más trascendente que el retiro de la odiosa figura del
ex- gobernante. Porque Ahmadineyad, digámoslo con todas sus letras, era el
representante de una suerte de fascismo islámico. Por una parte, su
fanatismo religioso rayaba en la locura. Por otra, poseía el carisma extraño de
los alucinados políticos, el mismo que le servía para movilizar grandes masas
suburbanas y rurales en contra de enemigos más imaginarios que reales.
Ahmadineyad unía en sí lo
peor de las tradiciones orientales y occidentales. Era teocrático y populista a
la vez. Justamente ese doble carácter le permitió formar una red
anti-occidental con diversas dictaduras, teocracias y autocracias, incluyendo
dentro de las últimas a algunas latinoamericanas. Sus relaciones de hermandad
con Chávez y los Castro en América Latina, eran evidentes. Sus lazos se extendían
hacia Nicaragua, Ecuador y Bolivia. Hay entonces, después del retiro de
Ahmadineyad, razones para respirar con cierto alivio.
El destino que todo lo
sabe, se llevó a Chávez y pronto se llevará a los Castro. La línea de
Ahmadineyad, por su parte, fue políticamente derrotada. Esa es la razón por la
cual ya es posible afirmar que desde un punto de vista histórico comienza en
Irán el fin de una era: Es la era del populismo islámico.
Hasán Rohaní está lejos de
ser un populista y mucho menos un mesías. Por el contrario, pese (o gracias) a
su estricta formación religiosa, ha dado pruebas de ser un hábil político.
Vocación que evidenció durante el mismo proceso electoral. Como es sabido, los
ayatolás más duros habían vetado a los candidatos más reformistas (Akbar Hasani
Rafsanyani, Esfandar Rahim Mahaí y Mohamed Reza Aref) Además, Rohaní, quien
nunca había perdido contacto con líderes reformistas, pero tampoco con ayatolás
más ortodoxos contrarios a Ahamdineyad como Alí Akbar Hachemi y Mohamed Jatamí,
comprendió que derrotar a las candidatos del "ahmadiniyadismo" solo
podía ser posible si abría un ala hacia el reformismo democrático e incluso,
hacia la disidencia callejera, latente desde la, por Ahmadinayad, reprimida
revolución del 2009. Y con mucha audacia, así lo hizo. Los resultados no
tardaron en aparecer.
El reformismo político,
dividido en torno a diversos líderes, entendió que su única alternativa era
elegir a Rohaní. Dándose cuenta del fenómeno, Rohaní radicalizó su disidencia
verbal durante la campaña, logrando dos éxitos que nadie había previsto: El
primero, unificar políticamente a la oposición. El segundo,
entusiasmar a un electorado despolitizado y apático el que, de pronto, y con
grandes esperanzas, concurrió multitudinariamente a las urnas. De este modo
Rohaní no sólo fue un candidato de la unidad democrática. En pocos días se
transformó, lo hubiera querido o no, en el líder de toda la oposición.
Rohaní, no lo oculta, viene
de los círculos dominantes. Cuenta con la confianza del máximo líder religioso,
Alí Jamenei. Es un clérigo y ocupa el lugar de un hoyatoletian, algo más bajo
al de un ayatolá, parecido al de arzobispo en la jerarquía católica. Pero
aparte de su doctorado en derecho en la Universidad de Glasgow, hay un par de
detalles que hacen de él un personaje más que interesante.
Durante la "revolución
verde" de 2009, Rohaní se pronunció públicamente en contra de la masacre
ordenada por Ahmadineyad. Parece estar dispuesto, además, a la creación de un
programa de gobierno que incluya a los derechos ciudadanos. Sobresaliente es su
posición liberal con respecto a los derechos de las mujeres, convertida por su
público en uno de los puntos centrales de la campaña electoral. Mantiene, por
si fuera poco, relaciones amistosas con líderes opositores que se encuentran en
prisión, de modo que una amnistía no se hará esperar. En breve, la política,
como medio público de comunicación, volverá a asomar su rostro en Irán.
En términos
internacionales, Rohaní está dispuesto a ceder en algunos puntos del programa
atómico. En ese sentido sus relaciones con los gobiernos de Alemania, Francia e
Inglaterra son relativamente cordiales, y los tres saludaron con mal disimulado
entusiasmo la elección del nuevo mandatario.
No hay por supuesto ninguna
razón para gritar aleluya. Ni el tema de Siria, ni el de la intromisión de
Rusia en la región, ni el de las relaciones Irán-Israel, serán solucionados de
modo automático con la llegada de Rohaní al gobierno. La herencia dejada por el
populismo islámico de Ahmadineyad es y será un pesado lastre. Rohaní es,
además, y no lo desmiente, un hombre del sistema. Pero ¿no fue también Adolfo
Suárez a quien los españoles deben gran parte de la democratización, un hombre
educado en los salones del franquismo? ¿No fue Gorbachov, a quien debemos el
fin de la Guerra Fría, formado en las cavernas más siniestras del estalinismo?
Hay otros ejemplos parecidos.
Lo más probable es que con
la llegada de Rohaní tendrá lugar en Irán una distensión política interna la
que se traducirá de algún modo en el espacio internacional. Occidente, seguro,
no ganará un aliado, pero sí -es preciso hacer notar la diferencia- un
interlocutor político. Y eso ya es mucho.
Por último, hay para
quienes nos dedicamos a realizar la vocación del análisis político, una muy
buena noticia. Rohaní es un nombre mucho más fácil de escribir, y sobre todo de
pronunciar, que el de Ahmadineyad.